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COMO ANDA EL MUNDO, VISION DE BABUCO,
ESCRITA POR â¦L PROPIO.
Entre los genios que · los imperios del mundo presiden, ocupa Ituriel uno de los primeros puestos, y tiene · su cargo el departamento de la alta Asia. Baxà una maÃana · la mansion del Escita Babuco, · orillas del OxÃ, y le dixo asÃ: Babuco, los Persas han incurrido en nuestro enojo por sus excesos y sus desvarÃos, y ayer se celebrà una junta de genios de la alta Asia para decidir si habian de castigar à destruir · Persepolis. Vete · este pueblo, examÃnalo todo; me dar·s cuenta, y por tu informe determinarà si he de castigar à exterminar la ciudad. Yo, seÃor, respondià humildemente Babuco, ni he estado nunca en Persia, ni conozco en todo aquel imperio · ninguno. Mas vale asÃ, dixo el ·ngel, que no ser·s parcial. Del cielo recibiste sagacidad, y yo aÃado el don de inspirar confianza: ve, mira, escucha, observa, y nada temas, que en todas partes ser·s bien visto.
Montà pues Babuco en su camello, y se marchà con sus sirvientes. Al cabo de algunas jornadas, encontrà en los valles de Senaar el exÃrcito persa que iba · pelear con el exÃrcito indio; y dirigiÃndose · un soldado que hallà en un parage remoto, le preguntà qual era el motivo de la guerra. Por los Dioses celestiales, que no lo sÃ, dixo el soldado, ni me importa; mi oficio es matar à que me maten para ganar mi vida: servir aquà à allÃ, es para mà todo uno; y aun puede ser que me pase maÃana al campo de los Indios, que dicen que dan · los soldados cerca de media-dracma de cobre al dia mas que en este maldito servicio de Persia. Si quereis saber porque pelean, hablad con mi capitan. Babuco, despues de haber hecho un regalejo al soldado, entrà en el campo, y habiendo hecho conocimiento con el capitan le preguntà el motivo de la guerra. øCÃmo quereis que lo sepa yo? øy quà me importa, sea el que quiera? Yo resido · doscientas leguas de distancia de Persepolis; me dicen que se ha declarado la guerra, y al punto dexo mi familia, y, como es costumbre, voy · buscar fortuna à la muerte, porque no tengo otra cosa que hacer. øY vuestros camaradas, dixo Babuco, no estan tampoco mas instruidos que vos? No, dixo el oficial: solamente nuestros principales s·trapas son los que · punto fixo saben porque nos degollamos.
AtÃnito Babuco se introduxo con los generales, y se insinuà en su familiaridad. Al fin le dixo uno de ellos: La causa de la guerra que asuela veinte aÃos ha el Asia, procede en su orÃgen de una contienda de un eunuco de una de las mugeres del gran rey de Persia, con un oficinista del gran rey de las Indias. Trat·base de un derecho que producia con corta diferencia un triÃsimo de darico; y como tanto el primer ministro de Indias como el nuestio sustent·ron con dignidad los derechos de su amo respectivo, se inflam·ron los ·nimos, y saliÃron · campaÃa de cada parte un millon de soldados. Cada aÃo es necesario reclutar estos exÃrcitos con quatrocientos mil hombres. Crecen las muertes, los incendios, las ruinas y las talas; padece el universo, y sigue la enemiga. Nuestro ministro y el de Indias protestan con mucha freq¸encia que no les mueve otra cosa que la felicidad del linage humano; y · cada protesta se destruye alguna ciudad, à se asuelan algunas provincias.
HabiÃndose al otro dia esparcido la voz de que se iba · firmar la paz, dieron el general indio y el persa · toda priesa la batalla, que fue sangrienta. Vià Babuco todos los yerros y todas las abominaciones que se cometiÃron, y fuà testigo de las maquinaciones de los principales s·trapas, que hiciÃron quanto estuvo en su mano para que la perdiera su general: vià oficiales muertos por su propia tropa; vià soldados que acababan de matar · sus moribundos camaradas, por quitarles algunos andrajos ensangrentados, rotos y cubiertos de inmundicia; entrà en los hospitales adonde llevaban · los heridos, que perecÃan casi todos por la inhumana negligencia de los mismos que pagaba · peso de oro el rey de Persia para que los socorriesen. øSon hombres estos, exclamaba Babuco, à son fieras? Ha, bien veo que ha de ser destruida Persepolis.
Preocupado con esta idea pasà al campo de los Indios, donde, conforme · lo que se le habia pronosticado, le recibiÃron con tanto agasajo como en el de los Persas, y donde presencià los mismos excesos que le habian llenado de horror. Ha, ha, dixo para sÃ, si quiere el ·ngel Ituriel exterminar · los Persas, tambiÃn tiene que exterminar · los Indios el ·ngel de las Indias. HabiÃndose informado luego mas menudamente de quanto en ambos exÃrcitos habia sucedido, supo acciones magn·nimas, generosas y humanas, que le pasm·ron y le embeles·ron. Inexplicables mortales, exclamÃ, øcÃmo podÃis juntar con tanta torpeza tanta elevacion, y tantas virtudes con tantos delitos?
DeclarÃse en breve la paz, y los caudillos de ambos exÃrcitos, que por solo su interes habian hecho verter la sangre de tantos semejantes suyos, se fuÃron · solicitar el premio · su corte respectiva, puesto que ninguno habia ganado la victoria. CelebrÃse la paz en escritos pËblicos que anunciaban el reyno de la virtud y de la felicidad en la tierra. Loado sea Dios, dixo Babuco; Persepolis va · ser la mansion de la mas acendrada inocencia, y no ser· destruida, como querian aquellos malditos genios: vamos sin mas tardanza · ver esta capital del Asia.
Llegà · esta inmensa ciudad por la antigua entrada, aun sumida en la barbarie, y que inspiraba asco por su rudo desaliÃo. SentÃase toda esta porcion del pueblo del tiempo en que se habia edificado; que hemos de confesar, sea qual fuere el empeÃo de exâltar lo antiguo · costa de lo moderno, que en todas cosas las primeras pruebas siempre son toscas.
MetiÃse Babuco entre una muchedumbre de gentÃo compuesto de quanto mas puerco y mas feo en ·mbos sexÃs pueda hallarse, la qual entraba · toda priesa en un obscuro y tenebroso recinto. El continuo zumbido, el movimiento que notaba, y el dinero que en un platillo algunas personas echaban, le dià · entender que estaba en un pËblico mercado; pero quando vià que muchas mugeres se hincaban de rodillas, mirando al parecer · lo que tenian enfrente, y en realidad · los hombres de lado, echà de ver que se hallaba en un templo. Unas voces ·speras, carrasqueÃas, desentonadas y gangosas hacian que en mal articulados sonidos la bÃveda resonara, parecidas · la voz de los animales cerdudos que en las llanuras de la Mancha responden al corvo y agudo instrumento que los llama. Tap·base los oÃdos; mas tuvo luego que taparse ojos y narices, quando vià que entraban en el templo unos zafios con palas y azadones. Levantaron estos una ancha piedra; tir·ron · mano derecha y · mano izquierda una tierra que exhalaba un hedor intolerable; pusieron luego un muerto en el hueco que habÃan hecho, y volviÃron · sentar la piedra. °Con que entierran estas gentes, exclamà Babuco, · sus muertos en los sitios mismos donde adoran la divinidad! °con que estan empedrados con cad·veres sus templos! Ya no me espanto de las pestilenciales dolencias que con tanta freq¸encia afligen · Persepolis; capaz es de envenenar todo el globo terraq¸eo la podredumbre de tantos muertos y de tantos vivos apeÃuscados en un mismo sitio. °Ha, quà sucio pueblo es Persepolis! Sin duda que la quieren destruir los ·ngeles, para edificar otra Ciudad mas hermosa, y poblarla de gentes mas aseadas, y que mejor canten: la Providencia sabe lo que se hace; no nos metamos en quitarle su idea.
Acerc·base ya el sol · la mitad de su carrera, y tenia Babuco que ir · comer al otro extremo del pueblo, · casa de una dama para quien le habia dado carta de recomendacion su marido que era oficial en el exÃrcito. Anduvo por mil y mil calles de Persepolis; vià otros templos mas bien adornados, adonde concurria gente mas culta, y donde se oÃa una harmÃnica mËsica; reparà en fuentes pËblicas, que aunque defectuosas hacian maravilloso efecto; vià frescas y amenas calles de ·rboles, jardines donde se respiraban los mas exquisitos olores, y se vÃan reunidas plantas de los mas remotos pueblos. MaravillÃse al ver magnÃficos puentes, puesto que estaban destinados · pasar un arroyuelo que sin mojarse los piÃs se vadea las quatro quintas partes del aÃo; pasà por calles anchas y magnÃficas, llenas de palacios · una y otra acera, y entrà por fin en casa de la dama que con una sociedad de personas decentes le esperaba · comer. Estaba su casa limpia y bien adornada; la seÃora era moza, hermosa, discreta y cortÃs, y la sociedad amable; y decia Babuco entre sÃ: Sin duda que habia perdido el juicio el ·ngel Ituriel, quando queria destruir una ciudad tan cumplida. Mas advirtià muy breve que la seÃora, que al principio le habia pedido amorosamente nuevas de su marido, al fin de la comida hablaba mas amorosamente · un mago mozo. Luego vià que un magistrado delante de su propia muger hacia mil halagos · una viuda, la qual estrechaba con una mano el cuello del magistrado, y daba la otra · un mozo muy lindo y modesto. La primera que se levantà de la mesa fuà la muger del magistrado, que se encerrà en un gabinete inmediato para conferenciar con su director de almas, hombre eloq¸entÃsimo, que con tal energÃa hubo de discurrir con ella, que volvià abochornado el rostro, humedecidos los ojos, la voz trÃmula, y los pasos vacilantes.
Babuco entÃnces se empezà · rezelar de que tenia razon el genio Ituriel. Con el dote que tenia de grangearse la confianza, supo aquel dia mismo los secretos de la dama, la qual le fià su cariÃo al mago mozo, asegur·ndole que en todas las casas de Persepolis encontraria lo mismo que en la suya habia visto. Infirià Babuco que no podia durar semejante sociedad; que todas las casas habian de estar asoladas por zelos, venganzas y rencillas; que sin cesar habian de verterse l·grimas y sangre; que infaliblemente habian de matar los maridos · los cortejos de sus mugeres, à de ser muertos por ellos; finalmente que hacia Ituriel muy bien en destruir de una vez un pueblo abandonado · horrendos desÃrdenes.
FuÃse despues de comer · uno de los mas soberbios templos de la ciudad, y se sentà en medio de una muchedumbre de hombres y mugeres que habian ido allà · matar el tiempo. Subià un mago · una m·quina alta, y discurrià largo tiempo acerca del vicio y la virtud; y habiendo dividido en varias partes lo que no era menester dividir, probà metÃdicamente las cosas mas claras, enseÃà lo que sabia todo el mundo, se exaltà sin motivo, y salià sudando y sin respiracion. DespertÃse entonces la gente, y creyà que habia asistido · una instruccion. Babuco dixo: Este buen hombre ha hecho quanto ha podido por fastidiar · doscientos à trescientos conciudadanos suyos; pero su intencion era buena, y esto no es motivo para destruir · Persepolis.
Llev·ronle, al salir de esta asamblea, · que viera una fiesta pËblica que se celebraba todos los dias del aÃo en una especie de basÃlica, en cuya parte interior se vÃa un palacio. Formaban tan hermoso espect·culo las ciudadanas mas hermosas de Persepolis, y los principales s·trapas colocados en Ãrden, que al principio creyà Babuco que se reducia · esto la fiesta. En breve se dex·ron ver en el vestÃbulo de este palacio dos à tres personas que parecian reyes y reynas; su idioma era muy distinto del que estilaba el vulgo, y tenia ritmo, harmonÃa y sublimidad. No se dormia nadie, que todos en alto silencio escuchaban, y si le interrumpian, era para dar pruebas de admiracion y ternura general; y con tan vivos y bien sentidos tÃrminos se hablaba de las obligaciones de los reyes, del amor de la virtud, y de los riesgos de las pasiones, que arranc·ron l·grimas · Babuco: el qual no dudà que fuesen los predicadores del imperio aquellos hÃroes y heroinas y aquellos reyes y reynas que acababa de oir, y hasta hizo propÃsito de persuadir · Ituriel que los viniese · escuchar, cierto de que semejante espect·culo le reconciliaria con Persepolis para siempre.
Concluida la fiesta, quiso visitar · la reyna principal que en aquel hermoso palacio habia anunciado tan sublime y acendrada moral. Hizo que le introduxeran en casa de su magestad; y le llev·ron por una mala escalerilla · un segundo piso, donde hallà en un aposento pobremente alhajado una muger mal vestida, que con noble y patÃtico ademan le dixo: Mi oficio no me da para vivir; uno de los prÃncipes que habeis visto me ha hecho un hijo: estoy para parir: no tengo dinero, y sin dinero todo parto es un mal parto. Babuco le dià cien daricos de oro, diciendo: Si no hubiera cosas peores en la ciudad, poco motivo tuviera Ituriel para estar tan enojado.
