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anduvo por toda la sala levantando los doseles; y luego, esto hecho, se
volvió a sentar y dijo:

-Ahora, señora mía, que he visto que no nos escucha nadie de solapa, fuera
de los circunstantes, sin temor ni sobresalto responderé a lo que se me ha
preguntado, y a todo aquello que se me preguntare; y lo primero que digo es
que yo tengo a mi señor don Quijote por loco rematado, puesto que algunas
veces dice cosas que, a mi parecer, y aun de todos aquellos que le
escuchan, son tan discretas y por tan buen carril encaminadas, que el mesmo
Satanás no las podría decir mejores; pero, con todo esto, verdaderamente y
sin escrúpulo, a mí se me ha asentado que es un mentecato. Pues, como yo
tengo esto en el magín, me atrevo a hacerle creer lo que no lleva pies ni
cabeza, como fue aquello de la respuesta de la carta, y lo de habrá seis o
ocho días, que aún no está en historia; conviene a saber: lo del encanto de
mi señora doña Dulcinea, que le he dado a entender que está encantada, no
siendo más verdad que por los cerros de Úbeda.

Rogóle la duquesa que le contase aquel encantamento o burla, y Sancho se lo
contó todo del mesmo modo que había pasado, de que no poco gusto recibieron
los oyentes; y, prosiguiendo en su plática, dijo la duquesa:

-De lo que el buen Sancho me ha contado me anda brincando un escrúpulo en
el alma y un cierto susurro llega a mis oídos, que me dice: ”Pues don
Quijote de la Mancha es loco, menguado y mentecato, y Sancho Panza su
escudero lo conoce, y, con todo eso, le sirve y le sigue y va atenido a las
vanas promesas suyas, sin duda alguna debe de ser él más loco y tonto que
su amo; y, siendo esto así, como lo es, mal contado te será, señora
duquesa, si al tal Sancho Panza le das ínsula que gobierne, porque el que
no sabe gobernarse a sí, ¿cómo sabrá gobernar a otros?”

-Par Dios, señora -dijo Sancho-, que ese escrúpulo viene con parto derecho;
pero dígale vuesa merced que hable claro, o como quisiere, que yo conozco
que dice verdad: que si yo fuera discreto, días ha que había de haber
dejado a mi amo. Pero ésta fue mi suerte, y ésta mi malandanza; no puedo
más, seguirle tengo: somos de un mismo lugar, he comido su pan, quiérole
bien, es agradecido, diome sus pollinos, y, sobre todo, yo soy fiel; y así,
es imposible que nos pueda apartar otro suceso que el de la pala y azadón.
Y si vuestra altanería no quisiere que se me dé el prometido gobierno, de
menos me hizo Dios, y podría ser que el no dármele redundase en pro de mi
conciencia; que, maguera tonto, se me entiende aquel refrán de ”por su mal
le nacieron alas a la hormiga”; y aun podría ser que se fuese más aína
Sancho escudero al cielo, que no Sancho gobernador. Tan buen pan hacen aquí
como en Francia; y de noche todos los gatos son pardos, y asaz de
desdichada es la persona que a las dos de la tarde no se ha desayunado; y
no hay estómago que sea un palmo mayor que otro, el cual se puede llenar,
como suele decirse, de paja y de heno; y las avecitas del campo tienen a
Dios por su proveedor y despensero; y más calientan cuatro varas de paño de
Cuenca que otras cuatro de límiste de Segovia; y al dejar este mundo y
meternos la tierra adentro, por tan estrecha senda va el príncipe como el
jornalero, y no ocupa más pies de tierra el cuerpo del Papa que el del
sacristán, aunque sea más alto el uno que el otro; que al entrar en el hoyo
todos nos ajustamos y encogemos, o nos hacen ajustar y encoger, mal que nos
pese y a buenas noches. Y torno a decir que si vuestra señoría no me
quisiere dar la ínsula por tonto, yo sabré no dárseme nada por discreto; y
yo he oído decir que detrás de la cruz está el diablo, y que no es oro todo
lo que reluce, y que de entre los bueyes, arados y coyundas sacaron al
labrador Wamba para ser rey de España, y de entre los brocados, pasatiempos
y riquezas sacaron a Rodrigo para ser comido de culebras, si es que las
trovas de los romances antiguos no mienten.

-Y ¡cómo que no mienten! -dijo a esta sazón doña Rodríguez la dueña, que
era una de las escuchantes-: que un romance hay que dice que metieron al
rey Rodrigo, vivo vivo, en una tumba llena de sapos, culebras y lagartos, y
que de allí a dos días dijo el rey desde dentro de la tumba, con voz
doliente y baja:

Ya me comen, ya me comen

por do más pecado había;

y, según esto, mucha razón tiene este señor en decir que quiere más ser más
labrador que rey, si le han de comer sabandijas.

No pudo la duquesa tener la risa, oyendo la simplicidad de su dueña, ni
dejó de admirarse en oír las razones y refranes de Sancho, a quien dijo:

-Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero procura
cumplirlo, aunque le cueste la vida. El duque, mi señor y marido, aunque no
es de los andantes, no por eso deja de ser caballero, y así, cumplirá la
palabra de la prometida ínsula, a pesar de la invidia y de la malicia del
mundo. Esté Sancho de buen ánimo, que cuando menos lo piense se verá
sentado en la silla de su ínsula y en la de su estado, y empuñará su
gobierno, que con otro de brocado de tres altos lo deseche. Lo que yo le
encargo es que mire cómo gobierna sus vasallos, advirtiendo que todos son
leales y bien nacidos.

-Eso de gobernarlos bien -respondió Sancho- no hay para qué encargármelo,
porque yo soy caritativo de mío y tengo compasión de los pobres; y a quien
cuece y amasa, no le hurtes hogaza; y para mi santiguada que no me han de
echar dado falso; soy perro viejo, y entiendo todo tus, tus, y sé
despabilarme a sus tiempos, y no consiento que me anden musarañas ante los
ojos, porque sé dónde me aprieta el zapato: dígolo porque los buenos
tendrán conmigo mano y concavidad, y los malos, ni pie ni entrada. Y
paréceme a mí que en esto de los gobiernos todo es comenzar, y podría ser
que a quince días de gobernador me comiese las manos tras el oficio y
supiese más dél que de la labor del campo, en que me he criado.