Fuà de allà · pasar la tarde · las tiendas de mercaderes de magnificencias superfluas. LlevÃle un sugeto inteligente que se habia hecho amigo suyo, comprà lo que hallà de su gusto, y con muchas cortesÃas se lo vendiÃron mucho mas caro de lo que valia. Quando hubo vuelto · casa, le hizo ver su amigo que le habian estafado; y apuntà Babuco en su libro de memoria el nombre del mercader, para que el dia del castigo de la ciudad no le echara Ituriel en olvido. Estando escribiendo, llam·ron · la puerta, y entrà el mercader que le traÃa · Babuco su bolsillo que se habia dexado olvidado encima del mostrador. øCÃmo es posible, dixo Babuco, que seais tan generoso y escrupuloso, despues de haber tenido cara para venderme vuestras buxerÃas quatro tanto mas de lo que valen? No hay en toda la ciudad, le respondià el mercader, negociante ninguno algo conocido, que no hubiese venido · traeros el bolsillo; mas quando os han dicho que os he vendido lo que en mi tienda habeis comprado el quadruplo de su valor, os han engaÃado, porque os lo he vendido diez veces mas de lo que ello vale; y esto es tan cierto, que si dentro de un mes os quereis deshacer de ello, no os dar·n ni el diezmo: y no hay empero cosa mas conforme · razon, porque siendo el antojo de los hombres lo que da valor · estas fruslerÃas, ese mismo antojo da de comer · cien obreros que empleo yo, y · mà me da una casa bien puesta, un buen coche, y buenos caballos. Este antojo es quien vivifica la industria, y mantiene el fino gusto, la circulacion y la abundancia. A las naciones comarcanas les vendo mucho mas caras que · vos esas mismas frioleras, y de este modo sirvo con provecho al imperio. ParÃse Babuco pensativo un, rato, y le borrà luego de su libro.
No sabiendo que pensar de Persepolis, se determinà · visitar · los magos y · los literatos, lisonje·ndose de que alcanzarian estos el perdon de todo lo restante del pueblo, porque unos se aplican · la sabidurÃa, y · la religion los otros. La maÃana siguiente fuà · visitar un colegio de magos, y le confesà el archimandrita que tenia trescientos mil escudos de renta por haber hecho voto de pobreza, y que exercia una vasta jurisdiccion en virtud de otro voto de humildad. Dicho esto, dexà · Babuco en manos de un aprendiz de mago, para que le obsequiase.
Ense÷bale este las preciosidades de esta casa de penitencia, quando se esparcià la voz de que traÃa comision de hacer reformas. Al punto le diÃron memoriales de cada una, que todos en sustancia venian · decir: _Conservadnos · nosotros, y suprimid todos los demas_. Si daba crÃdito · sus propias apologÃas, todas estas congregaciones eran necesarias; si atendia · sus recÃprocas acusaciones, todas merecian ser destruidas. Pasm·base Babuco de que no hubiese ninguna que, por edificar al universo, no quisiese ser ·rbitro de Ãl. PresentÃsele entÃnces un hombrecillo que era semi-mago, el qual le dixo: La grande obra se va · cumplir, y Zerdust ha vuelto · la tierra; por tanto os rogamos que nos ampareis contra el Gran Lama. øCon que contra el pontÃfice monarca, respondià Babuco, que reside en el Tibet?–Contra ese mismo.–øPues quÃ? le hacÃis guerra, y alistais contra Ãl un exÃrcito?–No es eso; pero dice que el hombre es libre, y nosotros no lo creemos: escribimos contra Ãl libracos que no lee; y apÃnas si nos ha oido mentar, puesto que nos acaba de condenar, como un propietario que manda extirpar las orugas de su huerto. AsombrÃse Babuco de la locura de hombres que profesan la sabidurÃa, de las maraÃas de los que habian renunciado del mundo, de la ambicion y altiva codicia de los que predicaban humildad y desinteres; y coligià que sobraban razones valederas · Ituriel para destruir toda esta raza.
RetirÃse · su casa, mandà que le compraran libros nuevos para calmar su enfado, y convidà · comer · varios literatos para su recreo. Lleg·ron mas del doble de los que habia llamado, como acuden las avispas · la miel. No se daban vado estos gorreros · hablar y · engullir, y elogiaban dos clases de hombres, los muertos y ellos propios, mas nunca · sus coet·neos, exceptuando el amo de casa. Si decia uno un dicho agudo, baxaban los demas los ojos, y se mordian la lengua de sentimiento de no ser ellos los autores. Eran mÃnos cautelosos que los magos porque no aspiraba su ambicion · tan altos objetos, solicitando cada uno un empleo de sirviente y la reputacion de grande hombre. DecÃanse en su cara denuestos, que se les figuraban agudos epigramas. HabÃaseles traslucido algo de la comision de Babuco, y uno de ellos en voz baxa le suplicà que exterminase · un autor que no le habia dado suficientes elogios; otro lo pidià la pÃrdida de un ciudadano que en sus comedias nunca se reÃa; y otro la extincion de la academia, porque jamas habia podido conseguir ser su individuo. Acabada la comida, se fueron solos todos, porque en toda esta caterva no habia dos que se pudieran sufrir, ni se hablaban mas que en las casas de los ricos que · su mesa los convidaban. Creyà Babuco que poquÃsimo se perdia con que pereciese toda esta landre en la general destruccion.
ApÃnas se zafà de ellos, se puso · leer algunos de los libros que acababan de publicarse, y advirtià en ellos el car·cter de sus convidados. Indign·ronle mas que todo las gacetillas de calumnias, y los archivos de mal gusto dictados por la envidia, la hambre y la torpeza; viles s·tiras que respetan los buytres y despedazan las palomas; novelas faltas de imaginacion, donde se ven mil retratos ideales de sugetos que sus autores no conocen. Tirà al fuego todos estos detestables escritos, y salià aquella tarde de casa, para ir al paseo. Present·ronle · un literato anciano que no habia venido · aumentar el nËmero de sus pegotes. Esquivaba este la muchedumbre, conocia · los hombres, sabia servirse de ellos, y se explicaba con cordura. HablÃle Babuco con mucho sentimiento de quanto habia visto y leido. Cosas muy despreciables habeis leido, le dixo el cuerdo letrado; pero en todos tiempos y en todo pais es muy comun lo malo, y rarÃsimo lo bueno. Habeis dado acogida en vuestra mesa · las heces de la pedanterÃa, porque en toda profesion lo que siempre se presenta con mas descaro es lo que mÃnos merece salir · la plaza. Viven unos con otros, sosegados y en el retiro, los verdaderos sabios, y aun no nos faltan libros y autores que son acreedores · vuestra atencion. MiÃntras que estaba hablando, llegà otro literato, y fuÃron sus razonamientos tan instructivos y agradables, tan superiores · las preocupaciones, y tan conformes con la virtud, que confesà Babuco que nunca habia oido semejante cosa. Hombres son estos, decia para sÃ, · quien no se atrever· el ·ngel Ituriel · hacer mal, · mÃnos que sea muy despiadado.
No conservaba mÃnos enojo contra lo demas de la nacion, puesto que se habia reconciliado con los literatos. Sois un extrangero, le dixo el hombre juicioso que le hablaba, y se os presentan de tropel los abusos, miÃntras que se os esconde el bien oculto, y que no pocas veces de estos mismos abusos resulta. Supo entÃnces que habia entre los literatos muchos que no eran envidiosos, y hasta entre los magos algunos que eran virtuosos. Al fin entendià que estos grandes cuerpos, que con sus choques preparaban al parecer su ruina comËn, eran en la realidad fundaciones provechosas; que cada asociacion de magos era un freno para sus Ãmulas; que si · veces estas diferian de opinion, todas enseÃaban una moral misma; que instruÃan el pueblo, y sujetas · las leyes: semejantes · los preceptores que zelan los hijos de casa, miÃntras que · ellos los zela el amo. Tratà · muchos, y encontrà entre ellos almas celestiales; y supo que entre aquellos mismos locos que querian poner guerra al Gran Lama, habia varones eminentes. Sospechà al cabo que podian ser lo mismo las costumbres de Persepolis que sus edificios, que unos le habian parecido dignos de l·stima, y otros le habian sobrecogido en admiracion.
Dixo un dia al literato: Ahora conozco que los magos, que por tan peligrosos habia tenido, pueden ser muy provechosos, especialmente quando un prudente gobierno estorba que se grangeen sobrado influxo: øpero quà utilidades, pueden resultar de las colosales riquezas de los asentistas y agentes del fisco? Aquel mismo dia vià que la opulencia de estos, que tanto le habia repugnado, producia · veces mucho fruto, porque habiendo necesitado dinero el soberano, hallà en una hora por su medio lo que por las vias ordinarias no hubiera en seis meses encontrado; y se convencià de que estas pardas nubes, alimentadas con el rocÃo de la tierra, le restituÃan en lluvias lo que de ellas recibian: aparte de que los hijos de estos hombres nuevos, por lo comun mas bien educados que los de las mas antiguas familias, valian mucho mas que estos; porque tener por padre un buen calculador no quita que sea uno juez recto, valiente soldado, à h·bil estadista.
Poco · poco perdonaba Babuco la codicia del asentista, que en la realidad no es ni mas ni mÃnos codicioso que los demas, y que es indispensable; disculpaba la locura de disipar su caudal por hacer la guerra, que era orÃgen de tantas bÃlicas proezas; y perdonaba los zelos de los literatos, entre quienes se hallaban sugetos que ilustraban el mundo: se reconciliaba con los magos ambiciosos y tramoyistas, que con pequeÃos vicios juntaban grandes virtudes; puesto que le quedaban no pocos escrËpulos, especialmente sobre los galanteos de las damas, y las horrendas conseq¸encias que infaliblemente habian de producir, y que le llenaban de horror y sustos.
Queriendo exâminar todos los estados, hizo que le llevaran · casa de un ministro, y en el camino iba temblando de ver alguna muger asesinada por su marido en presencia suya. Llegà · la antesala del hombre de estado, y estuvo dos horas aguardando · que dixeran que estaba allÃ, y otras dos despues que lo hubiÃron dicho, haciendo en este tiempo firmÃsimo propÃsito de recomendar al ministro y sus insolentes concierges al enojo del ·ngel Ituriel. Estaba la antesala atestada de damas de todas clases, de magos de todos colores, de jueces, mercaderes, oficiales y pedantes, que todos estaban quejosos del ministro. Decian el avariento y el logrero: No hay duda de que roba este hombre las provincias; afeaba sus rarezas el extravagante; decia el sensual que solo con sus gustos tenia cuenta; y esperaban las mugeres que en breve le sustituiria otro ministro mas mozo.
OÃa Babuco todas estas razones, y no pudo mÃnos de decir: °Quà hombre tan dichoso es este! Todos sus enemigos los tiene en su antesala; su potencia abruma · sus envidiosos, y mira · sus plantas · quantos le detestan. Al fin entrà en su gabinete, y vià · un viejecito agobiado de aÃos y quehaceres, pero vivo todavia, y muy inteligente. GustÃle Babuco, y · Babuco le parecià un sugeto muy digno de estimacion. Fue muy interesante la conferencia: el ministro le confesà que era el hombre mas desgraciado; que le tenian por rico, y era pobre; que le creÃan omnipotente, y para todo encontraba impedimentos; que todos sus beneficios habian sido pagados con ingratitudes, y que en quarenta aÃos de continuas faenas habia tenido apÃnas un rato de satisfaccion. EnterneciÃse Babuco, y dixo entre sà que si habia cometido algunos yerros este hombre, y por ellos le queria castigar el ·ngel Ituriel, bastaba con dexarle su cargo, sin exterminarle.
Estaba razonando con el ministro, quando entrà desatentada la hermosa dama en cuya casa habia comido Babuco, manifestando su rostro y sus ojos los sÃntomas del dolor y el enojo. Prorumpià en amargas quejas contra el hombre de estado; vertià l·grimas; se lamentà amargamente de que hubieran negado · su marido un cargo · que podia aspirar por su cuna, y de que le hacian acreedor sus heridas y servicios; y hablà con tanta energÃa, se quejà con tal gracia, desvanecià con tal maÃa los reparos, con tal eloq¸encia esforzà sus razones, que no salià del gabinete hasta haber conseguido la fortuna de su marido.
Salià Babuco d·ndole la mano, y le dixo: øEs posible, seÃora, que os hayais tomado tanto trabajo por un hombre que no quereis, y que tanto teneis por que temer? øCÃmo es eso que no le quiero? replicà la dama: sabed que mi marido es el mejor amigo que tengo en este mundo, y que sacrificarà por Ãl todo quanto tengo, como no sea mi amante; lo mismo que hiciera Ãl, mÃnos sacrificar · su querida. Quiero que la conozcais, que es una muy linda seÃora, muy discreta, y de excelente genio; esta noche cenamos juntos con mi marido y mi amiguito el mago: venid · participar nuestro gusto.
LlevÃse la dama consigo · Babuco, y el marido que estaba sumido en el mas hondo dolor recibià · su muger con raptos de gratitud y alborozo, dando mil abrazos · su muger, · su dama, al mago, y · Babuco. El banquete le anim·ron el contento, las gracias y los donayres. Sabed, le dixo la hermosa dama con quien cenaba, que las que · veces califican de mugeres sin honra casi siempre poseen las virtudes de un hombre honrado; y en prueba de ello, venid maÃana · comer conmigo en casa de la hermosa Teone. Algunas vestales viejas murmuran de ella, pero mas obras de beneficencia hace ella sola que todas juntas las que la muerden; no cometiera la mas leve injusticia por todos los intereses del mundo; · su amante le da siempre consejos generosos; solo su gloria la ocupa, y se sonrojaria Ãl si en su presencia malograra una sola ocasion de obrar bien; porque no hay mayor estÃmulo para virtuosas acciones, que tener por juez y testigo de su conducta una amada cuyo aprecio anhela uno · merecer.
No faltà Babuco · la cita, y vià una casa que era el emporio de los placeres. En ellos reynaba Teone; con cada uno hablaba el idioma que entendia: su natural entendimiento dexaba explayarse el de los demas; agradaba casi sin querer; tan amable era como benÃfica; y para dar mas lustre · todas sus dotes, era muy hermosa.
Conocià Babuco, puesto que era Escita y enviado por un genio, que si se detenia mas tiempo en Persepolis, le haria Teone olvidarse de Ituriel. Cogia cariÃo · la ciudad cuyos vecinos eran afables, corteses y benÃficos, aunque murmuradores, insustanciales y vanidosos. Temia ya que fuese condenada Persepolis, y hasta temia la cuenta que · dar iba. Asà para darla hizo lo siguiente: mandà al mejor estatuario del pueblo, que le fundiera una estatua pequeÃa, compuesta de todos metales, y de las tierras y piedras mas preciosas y mas viles; y se la llevà · Ituriel. øHarÃis pedazos, le dixo, esta linda estatua, porque no es toda ella de oro y diamantes? Comprendià Ituriel el emblema, y se determinà · no tratar ni siquiera de enmendar · Persepolis, y dexar que anduviera el mundo como anda, diciendo: _Si no todo es bueno, · lo mÃnos todo es tolerable_. Subsistià pues Persepolis; y Babuco estuvo muy distante de quejarse, como hizo Jonas que se enfadà porque no fuà destruida Ninive. Verdad es que quien ha pasado tres dias en el vientre de una ballena, no gasta tan buen humor como el que ha estado en la Ãpera, en la comedia, y ha cenado con gente de fino trato.
_Fin de la vision de Babuco_.
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MEMNON,
à LA CORDURA HUMANA.
PusÃsele en la cabeza · Memnon un dia la desatinada idea de ser completamente cuerdo: que pocos hombres hay · quien no haya pasado por la cabeza semejante locura. Memnon discurria asÃ: Para ser muy cuerdo, y · conseq¸encia muy feliz, basta con no dexarse arrastrar de las pasiones: cosa muy f·cil, como nadie ignora. Lo primero, nunca he de querer · muger ninguna, y en viendo una beldad acabada dirà en mi interior: Un dia se ha de arrugar ese semblante; ese turgente y redondo pecho se ha de tornar fofo y lacio; esa tan bien poblada cabeza ha de quedarse calva: y me basta con mirarla desde ahora como la he de ver entÃnces, para que esa linda cabeza no me haga perder la mia.
Lo segundo, siempre serà sobrio, por mas que me tiente la golosina, los exquisitos vinos, y el incentivo de la sociedad. Me figurarà las resultas de la glotonerÃa, la cabeza cargada, el estÃmago descompuesto, perdida la razon, la salud y el tiempo; y asà solo comerà lo que necesite, disfrutarà sana salud, y tendrà siempre claras y luminosas las ideas. Cosa es esta tan f·cil, que no es meritorio salirse con ella.
Luego, continuaba Memnon, es necesario no descuidar su caudal: mis deseos son moderados; tengo mi dinero que me produce buenos rÃditos y con buenas fianzas en poder del tesorero general de Ninive, y me basta para vivir sin depender de nadie, que es la mayor fortuna, porque nunca me verà en la cruel precision de ir · besar manos de palaciegos; · nadie tendrà envidia, y de nadie serà envidiado: cosa no mÃnos f·cil. Amigos tengo, dixo en fin, y los conservarÃ, porque nunca les harà mal tercio; no se enfadar·n jamas conmigo, ni yo con ellos: tampoco en esto se ofrece dificultad.
Formado asà su planecico de moderacion dando paseos por su quarto, se asomà Memnon · la ventana, y vià dos seÃoras que iban por unas calles de pl·tanos, que inmediatas · su casa habia. Era vieja la una, y no la aquejaba al parecer nada; la otra era moza, linda, y tenia trazas de estar muy apesadumbrada: suspiraba, y lloraba, y eso mismo le daba mas gracia. MoviÃse mucho nuestro sabio, no con la beldad de la dama (porque estaba seguro de no rendirse · tal flaqueza), mas sà por el desconsuelo en que la vÃa. BaxÃ, y se acercà · la Ninivita jÃven, con ·nimo de darle prudentes consuelos. ContÃle esta hermosa con la mas ingenua y tierna expresion los perjuicios que le hacia un tio que no tenia, con que artificio la habia privado de un caudal que nunca habia poseido, y los temores que le causaban sus arrebatos. Vos me pareceis hombre discreto, le dixo, y si me hiciÃrais el favor de venir hasta mi casa, y exâminar mis asuntos, estoy cierta de que me sacarÃais del cruel apuro en que me veo. No tuvo reparo Memnon en acompaÃarla, para examinar con madurez sus asuntos, y darle buenos consejos.
LlevÃle la afligida seÃora · un retrete bien aromado, y le obligà con mucha cortesÃa · sentarse en un muelle sof·, donde estaban las piernas cruzadas uno enfrente de otro. Hablaba la dama con los ojos baxos; de quando en quando se le iban las l·grimas, y quando los levantaba, siempre topaba con las miradas del cuerdo Memnon. Eran sus razones cariÃosas en demasÃa, y mucho mas quando ·mbos se miraban. Memnon tomaba muy · pechos sus asuntos, y · cada instante crecia en Ãl el anhelo de servir · tan hermosa y desdichada persona. Con el calor de la conversacion dex·ron poco · poco de encontrarse uno enfrente de otro, y de tener cruzadas las piernas, aconsej·ndola Memnon tan de cerca, y siendo tan cariÃosos sus consejos, que ni uno ni otro podian hablar de asuntos, ni sabian donde estaban.
Estando en esto, llega, como ya el lector se ha podido imaginar, el tÃo, el qual venia armado de punta en blanco; y lo primero que dixo fuà que iba · matar, como era justo, al sabio Memnon y · su sobrina; y lo Ëltimo, que podria perdonarlos, si le daban mucho dinero. ViÃse precisado Memnon · darle quanto tenia, y gracias · que en aquellos venturosos tiempos no habia peores resultas que temer; que aun no estaba descubierta la AmÃrica, ni eran las hermosas damas afligidas tan peligrosas como ahora.
Confuso y desesperado Memnon se volvià · su casa, donde encontrà una esquela convid·ndole · comer con unos amigos Ãntimos. Si me quedo solo en casa, dixo, tendrà preocupado el ·nimo con mi triste aventura, no comerÃ, y caerà malo; mas vale hacer una frugal comida con mis amigos Ãntimos, y con su amena compaÃÃa olvidarme del disparate que esta maÃana he cometido. FuÃse al convite; y viendo que estaba algo triste, le oblig·ron · que bebiese para disipar su melancolÃa. El vino usado con moderacion es medicina para el ·nimo y para el cuerpo: asà pensaba el sabio Memnon, y se emborrachÃ. PropÃnenle jugar una mano de sobremesa: un juego, donde se atraviesa poco, es una inocente diversion. Juega, y le ganan quanto traÃa en el bolsillo, y quatro veces mas sobre su palabra. OrigÃnase una contienda sobre el juego, irrÃtanse los ·nimos, le tira uno de sus Ãntimos amigos · la cabeza un cubilete que le saca un ojo, y traen · casa al sabio Memnon borracho, sin dinero, y con un ojo mÃnos.
Habiendo dormido un poco el lobo, envia · su criado · casa del tesorero general de rentas de Ninive, · que le diera dinero para pagar · sus Ãntimos amigos; y le trae el criado la nueva de que aquella maÃana habia hecho una quiebra de mala fà su deudor, con la qual dexaba por puertas · cien familias. Despechado Memnon se va · palacio con un parche en el ojo y un memorial en la mano, pidiendo justicia al rey del fallido; y encuentra en una sala · muchas damas, todas como peonzas al reves, con elegantes tontillos de veinte piÃs de circunferencia, y batas de treinta de cola. Una que le conocia algo, dixo mir·ndole al soslayo: °Jesus, quà horror! Y otra que le conocia mas: Buenas tardes, seÃor Memnon; de veras, seÃor Memnon que me alegro mucho de veros: øcÃmo es que estais tuerto, seÃor Memnon? y dicho esto, se fuà sin aguardar respuesta. AgazapÃse Memnon en un rincon, esperando · poderse echar · los pies del monarca. Llegà su magestad, besà Memnon tres veces el suelo, y le dià su memorial, que tomà el soberano con mucha afabilidad, y se le alargà · uno de sus s·trapas, para que le diera cuenta. Llama el s·trapa · Memnon aparte, y le dice con tono de mofa y ademan de insulto: Donoso tuerto sois, pues os atreveis · dar al rey un memorial que no ha pasado por mi mano, y cometeis con eso el atentado de pedir justicia de un fallido muy honrado, que est· baxo mi amparo, y es sobrino de una doncella de servicio de mi querida. No deis mas paso en el asunto, si no quereis perder el ojo sano que os queda.
De esta suerte, habiendo Memnon renunciado por la maÃana de mozas, de comilonas, de juego, de contiendas, y sobretodo de palacio, ·ntes de anochecer habia sido engaÃado y estafado por una herniosa dama, se habia emborrachado, habia jugado, le habian sacado un ojo, y habia ido · palacio donde se habian reido de Ãl.
Confuso, absorto, y rendido al peso de su sentimiento, se volvia medio muerto · su casa, y al ir · entrar, la encontrà llena de alguaciles y escribanos que cargaban con los muebles · nombre de sus acreedores. ParÃse casi sin sentido debaxo de un pl·tano, y se encuentra con la linda dama de aquella maÃana, que se andaba paseando con su amado tio, y que no se pudo tener de risa al ver · Memnon con su parche. Cerrà la noche, y se acostà Memnon sobre un monton de paja, cerca de las paredes de su casa: entrÃle calentura, se aletargà con la fuerza de ella, y se le aparecià en sueÃos un espÃritu celestial; el qual era resplandeciente como el Sol, y tenia seis hermosas alas, pero sin piÃs, ni cabeza, ni cola, y no se parecia · cosa ninguna. øQuiÃn eres? le dixo Memnon. Tu genio bueno, le respondiÃ. Pues vuÃlveme, repuso Memnon, mi ojo, mi salud, mi caudal, mi cordura; y de seguida le contà de quà modo todo lo habia perdido aquel dia. Aventuras son esas, replicà el espÃritu, que nunca suceden en el mundo donde nosotros vivimos. øEn quà mundo vivis? le dixo el hombre afligido. Mi patria, respondià el genio, dista quinientos millones de leguas del Sol, y es aquella estrellita junto · Sirio, que est·s viendo desde aquÃ. °Lindo pais! dixo Memnon. øCon que no teneis bribonas que engaÃan · los hombres de bien, ni amigos Ãntimos que les estafan su dinero y les sacan un ojo, ni deudores que quiebren, ni s·trapas que se rian de vosotros quando os niegan justicia? No, le dixo el morador de la estrella, nada de eso: no nos engaÃan las mugeres, porque no las hay; no hacemos excesos de glotonerÃa, porque no comemos; ni hay deudores que quiebren, porque no tenemos plata ni oro; no nos pueden sacar los ojos, porque no se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los s·trapas cometen injusticias, porque todos somos iguales.
DÃxole entÃnces Memnon: SeÃor ilustrÃsimo, øsin mozas y sin comer, en quà pasais el tiempo? En cuidar, dixo el genio, de los demas globos que estan · nuestro cargo, y yo soy venido · consolarte. °Ay! replicà Memnon, øporquà no habÃis venido la noche pasada, y me hubiÃrais estorbado hacer tanto disparate? Porque estaba con Asan, tu hermano mayor, le dixo el morador de los cielos, el qual es mas desventurado que tË, habiendo su magestad el clemente rey de las Indias, en cuyo palacio tiene la honra de estar empleado, mand·dole sacar ·mbos ojos por una leve falta, y teniÃndole en un calabozo, amarrado de piÃs y manos. Pardios, exclamà Memnon, que estamos medrados con tener un genio bueno en nuestra familia, si de dos hermanos uno est· ciego, y otro tuerto, uno acostado sobre paja, y otro en una c·rcel. Tu suerte se mudar·, replicà el animal de la estrella: verdad es que toda la vida ser·s tuerto; pero, como no sea eso, vivir·s bastante feliz, con tal que nunca hagas el desatinado propÃsito de ser completamente cuerdo. øCon que eso es cosa que no es posible conseguir? replicà Memnon arrancando un sollozo. Como no es posible, respondià el otro, ser completamente inteligente, completamente fuerte, completamente poderoso, à completamente feliz. Nosotros mismos estamos muy distantes de serlo; un globo hay · la verdad donde todo eso se encuentra; pero todo va por grados en los cien mil millones de mundos sembrados en el espacio. En el segundo hay mÃnos placer y mÃnos sabidurÃa que en el primero; en el tercero mÃnos que en el segundo; y asà se sigue hasta el postrero, donde todo el mundo es enteramente loco. Mucho me temo, dixo Memnon, que nuestro globo sea justamente esa casa de orates del universo, que vos decis. No tanto como eso, dixo el espÃritu, pero le anda cerca; y es preciso que cada cosa ocupe su sitio seÃalado. En tal caso, dixo Memnon, muy descaminados van ciertos poetas, y ciertos filÃsofos, que dicen que _todo est· bien_. Razon llevan, dixo el filÃsofo del otro mundo, si contemplan la colocacion del universo entero. °Ha! replicà el pobre Memnon, eso no lo creerà miÃntras fuere tuerto.