-Vos tenéis razón razón, Sancho -dijo la duquesa-, que nadie nace enseñado,
y de los hombres se hacen los obispos, que no de las piedras. Pero,
volviendo a la plática que poco ha tratábamos del encanto de la señora
Dulcinea, tengo por cosa cierta y más que averiguada que aquella
imaginación que Sancho tuvo de burlar a su señor y darle a entender que la
labradora era Dulcinea, y que si su señor no la conocía debía de ser por
estar encantada, toda fue invención de alguno de los encantadores que al
señor don Quijote persiguen; porque real y verdaderamente yo sé de buena
parte que la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea
del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el
engañado; y no hay poner más duda en esta verdad que en las cosas que nunca
vimos; y sepa el señor Sancho Panza que también tenemos acá encantadores
que nos quieren bien, y nos dicen lo que pasa por el mundo, pura y
sencillamente, sin enredos ni máquinas; y créame Sancho que la villana
brincadora era y es Dulcinea del Toboso, que está encantada como la madre
que la parió; y cuando menos nos pensemos, la habemos de ver en su propia
figura, y entonces saldrá Sancho del engaño en que vive.

-Bien puede ser todo eso -dijo Sancho Panza-; y agora quiero creer lo que
mi amo cuenta de lo que vio en la cueva de Montesinos, donde dice que vio a
la señora Dulcinea del Toboso en el mesmo traje y hábito que yo dije que la
había visto cuando la encanté por solo mi gusto; y todo debió de ser al
revés, como vuesa merced, señora mía, dice, porque de mi ruin ingenio no se
puede ni debe presumir que fabricase en un instante tan agudo embuste, ni
creo yo que mi amo es tan loco que con tan flaca y magra persuasión como la
mía creyese una cosa tan fuera de todo término. Pero, señora, no por esto
será bien que vuestra bondad me tenga por malévolo, pues no está obligado
un porro como yo a taladrar los pensamientos y malicias de los pésimos
encantadores: yo fingí aquello por escaparme de las riñas de mi señor don
Quijote, y no con intención de ofenderle; y si ha salido al revés, Dios
está en el cielo, que juzga los corazones.

-Así es la verdad -dijo la duquesa-; pero dígame agora, Sancho, qué es esto
que dice de la cueva de Montesinos, que gustaría saberlo.

Entonces Sancho Panza le contó punto por punto lo que queda dicho acerca de
la tal aventura. Oyendo lo cual la duquesa, dijo:

-Deste suceso se puede inferir que, pues el gran don Quijote dice que vio
allí a la mesma labradora que Sancho vio a la salida del Toboso, sin duda
es Dulcinea, y que andan por aquí los encantadores muy listos y
demasiadamente curiosos.

-Eso digo yo -dijo Sancho Panza-, que si mi señora Dulcinea del Toboso está
encantada, su daño; que yo no me tengo de tomar, yo, con los enemigos de mi
amo, que deben de ser muchos y malos. Verdad sea que la que yo vi fue una
labradora, y por labradora la tuve, y por tal labradora la juzgué; y si
aquélla era Dulcinea, no ha de estar a mi cuenta, ni ha de correr por mí, o
sobre ello, morena. No, sino ándense a cada triquete conmigo a dime y
direte, “Sancho lo dijo, Sancho lo hizo, Sancho tornó y Sancho volvió”,
como si Sancho fuese algún quienquiera, y no fuese el mismo Sancho Panza,
el que anda ya en libros por ese mundo adelante, según me dijo Sansón
Carrasco, que, por lo menos, es persona bachillerada por Salamanca, y los
tales no pueden mentir si no es cuando se les antoja o les viene muy a
cuento; así que, no hay para qué nadie se tome conmigo, y pues que tengo
buena fama, y, según oí decir a mi señor, que más vale el buen nombre que
las muchas riquezas, encájenme ese gobierno y verán maravillas; que quien
ha sido buen escudero será buen gobernador.

-Todo cuanto aquí ha dicho el buen Sancho -dijo la duquesa- son sentencias
catonianas, o, por lo menos, sacadas de las mesmas entrañas del mismo
Micael Verino, florentibus occidit annis. En fin, en fin, hablando a su
modo, debajo de mala capa suele haber buen bebedor.

-En verdad, señora -respondió Sancho-, que en mi vida he bebido de malicia;
con sed bien podría ser, porque no tengo nada de hipócrita: bebo cuando
tengo gana, y cuando no la tengo y cuando me lo dan, por no parecer o
melindroso o malcriado; que a un brindis de un amigo, ¿qué corazón ha de
haber tan de mármol que no haga la razón? Pero, aunque las calzo, no las
ensucio; cuanto más, que los escuderos de los caballeros andantes, casi de
ordinario beben agua, porque siempre andan por florestas, selvas y prados,
montañas y riscos, sin hallar una misericordia de vino, si dan por ella un
ojo.

-Yo lo creo así -respondió la duquesa-. Y por ahora, váyase Sancho a
reposar, que después hablaremos más largo y daremos orden como vaya presto
a encajarse, como él dice, aquel gobierno.

De nuevo le besó las manos Sancho a la duquesa, y le suplicó le hiciese
merced de que se tuviese buena cuenta con su rucio, porque era la lumbre de
sus ojos.

-¿Qué rucio es éste? -preguntó la duquesa.

-Mi asno -respondió Sancho-, que por no nombrarle con este nombre, le suelo
llamar el rucio; y a esta señora dueña le rogué, cuando entré en este
castillo, tuviese cuenta con él, y azoróse de manera como si la hubiera
dicho que era fea o vieja, debiendo ser más propio y natural de las dueñas
pensar jumentos que autorizar las salas. ¡Oh, válame Dios, y cuán mal
estaba con estas señoras un hidalgo de mi lugar!

-Sería algún villano -dijo doña Rodríguez, la dueña-, que si él fuera
hidalgo y bien nacido, él las pusiera sobre el cuerno de la luna.

-Agora bien -dijo la duquesa-, no haya más: calle doña Rodríguez y
sosiéguese el señor Panza, y quédese a mi cargo el regalo del rucio; que,
por ser alhaja de Sancho, le pondré yo sobre las niñas de mis ojos.