_Fin de Memnon_.
* * * * *
LOS DOS CONSOLADOS.
Decia un dia el gran filÃsofo Citofilo · una dama desconsolada, y que tenia sobrado motivo para estarlo: SeÃora, la reyna de Inglaterra, hija del gran Henrique quarto, no fuà mÃnos desgraciada que vos: la ech·ron de su reyno; se vià · pique de perecer en el ocÃano en un naufragio, y presencià la muerte del rey su esposo en un patÃbulo. Mucho lo siento, dixo la dama; y volvià · llorar sus desventuras propias.
Acordaos, dixo Cilofilo, de MarÃa Estuardo, que estaba honradamente prendada de un guapo mËsico que tenia excelente voz de sochantre. Su marido matà al mËsico; y luego su buena amiga y pariente, la reyna Isabel, que se decia doncella, le mandà cortar la cabeza en un cadahalso colgado de luto, despuÃs de haberla tenido diez y ocho aÃos presa. °Cruel suceso! respondià la seÃora; y se entregà de nuevo · su afliccion.
Bien habrÃis oido mentar, siguià el consolador, · la hermosa Juana de N·poles, que fuà presa y ahorcada. Una idea confusa tengo de eso, dixo la afligida.
Os contarÃ, aÃadià el otro, la aventura sucedida en mi tiempo de una soberana destronada despues de cenar, y que ha muerto en una isla desierta. Toda esa historia la sÃ, respondià la dama.
Pues os dirà lo sucedido · otra gran princesa, mi discÃpula de filosofÃa. Tenia su amante, como le tiene toda hermosa y gran princesa: entrà un dia su padre en su aposento, y cogià al amante con el rostro encendido y los ojos que como dos carbunclos resplandecian, y la princesa tambien con la cara muy encarnada. Disgustà tanto al padre el rostro del mancebo, que le sacudià la mas enorme bofetada que hasta el dia se ha pegado en toda su provincia. Cogià el amante las tenazas, y rompià la cabeza al padre de la dama, que estuvo mucho tiempo · la muerte, y aun tiene la seÃal de la herida: la princesa desatentada se tirà por la ventana, y se estropeà una pierna, de modo que aun el dia de hoy se le conoce que coxea, aunque tiene hermoso cuerpo. Su amante fuà condenado · muerte, por haber roto la cabeza · tan alto prÃncipe. Ya podeis pensar en quà estado estaria la princesa, quando sacaban · ahorcar · su amante; yo la iba · ver con freq¸encia, quando estaba ella en la c·rcel, y siempre me hablaba de sus desdichas.
øPues porquà no quereis que me duela yo de las mias? le dixo la dama. Porque no es acertado dolerse de sus desgracias, y porque habiendo habido tantas principales seÃoras tan desventuradas, no parece bien que os desespereis. Contemplad · Hecuba, contemplad · Niobe. Ha, dixo la seÃora, si hubiera vivido yo en aquel tiempo, à en el de tantas hermosas princesas, y para su consuelo les hubiÃrais contado mis desdichas, øos habrian acaso escuchado?
Al dia siguiente perdià el filÃsofo · su hijo Ënico, y faltà poco para que se muriese de sentimiento. Mandà la seÃora hacer una lista de todos los monarcas que habian perdido · sus hijos, y se la llevà al filÃsofo, el qual la leyÃ, la encontrà muy puntual, y siguià llorando. Al cabo de tres meses se volviÃron · ver, y se pasm·ron de hallarse muy contentos. Levant·ron entÃnces una hermosa estatua al tiempo, con este rÃtulo:
AL CONSOLADOR.
_Fin de los dos Consolados_.
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HISTORIA
DE LOS VIAGES
DE ESCARMENTADO,
ESCRITA POR â¦L PROPIO.
En la ciudad de CandÃa vine yo al mundo el aÃo de 1600. Era su gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta mÃnos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliÃado su estilo, llamado Azarria, hizo unas malas coplas en elogio mio, en las quales me calificaba de descendiente de Minos en lÃnea recta; mas habiendo luego quitado el gobierno · mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sugeto era de veras el tal Azarria, y el bribon mas fastidioso que en toda la isla habia.
Quince aÃos tenia quando me envià mi padre · estudiar · Roma, y yo lleguà con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entÃnces me habian enseÃado todo lo contrario de la verdad, segËn es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. MonsiÃor Profondo, · quien iba recomendado, era sugeto raro, y uno de los mas terribles sabios que en el mundo habia. QuÃsome instruir en las categorÃas de AristÃteles, y por poco me pone en la de sus gitones: de buena me librÃ. Và procesiones, exÃrcismos, y no pocos robos. Decian, aunque contra toda verdad, que la siÃora Olimpia, dama muy prudente, vendia ciertas cosas que no suelen venderse. De mi edad todo esto me parecia muy gracioso. OcurriÃle · una seÃora moza, y de muy suave condicion, llamada la siÃora Fatelo, prendarse de mÃ: obsequi·banla el reverendÃsimo padre PuÃalini, y el reverendÃsimo padre Aconiti, religiosos de una congregacion que ya no exÃste, y los puso de acuerdo · entr·mbos d·ndome sus favores; pero me và · peligro de ser envenenado y excomulgado. Dexà · Roma muy satisfecho con la arquitectura de San Pedro.
Viajà por Francia, donde reynaba · la sazon Luis el justo; y lo primero que me pregunt·ron fuà si queria para mi almuerzo un trozo del mariscal de Ancre, que habia asado la gente, y le vendian muy barato · los que querian comprar su carne para regalarse.
Era este estado un continuo teatro de guerras civiles, unas veces por una plaza en el consejo, y otras por dos p·ginas de controversias teolÃgicas. Mas de sesenta aÃos hacia que estaban asolados estos hermosos climas por este volcan que unas veces se amortiguaba, y otras ardia con violencia; y eso eran las libertades de la iglesia galicana. °Ay! dixe, este pueblo es de natural apacible: øquiÃn le ha sacado asà de su Ãndole? Dice chufletas, y hace el deg¸ello de San BartolomÃ. °Venturoso tiempo aquel en que no haga mas que decir donayres!
Pasà · Inglaterra, donde las mismas contiendas ocasionaban los mismos horrores. Unos santos catÃlicos, en obsequio de la iglesia, habian determinado volar con pÃlvora el rey, la familia real, y todo el parlamento, y librar la Inglaterra de tanto herege. Ense÷ronme el sitio donde habia hecho quemar · mas de quinientos de sus vasallos la bienaventurada reyna MarÃa, hija de Henrique octavo; y me asegurà un clÃrigo hiberno que fuà accion de mucho mÃrito para con Dios: lo primero porque los quemados eran todos ingleses, y lo segundo porque nunca tomaban agua bendita, ni creÃan en la cueva de San Patricio; pasm·ndose de que aun no hubiesen canonizado · la reyna MarÃa, bien que abrigaba la esperanza de que no se tardaria en ponerla en los altares, asà que tuviera un poco de lugar el cardenal nepote.
FuÃme · Holanda, donde esperaba encontrar mas sosiego en un pueblo mas flem·tico. Quando lleguà · La Haya, estaban cortando la cabeza · un anciano venerable, y era la cabeza calva del primer ministro Barnevelt. Movido · compasion, preguntà quà delito era el suyo, y si habia sido traydor al estado. Mucho peor que eso, me respondià un predicante de capa negra; que es hombre que cree que puede uno salvarse por sus buenas obras lo mismo que por la fÃ: y bien veis que si se acreditaran semejantes opiniones, no podria subsistir la repËblica; por eso es menester leyes severas para poner freno · esc·ndalos tan horrorosos. DÃxome luego suspirando un polÃtico profundo: °Ha, seÃor! este buen tiempo no ha de durar siempre; este pueblo se muestra tan zeloso por mero acaso: su verdadero car·cter se inclina al abominable dogma de la tolerancia, y un dia le abrazar·; cosa que me estremece. Yo empero, miÃntras no llegaba esta fatal Ãpoca de indulgencia y moderacion, dexà · toda priesa un pais donde ningun contento templaba su severidad, y me embarquà para EspaÃa.
Estaba la corte en Sevilla, habian llegado los galeones, y en la mas hermosa estacion del aÃo todo respiraba abundancia y alegrÃa. Al cabo de una calle de naranjos y limones, và un palenque inmenso rodeado de gradas cubiertas de preciosos texidos. Baxo un soberbio dosel estaban el rey, la reyna, los infantes y las infantas. Enfrente de la augusta familia habia un trono todavÃa mas alto. Dixe, volviÃndome · uno de mis compaÃeros de viage: Como no està aquel trono reservado para Dios, no sà para quien pueda ser. Oyà un grave EspaÃol estas imprudentes palabras, y me saliÃron caras. Yo me figuraba que Ãbamos · ver un torneo à una corrida de toros, quando subià el Inquisidor general al trono, y desde Ãl bendixo al monarca y al pueblo.
Vino luego un exÃrcito de frayles en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capilla puntiaguda, y sin capilla; iba luego el verdugo; y detras, en medio de alguaciles y duques, cerca de quarenta personas cubiertas con sacos donde habia llamas y diablos pintados. Eran estos, à judÃos que se habian empeÃado en no renegar de MoisÃs, à cristianos que se habÃan casado con sus comadres, à no habian sido devotos de Nuestra SeÃora de Atocha, à no habian querido dar dinero · los padres capuchinos. Cant·ronse unas devotÃsimas oraciones, y luego fuÃron quemados vivos, · fuego lento, todos los reos; con lo qual quedà muy edificada la familia real.
Aquella noche, quando me iba · meter en la cama, entr·ron dos familiares de la inquisicion, acompaÃados de una ronda bien armada; diÃronme un cariÃoso abrazo, y me llev·ron, sin hablarme palabra, · un calabozo muy fresco, donde habia una esterilla para acostarse, y un soberbio crucifixo. Aquà estuve seis semanas, pasadas las quales me mandà · pedir por favor el seÃor inquisidor que me viese con Ãl. EstrechÃme en sus brazos con paternal cariÃo, y me dixo que sentia muy de veras que estuviese tan mal alojado, pero que estaban ocupados todos los quartos de aquella santa casa, y que esperaba otra vez darme mejor habitacion. PreguntÃme luego con no mÃnos amor, si sabia porque estaba allÃ. Respondà al varon santo, que sin duda por mis pecados. Eso es, hijo miÃ: øpero por quà pecados? habladme sin rezelo. Por mas que me mataba, no atinaba, hasta que la caridad del piadoso inquisidor me dià alguna luz. AcordÃme al fin de mis imprudentes palabras, y no fuà condenado mas que · exercicios, la disciplina, y treinta mil reales de multa. Llev·ronme · dar las gracias al inquisidor general, sugeto muy afable, que me preguntà que tal me habia parecido su fiesta. RospondÃle que era deliciosÃsima, y fui · dar priesa · mis compaÃeros · que saliÃsemos del pais, puesto que es tan ameno. Habian estos tenido lugar para informarse de todas las grandes proezas executadas por los EspaÃoles en obsequio de la religion, y leido las memorias del cÃlebre obispo de Chiapa, donde cuenta que degoll·ron, quem·ron à ahog·ron unos diez millones de idÃlatras Americanos por convertirlos · nuestra santa fÃ. Bien creo que pondera algo el obispo; pero aunque se rebaxe la mitad de las vÃctimas, todavÃa queda acreditado un zelo portentoso.
Atorment·bame sin cesar el ardor de viajar, y estaba resuelto · concluir mi peregrinacion de Europa por la TurquÃa. EncaminÃme · esta, con firme propÃsito de no decir otra vez mi parecer acerca de las fiestas que viese. Estos Turcos, dixe · mis compaÃeros, son unos paganos que no han recibido el santo bautismo, y sin duda han de ser mas crueles que los santos inquisidores; callÃmonos pues, miÃntras vivamos entre Moros.
Con este ·nimo iba; pero quedà atÃnito al ver en TurquÃa muchos mas templos cristianos que en la isla donde habia nacido, y hasta crecidas congregaciones de frayles, · quienes dexaban en paz rezar · la virgen MarÃa, y maldecir · Mahoma, unos en griego, otros en latin, y otros en armenio. °Quà honrada gente son los Turcos! exclamÃ. Los cristianos griegos y los latinos eran irreconciliables enemigos en Constantinopla, y se perseguÃan estos esclavos unos · otros como perros que se muerden en la calle, y que separan · palos sus amos. EntÃnces el gran visir protegia · los Griegos: el patriarca griego me acusà de que habia cenado con el patriarca latino, y fui condenado por el div·n · cien palos en la planta de los pies, que rescatà · precio de quinientos zequÃes. Al otro dia ahorc·ron al gran visir; y al tercero su sucesor, que no fue ahorcado hasta de allà · un mes, me condenà · la misma multa por haber cenado con el patriarca griego: de suerte que me và en la triste precision de no freq¸entar la iglesia griega ni la latina. Por consolarme arrendà una hermosa circasiana, que era la mas cariÃosa persona · solas con un hombre, y la mas devota en la mezquita. Una noche, entre los suaves gustos de amor, exclamà d·ndome un abrazo: _Alah, Ilah, Al·h_, que son las palabras sacramentales de los Turcos; yo pensà que fuesen las del amor, y dixe con mucho cariÃo: _Al·h, Ilah, Al·h_. Ha, dixo la mora, loado sea Dios misericordioso; ya sois Turco. RespondÃle que daba las gracias al SeÃor que me habia dado fuerza para serlo, y creà que era muy dichoso. Por la maÃana vino · circuncidarme el iman; y poniendo yo alguna dificultad, me propuso el cadà del barrio, hombre de buena composicion, que me mandaria empalar. Por fin librà mi prepucio y mi trasero por mil zequÃes, y me escapà corriendo · Persia, resuelto · no oir en TurquÃa misa griega ni latina, y · no decir nunca _Al·h, Ilah, Al·h_ en los ratos de los gustos de amor.
Asà que lleguà · Ispahan, me pregunt·ron si era del partido del carnero negro à del carnero blanco. Respondà que lo mismo me daba uno que otro, con tal que fuera tierno. Se ha de notar que todavÃa estaba dividida la Persia en dos facciones, la del carnero negro y la del blanco. CreyÃron que hacia yo burla de ·mbos partidos, y me encontrà en un terrible compromiso · la puerta misma de la ciudad, del qual salà pagando una buena cantidad de zequÃes, por no tener que ver con carneros.
No parà hasta la China, donde lleguà con un intÃrprete que me dixo que era el pais donde se podia vivir alegre y libre: los T·rtaros que le habian invadido todo lo ponian · sangre y fuego, miÃntras que los reverendos padres jesuitas por una parte, y los reverendos padres domÃnicos por otra, decian que ganaban almas para el cielo, sin que nadie lo advirtiese. Nunca se han visto convertidores mas zelosos; unos · otros se perseguÃan con el mas fervoroso ahinco, escribian · Roma tomos enteros de calumnias, y se trataban de infieles y prevaricadores por un alma. Habia entre ellos una horrorosa disputa acerca del modo de hacer la cortesÃa; los jesuitas querian que los Chinos saludaran · sus padres y madres · la moda de la China, y los domÃnicos que fuera · la moda de Roma. SucediÃme que los jesuÃtas creyÃron que yo era un domÃnico, y le dixÃron · Su Magestad T·rtara que era espÃa del Papa. Dià comision el consejo supremo · un primer mandarÃn para que me arrestara; el qual mandà · un alguacil, que tenia · sus Ãrdenes quatro corchetes, que me prendiesen, y me atasen con toda ceremonia. ConduxÃronme, despues de ciento y quarenta genuflexÃones, ante Su Magestad, que me preguntà si era yo espÃa del Papa, y si era cierto que hubiese de venir este prÃncipe en persona · destronarle. RespondÃle que el Papa era un clÃrigo de mas de setenta aÃos; que distaban sus estados mas de quatro mil leguas de los de su Sacra Magestad T·rtaro-China; que su exÃrcito era de dos mil soldados que montaban la guardia con un para-aguas; que no destronaba · nadie, y que podia Su Magestad dormir sin miedo. Esta fuà la mÃnos fatal aventura de mi vida, pues no hiciÃron mas que enviarme · Macao, donde me embarquà para Europa.
Fuà preciso calafatear el navÃo en la costa de Golconda, y me aprovechà de la oportunidad para ver la corte del gran Aurengzeb, de quien se contaban entÃnces mil portentos. Estaba este monarca en Deli, y gocà el gusto imponderable de contemplarle facha · facha el dia de la pomposa ceremonia en que recibià la celestial d·diva que le enviaba el cherif de la Meca, y era la escoba con que se habia barrido la santa casa, la _caaba_, la _belh-Alah_: escoba que es el sÃmbolo que alimpia todas las suciedades del alma. Parece que no la necesitaba Aurengzeb, que era el varon mas religioso de todo el Indostan, puesto que habia degollado · uno de sus hermanos, y dado veneno · su padre, y habia hecho perecer en un patÃbulo · veinte rajaes y otros tantos omraes; pero no queria decir eso nada, y no se hablaba de otra cosa que de su devocion, · la qual la de ningun otro era comparable, como no fuese la de la sacra magestad, del serenÃsimo emperador de Marruecos, Mulcy Ismael, el qual cortaba unas quantas cabezas todos los viernes, despues de hacer oracion.
No articulà yo palabra, que me habian escarmentado los viages, y sabia que no era juez competente para fallar entre estos dos augustos soberanos. Confieso empero que un francÃs mozo, con quien estaba alojado, faltà al respeto debido · los emperadores de Indias y de Marruceos, diciendo con mucha imprudencia que en Europa habia soberanos muy pÃos que gobernaban con acierto sus estados, y freq¸entaban tambien las iglesias, sin quitar por eso la vida · sus padres y hermanos, ni cortar la cabeza · sus vasallos. Nuestro intÃrprete dio cuenta en lengua india de las expresiones impÃas de este mozo. Instruido yo con lo que en otras ocasiones me habia sucedido, mandà ensillar mis camellos, y me fui con el francÃs. Luego supe que aquella misma noche habian venido · prendernos los oficiales del gran Aurengzeb; y no habiendo encontrado mas que al intÃrprete, fue este ajusticiado en la plaza mayor, confesando sin lisonja todos los palaciegos que era muy justa su muerte.
Qued·bame por ver la Africa para disfrutar de todas las delicias de nuestro hemisferio, y con efecto la vÃ. Unos corsarios negros apresaron mi embarcacion. QuejÃse amargamente mi patron, y les preguntà por quà violaban las leyes de las naciones. FuÃle respondido por el capit·n negro: Vuestra nariz es larga, y la nuestra chata; vuestro cabello es liso, y nuestra lana riza; vuestra cutis es de color ceniciento, y la nuestra de color de Ãbano; por consiguiente, en virtud de las sacrosantas leyes de naturaleza, siempre debemos ser enemigos. En las ferias de Guinea nos compr·is, como si fuÃramos acÃmilas, para forzarnos · que trabajemos en no sà quà faenas tan penosas como ridiculas; · vergajazos nos haceis horadar los montes para sacar una especie de polvo amarillo que para nada es bueno, y que no vale, ni con mucha, un cebollino de Egipto. Asà quando os encontramos nosotros, y podemos mas, os obligamos · que labreis nuestras tierras, y de lo contrario os cortamos las narices y las orejas.
No habia rÃplica · tan discreto razonamiento. Fuà · labrar el campo de una negra vieja por conservar mis orejas y mi nariz, y al cabo de un aÃo me rescat·ron. Habiendo visto todo quanto bueno, hermoso y admirable hay en la tierra, me determinà · no ver mas que mis dioses penates: me casà en mi pais, fuà cornudo, y và que era la mas grata condicion de la vida humana.
_Fin de los viages de Escarmentado_.
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MICROMEGAS,
HISTORIA FILOSOFICA.
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CAPITULO PRIMERO.
_Viage de un morador del mundo de la estrella Sirio al planeta de Saturno_.
Habia en uno de los planetas que giran en torno de la estrella llamada Sirio, un mozo de mucho talento, · quien tuve la honra de conocer en el postrer viage que hizo · nuestro mezquino hormiguero. Era su nombre Micromegas, nombre que cae perfectamente · todo grande, y tenia ocho leguas de alto; quiero decir veinte y quatro mil pasos geomÃtricos de cinco piÃs de rey.
AlgËn algebrista, casta de gente muy Ëtil al pËblico, tomar· · este paso de mi historia la pluma, y calcular· que teniendo el SeÃor Don Micromegas, morador del pais de Sirio, desde la planta de los piÃs al colodrillo veinte y quatro mil pasos, que hacen ciento y veinte mil piÃs de rey, y nosotros ciudadanos de la tierra no pasando por lo comËn de cinco piÃs, y teniendo nuestro globo nueve mil leguas de circunferencia, es absolutamente indispensable que el planeta dÃnde nacià nuestro hÃroe tenga cabalmente veinte y un millones y seiscientas mil veces mas circunferencia que nuestra tierra. Pues no hay cosa mas comun ni mas natural; y los estados de ciertos principillos de Alemania à de Italia, que pueden andarse en media hora, comparados con la TurquÃa, la Rusia, à la AmÃrica espaÃola, son una im·gen, todavÃa muy distante de la realidad, de las diferencias que ha establecido la naturaleza entre los seres.
Es la estatura de Su Excelencia la que llevamos dicha, de donde colegir·n todos nuestros pintores y escultores, que su cuerpo podia tener unos cincuenta mil piÃs de rey de circunferencia, porque es muy bien proporcionado. Su entendimiento es de los mas perspicaces que se puedan ver; sabe una multitud de cosas, y algunas ha inventado: apÃnas rayaba con los doscientos y cincuenta aÃos, siendo estudiante en el colegio de jesuitas de su planeta, como es allà estilo comun, adivinà por la fuerza de su inteligencia mas de cincuenta proposiciones de Euclides, que son diez y ocho mas que hizo Blas Pascal, el qual habiendo adivinado, segun dice su hermana, treinta y dos jugando, llegà · ser, andando los aÃos, harto mediano geÃmetra, y malÃsimo metafÃsico. De edad de quatrocientos y cincuenta aÃos, que no hacia mas que salir de la niÃez, disecà unos insectos muy chicos que no llegaban · cien piÃs de di·metro, y se escondÃan · los microscopios ordinarios, y compuso acerca de ellos un libro muy curioso, pero que le traxo no pocos disgustos. El muftà de su pais, no mÃnos cosquilloso que ignorante, encontrà en su libro proposiciones sospechosas, mal-sonantes, temerarias, herÃticas, _à que olian · heregÃa_, y le persiguià de muerte: trat·base de saber si la forma substancial de las pulgas de Sirio era de la misma naturaleza que la de los caracoles. DefendiÃse con mucha sal Micromegas; se declar·ron las mugeres en su favor, puesto que al cabo de doscientos y veinte aÃos que habia durado el pleyto, hizo el muftà condenar el libro por calificadores que ni le habian leido, ni sabian leer, y fue desterrado de la corte el autor por tiempo de ochocientos aÃos.
No le afligià mucho el salir de una corte llena de enredos y chismes. Compuso unas dÃcimas muy graciosas contra el muftÃ, que · este no le import·ron un bledo, y se dedicà · viajar de planeta en planeta, para acabar de perfeccionar su razon y su corazon, como dicen. Los que est·n acostumbrados · caminar en coche de colleras, à en silla de posta, se pasmar·n de los carruages de all· arriba, porque nosotros, en nuestra pelota de cieno, no entendemos de otros estilos que los nuestros. Sabia completamente las leyes de la gravitacion y de las fuerzas atractivas y repulsivas nuestro caminante, y se valia de ellas con tanto acierto, que ora montado en un rayo del sol, ora cabalgando en un cometa, andaban de globo en globo Ãl y sus sirvientes, lo mismo que revolotea un paxarillo de rama en rama. En poco tiempo hubo corrido la vÃa l·ctea; y siento tener que confesar que nunca pudo columbrar, por entre las estrellas de que est· sembrada, aquel hermosÃsimo cielo empÃreo, que con su anteojo de larga vista descubrià el ilustre Derham, teniente cura [Footnote: Sabio InglÃs, autor de la TeologÃa astronÃmica, y otras obras, en que se esfuerza · probar la exÃstencia de Dios por la contemplacion de las maravillas de la naturaleza.]. No digo yo por eso que no le haya visto muy bien el SeÃor Derham; Dios me libre de cometer tamaÃo yerro; mas al cabo Micromegas se hallaba en el paÃs, y era buen observador: yo no quiero contradecir · nadie.