-En la caballeriza basta que esté -respondió Sancho-, que sobre las niñas
de los ojos de vuestra grandeza ni él ni yo somos dignos de estar sólo un
momento, y así lo consintiría yo como darme de puñaladas; que, aunque dice
mi señor que en las cortesías antes se ha de perder por carta de más que de
menos, en las jumentiles y así niñas se ha de ir con el compás en la mano y
con medido término.

-Llévele -dijo la duquesa- Sancho al gobierno, y allá le podrá regalar como
quisiere, y aun jubilarle del trabajo.

-No piense vuesa merced, señora duquesa, que ha dicho mucho -dijo Sancho-;
que yo he visto ir más de dos asnos a los gobiernos, y que llevase yo el
mío no sería cosa nueva.

Las razones de Sancho renovaron en la duquesa la risa y el contento; y,
enviándole a reposar, ella fue a dar cuenta al duque de lo que con él había
pasado, y entre los dos dieron traza y orden de hacer una burla a don
Quijote que fuese famosa y viniese bien con el estilo caballeresco, en el
cual le hicieron muchas, tan propias y discretas, que son las mejores
aventuras que en esta grande historia se contienen.

Capítulo XXXIV. Que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de
desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más
famosas deste libro

Grande era el gusto que recebían el duque y la duquesa de la conversación
de don Quijote y de la de Sancho Panza; y, confirmándose en la intención
que tenían de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias
de aventuras, tomaron motivo de la que don Quijote ya les había contado de
la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa (pero de lo que
más la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta que
hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso
estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y el embustero de
aquel negocio); y así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que
habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería, con
tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado.
Diéronle a don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde, de
finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día
había de volver al duro ejercicio de las armas y que no podía llevar
consigo guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con
intención de venderle en la primera ocasión que pudiese.

Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y,
encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se
metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió bizarramente
aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su
palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a
un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde, tomados los
puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos,
se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que
unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el
son de las bocinas.

Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un
puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeóse
asimismo el duque y don Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se puso
detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque
no le sucediese algún desmán. Y, apenas habían sentado el pie y puesto en
ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido
de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí,
crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en
viéndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a
recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su venablo; pero a todos
se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara. Sólo Sancho, en
viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr cuanto pudo,
y, procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes, estando
ya a la mitad dél, asido de una rama, pugnando subir a la cima, fue tan
corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajó la rama, y, al venir al
suelo, se quedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder
llegar al suelo. Y, viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y
pareciéndole que si aquel fiero animal allí allegaba le podía alcanzar,
comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos
los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de
alguna fiera.

Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de
muchos venablos que se le pusieron delante; y, volviendo la cabeza don
Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole
pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le
desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho
Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y
buena fe que entre los dos se guardaban.

Llegó don Quijote y descolgó a Sancho; el cual, viéndose libre y en el
suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma; que pensó
que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto, atravesaron al jabalí
poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas
de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes
tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde
hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande,
que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la
daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:

-Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de
verse en este estremo. Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal
que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida; yo me acuerdo
haber oído cantar un romance antiguo que dice:

De los osos seas comido,
como Favila el nombrado.

-Ése fue un rey godo -dijo don Quijote-, que, yendo a caza de montería, le
comió un oso.

-Eso es lo que yo digo -respondió Sancho-: que no querría yo que los
príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un
gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal
que no ha cometido delito alguno.

-Antes os engañáis, Sancho -respondió el duque-, porque el ejercicio de la
caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes
que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella
estratagemas, astucias, insidias para vencer a su salvo al enemigo;
padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el
ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que
la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de
nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para
todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la
volatería, que también es sólo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh
Sancho!, mudad de opinión, y, cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y
veréis como os vale un pan por ciento.

-Eso no -respondió Sancho-: el buen gobernador, la pierna quebrada y en
casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados y él
estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía
fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que
para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al
triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que
esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.

-Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque del dicho al hecho hay gran
trecho.

-Haya lo que hubiere -replicó Sancho-, que al buen pagador no le duelen
prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas
llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo
hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un
gerifalte. ¡No, sino pónganme el dedo en la boca y verán si aprieto o no!

-¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito -dijo don
Quijote-, y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho, donde yo
te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada! Vuestras
grandezas dejen a este tonto, señores míos, que les molerá las almas, no
sólo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes, traídos tan a sazón y
tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los querría
escuchar.

-Los refranes de Sancho Panza -dijo la duquesa-, puesto que son más que los
del Comendador Griego, no por eso son en menos de estimar, por la brevedad
de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto que otros, aunque
sean mejor traídos y con más sazón acomodados.

Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda al
bosque, y en requerir algunas paranzas, y presto, se les pasó el día y se
les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo
pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claroescuro que trujo
consigo ayudó mucho a la intención de los duques; y, así como comenzó a
anochecer, un poco más adelante del crepúsculo, a deshora pareció que todo
el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron por aquí y
por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros instrumentos
de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque pasaba. La
luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos, casi cegaron y atronaron
los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en el
bosque estaban. Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros cuando
entran en las batallas, sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores,
resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que
no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de tantos
intrumentos. Pasmóse el duque, suspendióse la duquesa, admiróse don
Quijote, tembló Sancho Panza, y, finalmente, aun hasta los mesmos sabidores
de la causa se espantaron. Con el temor les cogió el silencio, y un
postillón que en traje de demonio les pasó por delante, tocando en voz de
corneta un hueco y desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son
despedía.

-¡Hola, hermano correo! -dijo el duque-, ¿quién sois, adónde vais, y qué
gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa?

A lo que respondió el correo con voz horrísona y desenfadada:

-Yo soy el Diablo; voy a buscar a don Quijote de la Mancha; la gente que
por aquí viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro
triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el
gallardo francés Montesinos, a dar orden a don Quijote de cómo ha de ser
desencantada la tal señora.

-Si vos fuérades diablo, como decís y como vuestra figura muestra, ya
hubiérades conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha, pues le
tenéis delante.

-En Dios y en mi conciencia -respondió el Diablo- que no miraba en ello,
porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la
principal a que venía se me olvidaba.