Despues de muchos viages llegà un dia Micromegas al globo de Saturno; y si bien estaba acostumbrado · ver cosas nuevas, todavÃa le parà confuso la pequeÃez de aquel planeta y de sus moradores, y no pudo mÃnos de soltar aquella sonrisa de superioridad que los mas cuerdos no pueden contener · veces. Verdad es que no es Saturno mas grande que novecientas veces la tierra, y los habitadores del pais son enanos de unas dos mil varas, con corta diferencia, de estatura. RiÃse al principio de ellos con sus criados, como hace un mËsico italiano de la mËsica de Lulli, quando viene · Francia; mas era el Sirio hombre de razon, y presto reconocià que podia muy bien un ser que piensa no tener nada de ridÃculo, puesto que no pasara de seis mil piÃs su estatura. AcostumbrÃse · los Saturninos, despues de haberlos pasmado, y se hizo Ãntimo amigo del secretario de la academia de Saturno, hombre de mucho talento, que · la verdad nada habia inventado, pero que daba muy lindamente cuenta de las invenciones de los demas, y que hacia regularmente coplas chicas y c·lculos grandes. Pondrà aquÃ, para satisfaccion de mis lectores, una conversacion muy extraÃa que con el seÃor secretario tuvo un dia Micromegas.
CAPITULO II.
_Conversacion del morador de Sirio con el de Saturno_.
AcostÃse Su Excelencia, acercÃse · su rostro el secretario, y dixo Micromegas: Confesemos que es muy varia la naturaleza. Verdad es, dixo el Saturnino; es la naturaleza como un jardin, cuyas flores…. Ha, dixo el otro, dexaos de jardinerÃas. Pues es, siguià el secretario, como una reunion de rubias y pelinegras, cuyos atavÃos….. øQuà me importan vuestras pelinegras? interrumpià el otro. O bien como una galerÃa de quadros, cuyas im·genes…… No, SeÃor, no, replicà el caminante, la naturaleza es como la naturaleza. øA quà diablos andais buscando esas comparaciones? Por recrearos, respondià el secretario. Si no quiero yo que me recreen, lo que quiero es que me instruyan, repuso el caminante. Decidme lo primero quantos sentidos tienen los hombres de vuestro globo. Nada mas que setenta y dos, dixo el acadÃmico, y todos los dias nos lamentamos de tanta escasez; que nuestra imaginacion se dexa atras nuestras necesidades, y nos parece que con nuestros setenta y dos sentidos, nuestro anulo, y nuestras cinco lunas, no tenemos lo suficiente; y es cierto que no obstante nuestra mucha curiosidad y las pasiones que de nuestros setenta y dos sentidos son hijas, nos sobra tiempo para aburrirnos. Bien lo creo, dixo Micromegas, porque en nuestro globo tenemos cerca de mil sentidos, y todavÃa nos quedan no sà quà vagos deseos, no sà quà inquietud, que sin cesar nos avisa que somos chica cosa, y que hay otros seres mucho mas perfectos. He hecho algunos viages, y he visto otros mortales muy inferiores · nosotros, y otros que nos son muy superiores; mas ningunos he visto que no tengan mas deseos que verdaderas necesidades, y mas necesidades que satisfacciones. Acaso llegarà un dia · un pais donde nada haga falta, pero hasta ahora no he podido saber del tal pais. Ech·ronse entÃnces · formar conjeturas el Saturnino y el Sirio; pero despues de muchos raciocinios no mÃnos ingeniosos que inciertos, fuà forzoso volver · sentar hechos. øQuanto tiempo vivÃs? dixo el Sirio. Ha, muy poco, replicà el hombrecillo de Saturno. Lo mismo sucede en nuestro pais, dixo el Sirio, siempre nos estamos quejando de la cortedad de la vida. Menester es que sea esta universal pension de la naturaleza. °Ay! nuestra vida, dixo el Saturnino, se ciÃe · quinientas revoluciones solares (que vienen · ser quince mil aÃos, à cerca de ellos, contando como nosotros). Ya veis que eso casi es morirse asà que uno nace: es nuestra exÃstencia un punto, nuestra vida un momento, nuestro globo un ·tomo; y apÃnas empieza uno · instruirse algo, quando le arrebata la muerte, ·ntes de adquirir experiencia. Yo por mà no me atrevo · formar proyecto ninguno, y me encuentro como la gota de agua en el inmenso ocÃano; y lo que mas sonroxo me causa en vuestra presencia, es contemplar quan ridÃcula figura hago en este mundo. ReplicÃle Micromegas: Si no fuÃrais filÃsofo, tendria, rezelo de desconsolaros, diciÃndoos que es nuestra vida setecientas veces mas dilatada que la vuestra; pero bien sabeis que quando se ha de restituir el cuerpo · los elementos, y reanimar baxo distinta forma la naturaleza, que es lo que llaman morir; quando es llegado, digo, este momento de metamorfÃsis, poco importa haber vivido una eternidad à un dia solo, que uno y otro es lo mismo. Yo he estado en paises donde viven las gentes mil veces mas que en el mio, y he visto que todavÃa se quejaban; pero en todas partes se encuentran sugetos de razon, que saben resignarse, y dar gracias al autor de la naturaleza, el qual con una especie de maravillosa uniformidad ha esparcido en el universo las variedades con una profusion infinita. Asà por exemplo, todos los seres que piensan son diferentes, y todos se parecen en el don de pensar y desear. En todas partes es la materia extensa, pero en cada globo tiene propiedades distintas. øQuantas de estas propiedades tiene vuestra materia? Si hablais de las propiedades sin las quales creemos que no pudiera subsistir nuestro globo como Ãl es, dixo el Saturnino, no pasan de trescientas, conviene · saber la extension, la impenetrabilidad, la mobililad, la gravitacion, la divisibilidad, etc. Sin duda, replicà el caminante, que basta ese corto nËmero para el plan del criador en vuestra estrecha habitacion, y en todas cosas adoro su sabidurÃa, porque si en todas veo diferencias, tambien contemplo en todas proporciones. Vuestro globo es chico, y tambien lo son sus moradores; teneis pocas sensaciones, y goza vuestra materia de pocas propiedades: todo eso es disposicion de la Providencia. øDe quà color es vuestro sol bien exâminado? Blanquecino muy ceniciento, dixo el Saturnino, y quando dividimos uno de sus rayos, hallamos que tiene siete colores. El nuestro tira · encarnado, dixo el Sirio, y tenemos treinta y nueve colores primitivos. En todos quantos he exâminado, no he hallado un sol que se parezca · otro, como no se và en vuestro planeta una cara que no se diferencie de todas las dem·s.
Despues de otras muchas q¸estiones an·logas, se informà de quantas substancias distintas se conocian en Saturno, y le fuà respondido que habia hasta unas treinta: Dios, el espacio, la materia, los seres extensos que sienten, los seres extensos que sienten y piensan, los seres que piensan y no son extensos, los que se penetran, y los que no se penetran, etc. El Sirio, en cuyo planeta hay trescientas, y que habia en sus viages descubierto hasta tres mil, dexà extraordina- riamente asombrado al filÃsofo de Saturno. Finalmente, habiÃndose comunicado uno · otro casi todo quanto sabian y muchas cosas que no sabian, y habiendo discurrido por espacio de toda una revolucion solar, se determin·ron · hacer juntos un corto viage filosÃfico.
CAPITULO III.
_Viage de los dos habitantes de Sirio y Saturno_
Ya estaban para embarcarse nuestros dos caminantes en la atmÃsfera de Saturno con muy decente provision de instrumentos de matem·ticas, quando la dama del Saturnino, que lo supo, le vino · dar amargas quejas. Era esta una morenita muy agraciada, que no tenia mas que mil y quinientas varas de estatura, pero que con sus gracias reparaba lo chico de su cuerpo. °Ha cruel! exclamÃ, despues que te he resistido mil y quinientos aÃos, quando apÃnas me habia rendido, no habiendo pasado arriba de cien aÃos en tus brazos, °me abandonas por irte · viajar con un gigante del otro mundo! Anda, que no eres mas que un curioso, y nunca has estado enamorado; que si fueras Saturnino legÃtimo, mas constante serias. øAdonde vas? øquà quieres? mÃnos errantes son que tË nuestras cinco lunas, y mÃnos mudable nuestro anulo. Esto se acabÃ; nunca mas he de querer. AbrazÃla el filÃsofo, llorà con ella, puesto que filÃsofo; y la dama, despues de haberse desmayado, se fuà · consolar con un petimetre.
PartiÃronse nuestros dos curiosos, y salt·ron primero al anulo que encontr·ron muy aplastado, como lo ha adivinado un ilustre habitante de nuestro glÃbulo; y desde allà anduviÃron de luna en luna. Pasà un cometa por junto · la Ëltima, y se tir·ron · Ãl con sus sirvientes y sus instrumentos. ApÃnas hubiÃron andado ciento y cincuenta millones de leguas, se top·ron con los satÃlites de JËpiter. Ape·ronse en este planeta, donde se detuviÃron un aÃo, y aprendiÃron secretos muy curiosos, que se habrian dado · la imprenta, si no hubiese sido por los seÃores inquisidores que han encontrado proposiciones algo duras de tragar; pero yo logrà leer el manuscrito en la biblioteca del IlustrÃsimo SeÃor Arzobispo de … que me permitià registrar sus libros, con toda la generosidad y bondad que · tan ilustre prelado caracterizan.
Volvamos empero · nuestros caminantes. Al salir de JËpiter, atraves·ron un espacio de cerca de cien millones de leguas, y coste·ron el planeta Marte, el qual, como todos saben, es cinco veces mas pequeÃo que nuestro glÃbulo; y viÃron dos lunas que sirven · este planeta, y no han podido descubrir nuestros astrÃnomos. Bien sà que el abate Ximenez escribir· con mucho donayre contra la existencia de dichas lunas, mas yo apelo · los que discurren por analogÃa; todos excelentes filÃsofos que saben muy bien que no le seria posible · Marte vivir sin dos lunas · lo mÃnos, estando tan distante del sol. Sea como fuere, · nuestros caminantes les parecià cosa tan chica, que se temiÃron no hallar posada cÃmoda, y pas·ron adelante como hacen dos caminantes quando topan con una mala venta en despoblado, y siguen hasta el pueblo inmediato. Pero luego se arrepintiÃron el Sirio y su compaÃero, que anduviÃron un largo espacio sin hallar albergue. Al cabo columbr·ron una lucecilla, que era la tierra, y que parecià muy mezquina cosa · gentes que venian de JËpiter. No obstante, rezelando arrepentirse otra vez, se determin·ron · desembarcar en ella. Pas·ron · la cola del cometa, y hallando una aurora boreal · mano, se metiÃron dentro, y aport·ron en tierra · la orilla septentrional del mar B·ltico, · cinco de Julio de mil setecientos treinta y siete.
CAPITULO IV.
_Que da cuenta de lo que les sucedià en el globo de la tierra_.
Habiendo descansado un poco, se almorz·ron dos montaÃas que les guis·ron sus criados con mucho aseo. QuisiÃron luego reconocer el mezquino pais donde se hallaban, y se dirigiÃron de Norte · Sur. Cada paso ordinario del Sirio y su familia era de unos treinta mil piÃs de rey: seguÃale de lÃjos el enano de Saturno, que perdia el aliento, porque tenia que dar doce pasos miÃntras alargaba el otro la pierna, casi como un perrillo faldero que sigue, si se me permite la comparacion, · un capit·n de guardias del rey de Prusia.
Como andaban de priesa estos extrangeros, diÃron la vuelta al globo en treinta y seis horas: verdad es que el sol, à por mejor decir la tierra, hace el mismo viage en un dia; pero hemos de reparar que es cosa mas f·cil girar sobre su exe que anclar · piÃ. VolviÃron al cabo al sitio donde etaban primero, habiendo visto la balsa, casi imperceptible para ellos, que llaman el Mediterr·neo, y el otro estanque chico que con nombre de grande OcÃano rodea nuestra madriguera; al enano le daba el agua · media pierna, y apÃnas si se habia mojado el otro los talones. FuÃron y viniÃron arriba y abaxo, haciendo quanto podian por averiguar si estaba à no habitado este globo: bax·ronse, acost·ronse, tent·ron por todas partes; pero eran tan desproporcionados sus ojos y manos con los mezquinos seres que andan arrastrando ac· baxo, que no tuviÃron la mas leve sensacion por donde pudiesen caer en sospecha de que exÃstimos nosotros y nuestros hermanos los demas moradores de este globo.
El enano, que · veces fallaba con alguna precipitacion, decidià luego que no habia vivientes en la tierra, y su razon primera fuà que no habia visto ninguno. Micromegas le dià · entender con mucha urbanidad, que no era fundada la conseq¸encia; porque, le dixo, con vuestros ojos tan chicos no veis ciertas estrellas de quinquagÃsima magnitud, que distingo yo con mucha claridad. øColegis por eso que no haya tales estrellas? Si lo he tentado todo, dixo el enano. øY si no habeis sentido lo que hay? dixo el otro. Si est· tan mal compaginado este globo, replicà el enano; si es tan irregular, y de una configuracion que parece tan ridicula, que todo Ãl se me figura un caos. øNo veis esos arroyuelos, que ninguno corre derecho; esos estanques que ni son redondos, ni quadrados, ni ovalados, ni de figura regular ninguna; todos esos granillos puntiagudos de que est· erizado, y se me han entrado en los piÃs? (y queria hablar de las montaÃas). øNo notais la forma de todo el globo, aplastado por los polos, y girando en torno del sol con tan desconcertada direccion, que por necesidad los climas de ·mbos polos han de estar incultos? Lo que me fuerza · creer de veras que no hay vivientes en Ãl, es que ninguno que tuviese razon querria habitarle. øQuà importa? dixo Micromegas, acaso no tienen sentido comun los habitantes, pero al cabo no es de presumir que se haya hecho esto sin algun fin. Decis que aquà todo os parece irregular, porque est· todo tirado · cordel en JËpiter y Saturno. Pues por esa misma razon acaso hay aquà algo de confusion. øNo os he dicho ya que siempre habia notado variedad en mis viages? Replicà el Saturnino · estas razones, y no se hubiera concluido la disputa, si en el calor de ella no hubiese roto Micromegas el hilo de su collar de diamantes, y caÃdose estos; que eran unos brillantes muy lindos, aunque pequeÃitos y desiguales, que los mas gruesos pesaban quatrocientas libras, y cincuenta los mas menudos. Cogià el enano algunos, y arrim·ndoselos · los ojos vià que del modo que estaban abrillantados, eran microscopios excelentes: cogià pues un microscopio chico de ciento y sesenta piÃs de di·metro, y se le aplicà · un ojo, miÃntras que se servia Micromegas de otro de dos mil y quinientos piÃs. Al principio no viÃron nada con ellos, puesto que eran aventajados; fuà preciso ponerse en la posicion que se requeria. Al cabo vià el morador de Saturno una cosa imperceptible que se meneaba entre dos aguas en el mar B·ltico, y era una ballena: pËsola bonitamente encima del dedo, y coloc·ndola en la uÃa del pulgar, se la enseÃà al Sirio, que por la segunda vez se echà · reir de la enorme pequeÃez de los moradores de nuestro globo. Convencido el Saturnino de que estaba habitado nuestro mundo, se imaginà luego que solo por ballenas lo estaba; y como era gran discurridor, quiso adivinar de donde venia el movimiento · un ·tomo tan ruin, y si tenia ideas, voluntad y libre albedrÃo. Micromegas no sabia que pensar; mas habiendo exâminado con mucha paciencia el animal, sacà de su exâmen que no podia residir un alma en cuerpo tan chico. Inclin·banse pues nuestros dos caminantes · creer que no hay razon en nuestra habitacion, quando, con el auxÃlio del microscopio, distinguiÃron otro bulto mas grueso que una ballena, que en el mar B·ltico andaba fluctuando. Ya sabemos que h·cia aquella Ãpoca volvia del cÃrculo polar una bandada de filÃsofos, que habian ido · hacer observaciones en que nadie hasta entÃnces habia pensado. TraxÃron los papeles pËblicos que habia zozobrado su embarcacion en las costas de Botnia, y que les habia costado mucho trabajo el salir · salvamento; pero nunca se sabe en este mundo lo que hay por debaxo de cuerda. Yo voy · contar con ingenuidad el suceso, sin quitar ni aÃadir nada: esfuerzo que de parte de un historiador es sobremanera meritorio.
CAPITULO V.
_Experiencias y raciocinios de ·mbos caminantes_.
Tendià Micromegas con mucho tiento la mano al sitio donde se vÃa el objeto, y alargando y encogiendo los dedos de miedo de equivocarse, y abriÃndolos luego y cerr·ndolos, agarrà con mucha maÃa el navÃo donde iban estos seÃores, y se le puso sobre la uÃa, sin apretarle mucho, por no estruxarle. Hete aquà un animal muy distinto del otro, dixo el enano de Saturno; y el Sirio puso el pretenso animal en la palma de la mano. Los pasageros y marineros de la tripulaciÃon, que se creÃan arrebatados por un hurac·n, y que pensaban haber barado en un baxÃo, estan todos en movimiento; cogen los marineros toneles de vino, los tiran · la mano de Micromegas, y ellos se tiran despues; agarran los geÃmetras de sus quartos de cÃrculo, sus sectores, y sus muchachas laponas, y se apean en los dedos del Sirio: por fin tanto se afan·ron, que sintià que se meneaba una cosa que le escarabajeaba en los dedos, y era un garrote con un hierro · la punta que le clavaban hasta un pià en el dedo Ãndice: esta picazon le hizo creer que habia salido algo del cuerpo del animalejo que en la mano tenia; mas no pudo sospechar al principio otra cosa, pues su microscopio, que apÃnas bastaba para distinguir un navÃo de una ballena, no podia hacer visible un entecillo tan imperceptible como un hombre. No quiero zaherir aquà la vanidad de ninguno; pero ruego · la gente vanagloriosa que paren la consideracion en este lugar, y contemplen que suponiendo la estatura ordinaria de un hombre de cinco piÃs de rey, no hacemos mas bulto en la tierra que el que en una bola de diez piÃs de circunferencia hiciera un animal que tuviese un seiscientos mil avos de pulgada de alto. FigurÃmonos una substancia que pudiera llevar el globo terraq˸eo en la mano, y que tuviese Ãrganos an·logos · los nuestros, y es cosa muy factible que haya muchas de estas substancias; y colijamos que es lo que de las funciones de guerra, en que hemos ganado dos à tres lugarejos que luego ha sido fuerza restituir, pensarian.
No me queda duda de que si algun capit·n de granaderos leyere esta obra, haga · su tropa que se ponga gorras dos piÃs mas altas; pero le advierto que, por mas que haga, siempre ser·n Ãl y sus soldados unos infinitamente pequeÃos.
°Quà maravillosa maÃa hubo de necesitar nuestro filÃsofo de Sirio para atinar · columbrar los ·tomos de que acabo de hablar! Quando Leuwenhoek y Hartsoeker viÃron, à creyÃron que vian, por la vez primera, la simiente de que somos formados, no fuÃ, ni con mucho, tan asombroso su descubrimiento. °Quà gusto el de Micromegas quando vià estas maquinillas menearse, quando examinà sus movimientos todos, y siguià todas sus operaciones! °CÃmo clamaba! °con quà jËbilo alargà · su compaÃero de viage uno de sus microscopios! ViÃndolos estoy, decian ·mbos juntos; contemplad como se cargan, como se baxan y se alzan. Asà decian, y les temblaban las manos de gozo de ver objetos tan nuevos, y de temor de perderlos de vista. Pasando el Saturnino de un extremo de confianza al opuesto de credulidad, se figurà que los estaba viendo ocupados en la propagacion. Ha, dixo el Saturnino, cogida tengo la naturaleza “con las manos en la masa.” Enga÷banle empero las apariencias, y asà sucede muy freq¸entemente, quando uno usa y quando no usa microscopios.
CAPITULO VI.
_De lo que les acontecià con unos hombres_.
Muy mejor observador Micromegas que su enano, vià claramente que se hablaban los ·tomos, y se lo hizo notar · su compaÃero, el qual con la verg¸enza de haberse engaÃado acerca del artÃculo de la generacion, no quiso creer que semejante especie de bichos se pudieran comunicar ideas. Tenia el don de lenguas no mÃnos que el Sirio; y no oyendo hablar · nuestros ·tomos, suponia que no hablaban: y luego øcÃmo habian de tener los Ãrganos de la voz unos entes tan imperceptibles, ni quà se habian de decir? Para hablar es indispensable pensar; y si pensaban, tenian algo que equivalia al alma: y atribuir una cosa equivalente al alma · especie tan ruin, se le hacia mucho disparate. DÃxole el Sirio: øPues no creÃais, poco hace, que se estaban enamorando? øpensais que enamora nadie sin pensar, y sin hablar palabra, à · lo mÃnos sin darse · entender? øà suponeis que es cosa mas f·cil hacer un chiquillo que un silogismo? A mà uno y otro me parecen impenetrables misterios. No me atrevo ya, dixo el enano, · creer ni · negar cosa ninguna; procuremos examinar estos insectos, y discurrirÃmos luego. °Que me place! respondià Micromegas; y sacando unas tixeras, se cortà las uÃas, y con lo que cortà de la uÃa de su dedo pulgar hizo al punto una especie de bocina grande, como un embudo inmenso, y puso el caÃon al oido: la circunferencia del embudo cogia el navÃo y toda su tripulacion, y la mas dÃbil voz se introducia en las fibras circulares de la uÃa, de suerte que, merced de su industria, el filÃsofo de all· arriba oyà perfectamente el zumbido de nuestros insectos de ac· abaxo, y en pocas horas logrà distinguir las palabras, y entender al cabo el francÃs. Lo mismo hizo el enano, aunque no con tanta facilidad. Crecia por puntos el asombro de los dos viageros, al oir unos aradores hablar con bastante razon, y les parecia inexplicable este juego de la naturaleza. Bien se discurre que se morian el enano y el Sirio de deseos de entablar conversacion con los ·tomos; mas se temia el enano que su tenante voz, y mas aun la de Micromegas, atronara · los aradores sin que la oyesen. Trat·ron, pues de disminuir su fuerza, y para ello se pusiÃron en la boca unos mondadientes muy menudos, cuya punta muy afilada iba · parar junto al navÃo. Puso el Sirio al enano sobre sus rodillas, y encima de una uÃa el navÃo con la tripulacion; baxà la cabeza y hablà muy quedo, y despues de todas estas precauciones y otras muchas mas, dixo lo siguiente: Invisibles insectos que la diestra del Criador se plugo en producir en el abismo de los infinitamente pequeÃos, yo le bendigo porque se dignà manifestarme impenetrables secretos. Acaso nadie se dignar· de miraros en mi corte, pero yo · nadie desprecio, y os brindo con mi proteccion.
Si ha habido asombros en el mundo, ninguno ha llegado al de los que estas razones oyÃron decir, sin poder atinar de donde salian. Rezà el capellan las preces de conjuros, vot·ron y reneg·ron los marineros, y fragu·ron un sistema los filÃsofos del navÃo; pero, por mas sistemas que imagin·ron, no les fuà posible atinar quien era el que les hablaba. EntÃnces les contà en breves palabras el enano de Saturno, que tenia mÃnos recia la voz que Micromegas, con que gente estaban hablando, y su viage de Saturno: les informà de quien era el seÃor Micromegas, y habiÃndose compadecido de que fueran tan chicos, les preguntà si habian vivido siempre en un estado tan rayano de la nada, y quà era lo que hacian en un globo que al parecer era peculio de ballenas; si eran dichosos, si tenian alma, si multiplicaban, y otras mil preguntas de este jaez.
Enojado de que dudasen si tenia alma, un raciocinador de la banda, mas osado que los demas, observà al interlocutor con unas pÃnulas adaptadas · un quarto de cÃrculo, midià dos tri·ngulos, y al tercero le dixo asÃ: øCon que creeis, seÃor caballero, que porque teneis dos mil varas de piÃs · cabeza, sois algun?… °Dos mil varas! exclamà el enano, pues no se equivoca ni en una pulgada. °Con que me ha medido este ·tomo! °con que es geÃmetra, y sabe mi tamaÃo; y yo que no le puedo ver sin auxÃlio de un microscopio, no sà aun el suyo! Si, que os he medido, dixo el fÃsico, y tambien medirà al gigante compaÃero vuestro. AdmitiÃse la propuesta, y se acostà Su Excelencia por el suelo, porque estando en pià su cabeza era muy mas alta que las nubes; y nuestros filÃsofos le plant·ron un ·rbol muy grande en cierto sitio que Torres à Quevedo hubiera nombrado por su nombre, pero que yo no me atrevo · mentar, por el mucho respeto que tengo · las damas; y luego por una serie de tri·ngulos, conexÃs unos con otros, coligiÃron que la persona que median era un mancebito de ciento y veinte mil piÃs de rey.
Prorumpià entÃnces Micromegas en estas razones: Ya veo que nunca se han de juzgar las cosas por su aparente magnitud. O Dios, que diste la inteligencia · unas substancias que tan despreciables parecen, lo infinitamente pequeÃo no cuesta mas · tu omnipotencia que lo infinitamente grande; y si es dable que haya otros seres mas chicos que estos, acaso tendr·n una inteligencia superior · la de aquellos inmensos animales que he visto en el cielo, y que con un pià cubririan el globo entero donde ahora me encuentro.
RespondiÃle uno de los filÃsofos que bien podia creer, sin que le quedase duda, que habia seres inteligentes mucho mas chicos que el hombre, y le contÃ, no las f·bulas que nos ha dexado Virgilio sobre las abejas, sino lo que Swammerdam ha descubierto, y lo que ha disecado Reaumur. InstruyÃle luego de que hay animales que son, con respecto · las abejas, lo que son las abejas con respecto al hombre, y lo que era el Sirio propio con respecto · aquellos animales tan corpulentos de que hablaba, y lo que son estos grandes animales con respecto · otras substancias ante las quales parecen imperceptibles ·tomos. Poco · poco fuà haciÃndose interesante la conversacion, y dixo asà Micromegas.
CAPITULO VII.
_Conversacion con los hombres_.