-Sin duda -dijo Sancho- que este demonio debe de ser hombre de bien y buen
cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora
yo tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente.

Luego el Demonio, sin apearse, encaminando la vista a don Quijote, dijo:

-A ti, el Caballero de los Leones (que entre las garras dellos te vea yo),
me envía el desgraciado pero valiente caballero Montesinos, mandándome que
de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te topare, a causa
que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden de darte la
que es menester para desencantarla. Y, por no ser para más mi venida, no ha
de ser más mi estada: los demonios como yo queden contigo, y los ángeles
buenos con estos señores.

Y, en diciendo esto, tocó el desaforado cuerno, y volvió las espaldas y
fuese, sin esperar respuesta de ninguno.

Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en
Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese
encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o
no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos. Y, estando elevado en
estos pensamientos, el duque le dijo:

-¿Piensa vuestra merced esperar, señor don Quijote?

-Pues ¿no? -respondió él-. Aquí esperaré intrépido y fuerte, si me viniese
a embestir todo el infierno.

-Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así esperaré
yo aquí como en Flandes -dijo Sancho.

En esto, se cerró más la noche, y comenzaron a discurrir muchas luces por
el bosque, bien así como discurren por el cielo las exhalaciones secas de
la tierra, que parecen a nuestra vista estrellas que corren. Oyóse asimismo
un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que
suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrío áspero y continuado se
dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan. Añadióse a
toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fue que parecía
verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un
mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allí sonaba el duro
estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas
escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se
reiteraban los lililíes agarenos.

Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las
trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y, sobre todo, el
temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan confuso y
tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo su
corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con él
desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibió en ellas, y a
gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió
en su acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a
aquel puesto.

Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en
cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del
carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable
viejo, con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le
pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que,
por venir el carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y
discernir todo lo que en él venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos del
mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez,
cerró los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al
puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y, puesto en pie,
dando una gran voz, dijo:

-Yo soy el sabio Lirgandeo.

Y pasó el carro adelante, sin hablar más palabra. Tras éste pasó otro carro
de la misma manera, con otro viejo entronizado; el cual, haciendo que el
carro se detuviese, con voz no menos grave que el otro, dijo:

-Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la Desconocida.

Y pasó adelante.

Luego, por el mismo continente, llegó otro carro; pero el que venía sentado
en el trono no era viejo como los demás, sino hombrón robusto y de mala
catadura, el cual, al llegar, levantándose en pie, como los otros, dijo con
voz más ronca y más endiablada:

-Yo soy Arcaláus el encantador, enemigo mortal de Amadís de Gaula y de toda
su parentela.

Y pasó adelante. Poco desviados de allí hicieron alto estos tres carros, y
cesó el enfadoso ruido de sus ruedas, y luego se oyó otro, no ruido, sino
un son de una suave y concertada música formado, con que Sancho se alegró,
y lo tuvo a buena señal; y así, dijo a la duquesa, de quien un punto ni un
paso se apartaba:

-Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.

-Tampoco donde hay luces y claridad -respondió la duquesa.

A lo que replicó Sancho:

-Luz da el fuego y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos
cercan, y bien podría ser que nos abrasasen, pero la música siempre es
indicio de regocijos y de fiestas.

-Ello dirá -dijo don Quijote, que todo lo escuchaba.

Y dijo bien, como se muestra en el capítulo siguiente.

Capítulo XXXV. Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del
desencanto de Dulcinea, con otros admirables sucesos

Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de
los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas,
empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz,
asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la
mano. Era el carro dos veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los
lados, y encima dél, ocupaban doce otros diciplinantes albos como la nieve,
todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente;
y en un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos de
tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería de
oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el
rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin
impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de
doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los
años, que, al parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.

Junto a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman
rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero, al
punto que llegó el carro a estar frente a frente de los duques y de don
Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego la de las arpas y laúdes
que en el carro sonaban; y, levantándose en pie la figura de la ropa, la
apartó a entrambos lados, y, quitándose el velo del rostro, descubrió
patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don
Quijote recibió pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron algún
sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo
dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:

-Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
(mentira autorizada de los tiempos),
príncipe de la Mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica,
émulo a las edades y a los siglos
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y, puesto que es de los encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas de Dite,
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y, encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante,
luz y farol, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas!
A ti digo ¡oh varón, como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho, tu escudero,
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.

-¡Voto a tal! -dijo a esta sazón Sancho-. No digo yo tres mil azotes, pero
así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de
desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par
Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la
señora Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!

-Tomaros he yo -dijo don Quijote-, don villano, harto de ajos, y amarraros
he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió; y no digo yo tres mil y
trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados
que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis
palabra, que os arrancaré el alma.

Oyendo lo cual Merlín, dijo:

-No ha de ser así, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han
de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere;
que no se le pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere
redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se
los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.

-Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar -replicó Sancho-: a mí no me
ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del
Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo
sí, que es parte suya, pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento
y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las
diligencias necesarias para su desencanto; pero, ¿azotarme yo…?
¡Abernuncio!

Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando, levantándose en pie la argentada
ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del
rostro, le descubrió tal, que a todos pareció mas que demasiadamente
hermoso, y, con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando
derechamente con Sancho Panza, dijo:

-¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de
entrañas guijeñas y apedernaladas! Si te mandaran, ladrón desuellacaras,
que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del
género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres
de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con
algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras
melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que
no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes,
admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo
escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el
discurso del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo,
esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados
a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja,
haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas.
Muévate, socarrón y malintencionado monstro, que la edad tan florida mía,
que aún se está todavía en el diez y… de los años, pues tengo diez y
nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de
una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que
me ha hecho el señor Merlín, que está presente, sólo porque te enternezca
mi belleza; que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón
los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas carnazas, bestión
indómito, y saca de harón ese brío, que a sólo comer y más comer te
inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi
condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres ablandarte ni
reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu
lado tienes; por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene
atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino
tu rígida o blanda repuesta, o para salirse por la boca, o para volverse al
estómago.

Tentóse, oyendo esto, la garganta don Quijote y dijo, volviéndose al duque:

-Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquí tengo el alma
atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta.

-¿Qué decís vos a esto, Sancho? -preguntó la duquesa.

-Digo, señora -respondió Sancho-, lo que tengo dicho: que de los azotes,
abernuncio.

-Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no como decís -dijo el duque.

-Déjeme vuestra grandeza -respondió Sancho-, que no estoy agora para mirar
en sotilezas ni en letras más a menos; porque me tienen tan turbado estos
azotes que me han de dar, o me tengo de dar, que no sé lo que me digo, ni
lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcina
del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que
me abra las carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito,
con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura
son mis carnes de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué
canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, anque
no los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro,
sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube
ligero por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y
con el mazo dando, y que más vale un “toma” que dos “te daré”? Pues el
señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme para
que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me
amarrará desnudo a un árbol y me doblará la parada de los azotes; y habían
de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote
un escudero, sino un gobernador; como quien dice: “bebe con guindas”.
Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y a
tener crianza, que no son todos los tiempos unos, ni están los hombres
siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo
verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi voluntad, estando ella
tan ajena dello como de volverme cacique.

-Pues en verdad, amigo Sancho -dijo el duque-, que si no os ablandáis más
que una breva madura, que no habéis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería
que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas
pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas,
ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios!
En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os han de azotar, o
no habéis de ser gobernador.

-Señor -respondió Sancho-, ¿no se me darían dos días de término para pensar
lo que me está mejor?

-No, en ninguna manera -dijo Merlín-; aquí, en este instante y en este
lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio, o Dulcinea
volverá a la cueva de Montesinos y a su prístino estado de labradora, o ya,
en el ser que está, será llevada a los Elíseos Campos, donde estará
esperando se cumpla el número del vápulo.

-Ea, buen Sancho -dijo la duquesa-, buen ánimo y buena correspondencia al
pan que habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y
agradar, por su buena condición y por sus altas caballerías. Dad el sí,
hijo, desta azotaina, y váyase el diablo para diablo y el temor para
mezquino; que un buen corazón quebranta mala ventura, como vos bien sabéis.

A estas razones respondió con éstas disparatadas Sancho, que, hablando con
Merlín, le preguntó:

-Dígame vuesa merced, señor Merlín: cuando llegó aquí el diablo correo y
dio a mi amo un recado del señor Montesinos, mandándole de su parte que le
esperase aquí, porque venía a dar orden de que la señora doña Dulcinea del
Toboso se desencantase, y hasta agora no hemos visto a Montesinos, ni a sus
semejas.

A lo cual respondió Merlín:

-El Diablo, amigo Sancho, es un ignorante y un grandísimo bellaco: yo le
envié en busca de vuestro amo, pero no con recado de Montesinos, sino mío,
porque Montesinos se está en su cueva entendiendo, o, por mejor decir,
esperando su desencanto, que aún le falta la cola por desollar. Si os debe
algo, o tenéis alguna cosa que negociar con él, yo os lo traeré y pondré
donde vos más quisiéredes. Y, por agora, acabad de dar el sí desta
diciplina, y creedme que os será de mucho provecho, así para el alma como
para el cuerpo: para el alma, por la caridad con que la haréis; para el
cuerpo, porque yo sé que sois de complexión sanguínea, y no os podrá hacer
daño sacaros un poco de sangre.

-Muchos médicos hay en el mundo: hasta los encantadores son médicos
-replicó Sancho-; pero, pues todos me lo dicen, aunque yo no me lo veo,
digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos azotes, con
condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se
me ponga tasa en los días ni en el tiempo; y yo procuraré salir de la deuda
lo más presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de la
señora doña Dulcinea del Toboso, pues, según parece, al revés de lo que yo
pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser también condición que no he de
estar obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes
fueren de mosqueo, se me han de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en
el número, el señor Merlín, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de
contarlos y de avisarme los que me faltan o los que me sobran.

-De las sobras no habrá que avisar -respondió Merlín-, porque, llegando al
cabal número, luego quedará de improviso desencantada la señora Dulcinea, y
vendrá a buscar, como agradecida, al buen Sancho, y a darle gracias, y aun
premios, por la buena obra. Así que no hay de qué tener escrúpulo de las
sobras ni de las faltas, ni el cielo permita que yo engañe a nadie, aunque
sea en un pelo de la cabeza.

-¡Ea, pues, a la mano de Dios! -dijo Sancho-. Yo consiento en mi mala
ventura; digo que yo acepto la penitencia con las condiciones apuntadas.

Apenas dijo estas últimas palabras Sancho, cuando volvió a sonar la música
de las chirimías y se volvieron a disparar infinitos arcabuces, y don
Quijote se colgó del cuello de Sancho, dándole mil besos en la frente y en
las mejillas. La duquesa y el duque y todos los circunstantes dieron
muestras de haber recebido grandísimo contento, y el carro comenzó a
caminar; y, al pasar, la hermosa Dulcinea inclinó la cabeza a los duques y
hizo una gran reverencia a Sancho.

Y ya, en esto, se venía a más andar el alba, alegre y risueña: las
florecillas de los campos se descollaban y erguían, y los líquidos
cristales de los arroyuelos, murmurando por entre blancas y pardas guijas,
iban a dar tributo a los ríos que los esperaban. La tierra alegre, el cielo
claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y todos juntos, daban
manifiestas señales que el día, que al aurora venía pisando las faldas,
había de ser sereno y claro. Y, satisfechos los duques de la caza y de
haber conseguido su intención tan discreta y felicemente, se volvieron a su
castillo, con prosupuesto de segundar en sus burlas, que para ellos no
había veras que más gusto les diesen.

Capítulo XXXVI. Donde se cuenta la estraña y jamás imaginada aventura de la
dueña Dolorida, alias de la condesa Trifaldi, con una carta que Sancho
Panza escribió a su mujer Teresa Panza

Tenía un mayordomo el duque de muy burlesco y desenfadado ingenio, el cual
hizo la figura de Merlín y acomodó todo el aparato de la aventura pasada,
compuso los versos y hizo que un paje hiciese a Dulcinea. Finalmente, con
intervención de sus señores, ordenó otra del más gracioso y estraño
artificio que puede imaginarse.

Preguntó la duquesa a Sancho otro día si había comenzado la tarea de la
penitencia que había de hacer por el desencanto de Dulcinea. Dijo que sí,
y que aquella noche se había dado cinco azotes. Preguntóle la duquesa que
con qué se los había dado. Respondió que con la mano.