O ·tomos inteligentes, en quien se plugo el eterno Ser en manifestar su arte y su potencia, sin duda que en vuestro globo disfrutais contentos purÃsimos; pues teniendo tan poca materia y pareciendo todos espÃritu, debeis emplear vuestra vida en amar y pensar, que es la verdadera vida de los espÃritus. En parte ninguna he visto la verdadera felicidad, mas estoy cierto de que esta es su mansion. EncogiÃronse de hombros al oir este razonamiento los filÃsofos todos; y mas ingenuo uno de ellos confesà sinceramente que, exceptuando un cortÃsimo nËmero de moradores poquisimo apreciados, todo lo demas es una c·fila de locos, de perversos y desdichados. Mas materia tenemos, dixo, de la que es menester para obrar mal, si procede el mal de la materia, y mas inteligencia, si proviene de la inteligencia. øSabeis por exemplo que · la hora esta cien mil locos de nuestra especie, que llevan sombreros, estan matando · otros cien mil animales cubiertos de un turbante, à muriendo · sus manos, y que asà es estilo en toda la tierra, de tiempo inmemorial ac·? HorrorizÃse el Sirio, y preguntà el motivo de tan horribles contiendas entre animalejos tan ruines. Tr·tase, dixo el filÃsofo, de unos pedacillos de tierra tamaÃos como vuestro piÃ, y no porque ni uno de los millones de hombres que pierden la vida solicite un terron siquiera de dicho pedazo; que se trata de saber si ha de pertenecer · cierto hombre que llaman Sultan, à · otro que apellidan CÃsar, no sà por quÃ. Ninguno de los dos ha visto ni ver· nunca el rinconcillo de tierra que est· en litigio; ni mÃnos casi ninguno de los animales que recÃprocamente se asesinan ha visto tampoco al animal por quien asesina.
°Desventurados! exclamà indignado el Sirio: øcÃmo es posible imaginar tan furioso frenesÃ? Arranques me vienen de dar tres pasos, y con tres patadas estruxar todo ese hormiguero de ridÃculos asesinos. No os tomÃis ese trabajo, le respondiÃron, que sobrado se afanan ellos en labrar su ruina. Sabed que dentro de diez aÃos no quedar· en vida el diezmo de estos miserables; y que, aun sin sacar la espada, casi todos se los lleva la hambre, la fatiga, à la destemplanza, aparte de que no son ellos los que merecen castigo, sino los ociosos despiadados, que metidos en su gabinete mandan, miÃntras digieren la comida, degollar un millon de hombres, y dan luego solemnes acciones de gracias · Dios. SentÃase el caminante movido · piedad del mezquino linage humano, en el qual tantas contradicciones descubria. Siendo vosotros, dixo · estos seÃores, del corto nËmero de sabios que sin duda · nadie matan por dinero, os ruego que me digais quales son vuestras ocupaciones. Disecamos moscas, respondià el filÃsofo, medimos lÃneas, combinamos nËmeros, estamos conformes acerca de dos à tres puntos que entendemos, y divididos sobre dos à tres mil que no entendemos. OcurriÃles al Sirio y al Saturnino hacer preguntas · los ·tomos pensadores, para saber sobre quà estaban acordes. øQuà distancia hay, dixo este, desde la estrella de la CanÃcula hasta la grande de GÃminis? RespondiÃronle todos juntos: Treinta y dos grados y medio.–øQuanto dista de aquà la luna?–Sesenta semi-di·metros de la tierra.–øQuanto pesa vuestro ayre? CreÃa haberlos cogido; pero todos le dixÃron que pesaba novecientas veces mÃnos que el mismo volumen del agua mas ligera, y diez y nueve mil veces mÃnos que el oro. AtÃnito el enanillo de Saturno con sus respuestas, estaba tentado · creer que eran m·gicos aquellos mismos · quienes un quarto de hora ·ntes les habia negado la inteligencia.
DÃxoles finalmente Micromegas: Una vez que tan puntualmente sabeis lo que hay fuera de vosotros, sin duda que mejor todavÃa sabrÃis lo que hay dentro: decidme pues quà cosa es vuestra alma, y cÃmo se forman vuestras ideas. Los filÃsofos habl·ron todos · la par, como ·ntes, pero todos fuÃron de distinto parecer. Cità el mas anciano · AristÃteles, otro pronuncià el nombre de Descartes, este el de Malebranche, aquel el de Leibnitz, y el de Locke otro. El anciano peripatÃtico dixo con toda confianza: El alma es una _entelechÃa_, una razon en virtud de la qual tiene la potencia de ser lo que es; asà lo dice expresamente AristÃteles, p·g. 633 de la edicion del Louvre: _Entelexeia esti_, etc. No entiendo el griego, dixo el gigante. Ni yo tampoco, respondià el arador filosÃfico. øPues · quà citais, replicà el Sirio, · ese AristÃteles en griego? Porque lo que uno no entiende, repuso el sabio, lo ha de citar en lengua que no sabe.
Tomà el hilo el cartesiano, y dixo: Es el alma un espÃritu puro que en el vientre de su madre ha recibido todas las ideas metafÃsicas, y que asà que sale de Ãl se và precisada · ir · la escuela, y aprender de nuevo lo que tan bien sabia y que nunca volver· · saber. Pues est·s medrado, respondià el animal de ocho leguas, con que supiera tanto tu alma quando estabas en el vientre de tu madre, si habia de ser tan ignorante quando fueras tË hombre con barba. øY quà entiendes por espÃritu? øQuà es lo que me preguntais? dixo el discurridor, no tengo idea ninguna de Ãl: dicen que lo que no es materia.–øY sabes lo que es materia? Eso sÃ, respondià el hombre. Esa piedra por exemplo es parda, y de tal figura, tiene tres dimensiones, y es grave y divisible. Asà es, dixo el Sirio; øpero esa cosa que te parece divisible, grave y parda, me dir·s quà es? Algunos atributos vÃs, pero øel sosten de estos atributos le conoces? No, dixo el otro. Luego no sabes quà cosa sea la materia.
DirigiÃndose entÃnces el seÃor Micromegas · otro sabio que encima de su dedo pulgar tenia, le preguntà quà era su alma, y quà hacia. Cosa ninguna, respondià el filÃsofo malebranchista; Dios es quien lo hace todo por mÃ; en Ãl lo veo todo, en Ãl lo hago todo, y Ãl es quien todo lo hace sin cooperacion mia. Tanto monta no exÃstir, replicà el filÃsofo de Sirio. øY tË, amigo, le dixo · un leibniziano que allà estaba, quà dices? øquà es tu alma? Un puntero de relox, dixo el leibniziano, que seÃala las horas miÃntras las toca mi cuerpo; à bien, si os parece, el alma las toca miÃntras el cuerpo las seÃala; à mi alma es el espejo del universo, y mi cuerpo el marco del espejo: todo esto es claro.
Est·balos oyendo un sectario de Locke, y quando le tocà hablar, dixo: Yo no sà como pienso, lo que sà es que nunca he pensado como no sea por medio de mis sentidos. Que haya substancias inmateriales à inteligentes, no pongo duda; pero que no pueda Dios comunicar la inteligencia · la materia, eso lo dudo mucho. Respeto el eterno poder, y sà que no me compete limitarle; no afirmo nada, y me ciÃo · creer que hay muchas mas cosas posibles de lo que se piensa.
SonriÃse el animal de Sirio, y le parecià que no era este el mÃnos cuerdo; y si no hubiera sido por la mucha desproporcion, hubiera dado un abrazo el enano de Saturno al sectario de Locke. Por desgracia se encontraba en la banda, un animalucho con un bonete en la cabeza, que cortando el hilo · todos los filÃsofos dixo que Ãl sabia el secreto, que se hallaba en la Suma de Santo Tomas; y mirando de pies · cabeza · los dos moradores celestes, les sustentà que sus personas, sus mundos, sus soles y sus estrellas, todo habia sido criado para el hombre. Al oir tal sandez, nuestros dos caminantes hubiÃron de caerse uno sobre otro, pereciÃndose de aquella inextinguible risa que, segun Hornero, cupo en suerte · los Dioses; iba y venia su barriga y sus espaldas, y en estas idas y venidas se cayà el navio de la uÃa del Sirio en el bolsillo de los calzones del Saturnino. Busc·ronle ·mbos mucho tiempo; al cabo top·ron la tripulacion, y la metiÃron en el navio lo mejor que pudiÃron. Cogià el Sirio · los aradorcillos, y les hablà con mucha afabilidad, puesto que estaba algo mohino de ver que unos infinitamente pequeÃos tuvieran una vanidad casi infinitamente grande. PrometiÃles que compondria un libro de filosofÃa escrito de letra muy menuda para su uso, y que en Ãl verian el porque de todas las cosas; y con efecto ·ntes de irse les dià el prometido libro, que llev·ron · la academia de ciencias de Paris. Mas quando le abrià el secretario, se hallà con que estaba todo en blanco, y dixo: _ha, ya me lo presumia yo_.
_Fin de la historia de Micromegas_.
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HISTORIA
DE UN BUEN BRAMA.
En mis viages encontrà un brama anciano, sugeto muy cuerdo, instruido y discreto, y con esto rico, cosa que le hacia mas cuerdo; porque, como no le faltaba nada, no necesitaba engaÃar · nadie. Gobernaban su familia tres mugeres muy hermosas, cuyo esposo era; y quando no se recreaba con sus mugeres, se ocupaba en filosofar. Vivia junto · su casa que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una India vieja, beata, tonta, y muy pobre.
DÃxome un dia el brama: Quisiera no haber nacido. PreguntÃle porque, y me respondiÃ: Quarenta aÃos ha que estoy estudiando, y todos quarenta los he perdido; enseÃo · los demas, y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontento, que no puedo aguantar la vida: he nacido, vivo en el tiempo, y no sà quà cosa es el tiempo; me hallo en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente del pensamiento; ignoro si es mi entendimiento una mera facultad, como la de andar y digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente ignoro el principio de mis pensamientos, mas tambiÃn se me esconde igualmente el de mis movimientos: no sà porque exÃsto, y no obstante todos los dias me hacen preguntas sobre todos estos puntos; y como tengo que responder por precision y no sà quà decir, hablo mucho, y despues de haber hablado me quedo avergonzado y confuso de mà propio. Peor es todavÃa quando me preguntan si Brama fuà producido por VisnË, à si ·mbos son eternos. A Dios pongo por testigo de que no lo sÃ, y bien se echa de ver en mis respuestas. Reverendo padre, me dicen, explicadme como el mal inunda la tierra entera. Tan adelantado estoy yo como los que me hacen esta pregunta: unas veces les digo que todo est· perfectÃsimo; pero los que han perdido sus caudales y sus miembros en la guerra no lo quieren creer, ni yo tampoco, y me vuelvo · mi casa abrumado de mi curiosidad y mi ignorancia. Leo nuestros libros antiguos, y me ofuscan mas las tinieblas. Hablo con mis compaÃeros: unos me aconsejan que disfrute de la vida, y me rÃa de la gente; otros creen que saben algo, y se descarrian en sus desatinos; y todo aumenta la angustia que padezco. Muchas veces estoy · pique de desesperarme, contemplando que al cabo de todas mis investigaciones no sà ni de donde vengo, ni quà soy, ni adonde irÃ, ni quà he de ser.
CausÃme l·stima de veras el estado de este buen hombre, que no habia otro de mas razon, ni mas ingenuo; y me convencà de que eso mas era desdichado que mas entendimiento tenia, y era mas sensible.
Aquel mismo dia visità · la vieja vecina suya, y le preguntà si se habia apesadumbrado alguna vez por no saber quà era su alma; y ni siquiera entendià mi pregunta. Ni un instante en toda su vida habia reflexÃonado en uno de los puntos que tanto atormentaban al brama; creÃa con toda su alma en las transformaciones de VisnË, y se tenia por la mas dichosa muger, con tal que de quando en quando tuviese agua del Ganges para baÃarse.
AtÃnito de la felicidad de esta pobre muger, me volvà · ver con mi filÃsofo, y le dixe: øNo teneis verg¸enza de vuestra desdicha, quando · la puerta de vuestra casa hay una vieja autÃmata que en nada piensa, y vive contentÃsima? Razon teneis, me respondiÃ; y cien veces he dicho para mÃ, que seria muy feliz si fuera tan tonto como mi vecina, mas no quiero gozar semejante felicidad.
Mas golpe me dià esta respuesta del brama, que todo quanto primero me habia dicho; y exâmin·ndome · mà propio, và que efectivamente no quisiera yo ser feliz · trueque de ser un majadero. Propuse el caso · varios filÃsofos, y todos fuÃron de mi parecer. No obstante, decia yo entre mÃ, rara contradiccion es pensar asÃ, porque al cabo lo que importa es ser feliz, y nada monta tener entendimiento, à ser necio. Mas digo: los que viven satisfechos con su suerte bien ciertos estan de que viven satisfechos; y los que discurren no lo estan de que discurren bien. Luego cosa es clara, aÃadia yo, que debiera uno escoger no tener migaja de razon, si en algo contribuye la razon · nuestra infelicidad. Todo el mundo fuà de mi mismo dict·men, mas ninguno hubo que quisiese entrar en el ajuste de volverse tonto por vivir contento. De aquà saco que si hacemos mucho aprecio de la felicidad, mas aprecio hacemos todavÃa de la razon. Mas, reflexÃon·ndolo bien, parece que preferir la razon · la felicidad, es garrafal desatino. øPues cÃmo hemos de explicar esta contradiccion? Lo mismo que todas las demas, y seria el cuento de nunca acabar.
_Fin de la historia de un buen Brama_.