-Eso -replicó la duquesa- más es darse de palmadas que de azotes. Yo tengo
para mí que el sabio Merlín no estará contento con tanta blandura; menester
será que el buen Sancho haga alguna diciplina de abrojos, o de las de
canelones, que se dejen sentir; porque la letra con sangre entra, y no se
ha de dar tan barata la libertad de una tan gran señora como lo es Dulcinea
por tan poco precio; y advierta Sancho que las obras de caridad que se
hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada.

A lo que respondió Sancho:

-Déme vuestra señoría alguna diciplina o ramal conveniente, que yo me daré
con él como no me duela demasiado, porque hago saber a vuesa merced que,
aunque soy rústico, mis carnes tienen más de algodón que de esparto, y no
será bien que yo me descríe por el provecho ajeno.

-Sea en buena hora -respondió la duquesa-: yo os daré mañana una diciplina
que os venga muy al justo y se acomode con la ternura de vuestras carnes,
como si fueran sus hermanas propias.

A lo que dijo Sancho:

-Sepa vuestra alteza, señora mía de mi ánima, que yo tengo escrita una
carta a mi mujer Teresa Panza, dándole cuenta de todo lo que me ha sucedido
después que me aparté della; aquí la tengo en el seno, que no le falta más
de ponerle el sobreescrito; querría que vuestra discreción la leyese,
porque me parece que va conforme a lo de gobernador, digo, al modo que
deben de escribir los gobernadores.

-¿Y quién la notó? -preguntó la duquesa.

-¿Quién la había de notar sino yo, pecador de mí? -respondió Sancho.

-¿Y escribístesla vos? -dijo la duquesa.

-Ni por pienso -respondió Sancho-, porque yo no sé leer ni escribir, puesto
que sé firmar.

-Veámosla -dijo la duquesa-, que a buen seguro que vos mostréis en ella la
calidad y suficiencia de vuestro ingenio.

Sacó Sancho una carta abierta del seno, y, tomándola la duquesa, vio que
decía desta manera:

Carta de Sancho Panza a Teresa Panza, su mujer

Si buenos azotes me daban, bien caballero me iba; si buen gobierno me
tengo, buenos azotes me cuesta. Esto no lo entenderás tú, Teresa mía, por
ahora; otra vez lo sabrás. Has de saber, Teresa, que tengo determinado que
andes en coche, que es lo que hace al caso, porque todo otro andar es andar
a gatas. Mujer de un gobernador eres, ¡mira si te roerá nadie los zancajos!
Ahí te envío un vestido verde de cazador, que me dio mi señora la duquesa;
acomódale en modo que sirva de saya y cuerpos a nuestra hija. Don Quijote,
mi amo, según he oído decir en esta tierra, es un loco cuerdo y un
mentecato gracioso, y que yo no le voy en zaga. Hemos estado en la cueva de
Montesinos, y el sabio Merlín ha echado mano de mí para el desencanto de
Dulcinea del Toboso, que por allá se llama Aldonza Lorenzo: con tres mil y
trecientos azotes, menos cinco, que me he de dar, quedará desencantada como
la madre que la parió. No dirás desto nada a nadie, porque pon lo tuyo en
concejo, y unos dirán que es blanco y otros que es negro. De aquí a pocos
días me partiré al gobierno, adonde voy con grandísimo deseo de hacer
dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este
mesmo deseo; tomaréle el pulso, y avisaréte si has de venir a estar conmigo
o no. El rucio está bueno, y se te encomienda mucho; y no le pienso dejar,
aunque me llevaran a ser Gran Turco. La duquesa mi señora te besa mil veces
las manos; vuélvele el retorno con dos mil, que no hay cosa que menos
cueste ni valga más barata, según dice mi amo, que los buenos
comedimientos. No ha sido Dios servido de depararme otra maleta con otros
cien escudos, como la de marras, pero no te dé pena, Teresa mía, que en
salvo está el que repica, y todo saldrá en la colada del gobierno; sino que
me ha dado gran pena que me dicen que si una vez le pruebo, que me tengo de
comer las manos tras él; y si así fuese, no me costaría muy barato, aunque
los estropeados y mancos ya se tienen su calonjía en la limosna que piden;
así que, por una vía o por otra, tú has de ser rica, de buena ventura. Dios
te la dé, como puede, y a mí me guarde para servirte. Deste castillo, a
veinte de julio de 1614.

Tu marido el gobernador,

Sancho Panza.

En acabando la duquesa de leer la carta, dijo a Sancho:

-En dos cosas anda un poco descaminado el buen gobernador: la una, en decir
o dar a entender que este gobierno se le han dado por los azotes que se ha
de dar, sabiendo él, que no lo puede negar, que cuando el duque, mi señor,
se le prometió, no se soñaba haber azotes en el mundo; la otra es que se
muestra en ella muy codicioso, y no querría que orégano fuese, porque la
codicia rompe el saco, y el gobernador codicioso hace la justicia
desgobernada.

-Yo no lo digo por tanto, señora -respondió Sancho-; y si a vuesa merced le
parece que la tal carta no va como ha de ir, no hay sino rasgarla y hacer
otra nueva, y podría ser que fuese peor si me lo dejan a mi caletre.

-No, no -replicó la duquesa-, buena está ésta, y quiero que el duque la
vea.

Con esto se fueron a un jardín, donde habían de comer aquel día. Mostró la
duquesa la carta de Sancho al duque, de que recibió grandísimo contento.
Comieron, y después de alzado los manteles, y después de haberse
entretenido un buen espacio con la sabrosa conversación de Sancho, a
deshora se oyó el son tristísimo de un pífaro y el de un ronco y
destemplado tambor. Todos mostraron alborotarse con la confusa, marcial y
triste armonía, especialmente don Quijote, que no cabía en su asiento de
puro alborotado; de Sancho no hay que decir sino que el miedo le llevó a su
acostumbrado refugio, que era el lado o faldas de la duquesa, porque real y
verdaderamente el son que se escuchaba era tristísimo y malencólico.

Y, estando todos así suspensos, vieron entrar por el jardín adelante dos
hombres vestidos de luto, tan luego y tendido que les arrastraba por el
suelo; éstos venían tocando dos grandes tambores, asimismo cubiertos de
negro. A su lado venía el pífaro, negro y pizmiento como los demás. Seguía
a los tres un personaje de cuerpo agigantado, amantado, no que vestido, con
una negrísima loba, cuya falda era asimismo desaforada de grande. Por
encima de la loba le ceñía y atravesaba un ancho tahelí, también negro, de
quien pendía un desmesurado alfanje de guarniciones y vaina negra. Venía
cubierto el rostro con un trasparente velo negro, por quien se entreparecía
una longísima barba, blanca como la nieve. Movía el paso al son de los
tambores con mucha gravedad y reposo. En fin, su grandeza, su contoneo, su
negrura y su acompañamiento pudiera y pudo suspender a todos aquellos que
sin conocerle le miraron.

Llegó, pues, con el espacio y prosopopeya referida a hincarse de rodillas
ante el duque, que en pie, con los demás que allí estaban, le atendía; pero
el duque en ninguna manera le consintió hablar hasta que se levantase.
Hízolo así el espantajo prodigioso, y, puesto en pie, alzó el antifaz del
rostro y hizo patente la más horrenda, la más larga, la más blanca y más
poblada barba que hasta entonces humanos ojos habían visto, y luego
desencajó y arrancó del ancho y dilatado pecho una voz grave y sonora, y,
poniendo los ojos en el duque, dijo:

-Altísimo y poderoso señor, a mí me llaman Trifaldín el de la Barba Blanca;
soy escudero de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la Dueña
Dolorida, de parte de la cual traigo a vuestra grandeza una embajada, y es
que la vuestra magnificencia sea servida de darla facultad y licencia para
entrar a decirle su cuita, que es una de las más nuevas y más admirables
que el más cuitado pensamiento del orbe pueda haber pensado. Y primero
quiere saber si está en este vuestro castillo el valeroso y jamás vencido
caballero don Quijote de la Mancha, en cuya busca viene a pie y sin
desayunarse desde el reino de Candaya hasta este vuestro estado, cosa que
se puede y debe tener a milagro o a fuerza de encantamento. Ella queda a la
puerta desta fortaleza o casa de campo, y no aguarda para entrar sino
vuestro beneplácito. Dije.

Y tosió luego y manoseóse la barba de arriba abajo con entrambas manos, y
con mucho sosiego estuvo atendiendo la respuesta del duque, que fue:

-Ya, buen escudero Trifaldín de la Blanca Barba, ha muchos días que tenemos
noticia de la desgracia de mi señora la condesa Trifaldi, a quien los
encantadores la hacen llamar la Dueña Dolorida; bien podéis, estupendo
escudero, decirle que entre y que aquí está el valiente caballero don
Quijote de la Mancha, de cuya condición generosa puede prometerse con
seguridad todo amparo y toda ayuda; y asimismo le podréis decir de mi parte
que si mi favor le fuere necesario, no le ha de faltar, pues ya me tiene
obligado a dársele el ser caballero, a quien es anejo y concerniente
favorecer a toda suerte de mujeres, en especial a las dueñas viudas,
menoscabadas y doloridas, cual lo debe estar su señoría.

Oyendo lo cual Trifaldín, inclinó la rodilla hasta el suelo, y, haciendo al
pífaro y tambores señal que tocasen, al mismo son y al mismo paso que había
entrado, se volvió a salir del jardín, dejando a todos admirados de su
presencia y compostura. Y, volviéndose el duque a don Quijote, le dijo:

-En fin, famoso caballero, no pueden las tinieblas de malicia ni de la
ignorancia encubrir y escurecer la luz del valor y de la virtud. Digo esto
porque apenas ha seis días que la vuestra bondad está en este castillo,
cuando ya os vienen a buscar de lueñas y apartadas tierras, y no en
carrozas ni en dromedarios, sino a pie y en ayunas; los tristes, los
afligidos, confiados que han de hallar en ese fortísimo brazo el remedio de
sus cuitas y trabajos, merced a vuestras grandes hazañas, que corren y
rodean todo lo descubierto de la tierra.

-Quisiera yo, señor duque -respondió don Quijote-, que estuviera aquí
presente aquel bendito religioso que a la mesa el otro día mostró tener tan
mal talante y tan mala ojeriza contra los caballeros andantes, para que
viera por vista de ojos si los tales caballeros son necesarios en el mundo:
tocara, por lo menos, con la mano que los extraordinariamente afligidos y
desconsolados, en casos grandes y en desdichas inormes no van a buscar su
remedio a las casas de los letrados, ni a la de los sacristanes de las
aldeas, ni al caballero que nunca ha acertado a salir de los términos de su
lugar, ni al perezoso cortesano que antes busca nuevas para referirlas y
contarlas, que procura hacer obras y hazañas para que otros las cuenten y
las escriban; el remedio de las cuitas, el socorro de las necesidades, el
amparo de las doncellas, el consuelo de las viudas, en ninguna suerte de
personas se halla mejor que en los caballeros andantes, y de serlo yo doy
infinitas gracias al cielo, y doy por muy bien empleado cualquier desmán y
trabajo que en este tan honroso ejercicio pueda sucederme. Venga esta dueña
y pida lo que quisiere, que yo le libraré su remedio en la fuerza de mi
brazo y en la intrépida resolución de mi animoso espíritu.

Capítulo XXXVII. Donde se prosigue la famosa aventura de la dueña Dolorida

En estremo se holgaron el duque y la duquesa de ver cuán bien iba
respondiendo a su intención don Quijote, y a esta sazón dijo Sancho:

-No querría yo que esta señora dueña pusiese algún tropiezo a la promesa de
mi gobierno, porque yo he oído decir a un boticario toledano que hablaba
como un silguero que donde interviniesen dueñas no podía suceder cosa
buena. ¡Válame Dios, y qué mal estaba con ellas el tal boticario! De lo que
yo saco que, pues todas las dueñas son enfadosas e impertinentes, de
cualquiera calidad y condición que sean, ¿qué serán las que son doloridas,
como han dicho que es esta condesa Tres Faldas, o Tres Colas?; que en mi
tierra faldas y colas, colas y faldas, todo es uno.

-Calla, Sancho amigo -dijo don Quijote-, que, pues esta señora dueña de tan
lueñes tierras viene a buscarme, no debe ser de aquellas que el boticario
tenía en su número, cuanto más que ésta es condesa, y cuando las condesas
sirven de dueñas, será sirviendo a reinas y a emperatrices, que en sus
casas son señorísimas que se sirven de otras dueñas.

A esto respondió doña Rodríguez, que se halló presente:

-Dueñas tiene mi señora la duquesa en su servicio, que pudieran ser
condesas si la fortuna quisiera, pero allá van leyes do quieren reyes; y
nadie diga mal de las dueñas, y más de las antiguas y doncellas; que,
aunque yo no lo soy, bien se me alcanza y se me trasluce la ventaja que
hace una dueña doncella a una dueña viuda; y quien a nosotras trasquiló,
las tijeras le quedaron en la mano.

-Con todo eso -replicó Sancho-, hay tanto que trasquilar en las dueñas,
según mi barbero, cuanto será mejor no menear el arroz, aunque se pegue.

-Siempre los escuderos -respondió doña Rodríguez- son enemigos nuestros;
que, como son duendes de las antesalas y nos veen a cada paso, los ratos
que no rezan, que son muchos, los gastan en murmurar de nosotras,
desenterrándonos los huesos y enterrándonos la fama. Pues mándoles yo a los
leños movibles, que, mal que les pese, hemos de vivir en el mundo, y en las
casas principales, aunque muramos de hambre y cubramos con un negro monjil
nuestras delicadas o no delicadas carnes, como quien cubre o tapa un
muladar con un tapiz en día de procesión. A fe que si me fuera dado, y el
tiempo lo pidiera, que yo diera a entender, no sólo a los presentes, sino a
todo el mundo, cómo no hay virtud que no se encierre en una dueña.

-Yo creo -dijo la duquesa- que mi buena doña Rodríguez tiene razón, y muy
grande; pero conviene que aguarde tiempo para volver por sí y por las demás
dueñas, para confundir la mala opinión de aquel mal boticario, y
desarraigar la que tiene en su pecho el gran Sancho Panza.

A lo que Sancho respondió:

-Después que tengo humos de gobernador se me han quitado los váguidos de
escudero, y no se me da por cuantas dueñas hay un cabrahígo.

Adelante pasaran con el coloquio dueñesco, si no oyeran que el pífaro y los
tambores volvían a sonar, por donde entendieron que la dueña Dolorida
entraba. Preguntó la duquesa al duque si sería bien ir a recebirla, pues
era condesa y persona principal.

-Por lo que tiene de condesa -respondió Sancho, antes que el duque
respondiese-, bien estoy en que vuestras grandezas salgan a recebirla; pero
por lo de dueña, soy de parecer que no se muevan un paso.

-¿Quién te mete a ti en esto, Sancho? -dijo don Quijote.

-¿Quién, señor? -respondió Sancho-. Yo me meto, que puedo meterme, como
escudero que ha aprendido los términos de la cortesía en la escuela de
vuesa merced, que es el más cortés y bien criado caballero que hay en toda
la cortesanía; y en estas cosas, según he oído decir a vuesa merced, tanto
se pierde por carta de más como por carta de menos; y al buen entendedor,
pocas palabras.

-Así es, como Sancho dice -dijo el duque-: veremos el talle de la condesa,
y por él tantearemos la cortesía que se le debe.

En esto, entraron los tambores y el pífaro, como la vez primera.

Y aquí, con este breve capítulo, dio fin el autor, y comenzó el otro,
siguiendo la mesma aventura, que es una de las más notables de la historia.

Capítulo XXXVIII. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la dueña
Dolorida

Detrás de los tristes músicos comenzaron a entrar por el jardín adelante
hasta cantidad de doce dueñas, repartidas en dos hileras, todas vestidas de
unos monjiles anchos, al parecer, de anascote batanado, con unas tocas
blancas de delgado canequí, tan luengas que sólo el ribete del monjil
descubrían. Tras ellas venía la condesa Trifaldi, a quien traía de la mano
el escudero Trifaldín de la Blanca Barba, vestida de finísima y negra
bayeta por frisar, que, a venir frisada, descubriera cada grano del grandor
de un garbanzo de los buenos de Martos. La cola, o falda, o como llamarla
quisieren, era de tres puntas, las cuales se sustentaban en las manos de
tres pajes, asimesmo vestidos de luto, haciendo una vistosa y matemática
figura con aquellos tres ángulos acutos que las tres puntas formaban, por
lo cual cayeron todos los que la falda puntiaguda miraron que por ella se
debía llamar la condesa Trifaldi, como si dijésemos la condesa de las Tres
Faldas; y así dice Benengeli que fue verdad, y que de su propio apellido se
llama la condesa Lobuna, a causa que se criaban en su condado muchos lobos,
y que si como eran lobos fueran zorras, la llamaran la condesa Zorruna, por
ser costumbre en aquellas partes tomar los señores la denominación de sus
nombres de la cosa o cosas en que más sus estados abundan; empero esta
condesa, por favorecer la novedad de su falda, dejó el Lobuna y tomó el
Trifaldi.

Venían las doce dueñas y la señora a paso de procesión, cubiertos los
rostros con unos velos negros y no trasparentes como el de Trifaldín, sino
tan apretados que ninguna cosa se traslucían.

Así como acabó de parecer el dueñesco escuadrón, el duque, la duquesa y don
Quijote se pusieron en pie, y todos aquellos que la espaciosa procesión
miraban. Pararon las doce dueñas y hicieron calle, por medio de la cual la
Dolorida se adelantó, sin dejarla de la mano Trifaldín, viendo lo cual el
duque, la duquesa y don Quijote, se adelantaron obra de doce pasos a
recebirla. Ella, puesta las rodillas en el suelo, con voz antes basta y
ronca que sutil y dilicada, dijo:

-Vuestras grandezas sean servidas de no hacer tanta cortesía a este su
criado; digo, a esta su criada, porque, según soy de dolorida, no acertaré
a responder a lo que debo, a causa que mi estraña y jamás vista desdicha me
ha llevado el entendimiento no sé adónde, y debe de ser muy lejos, pues
cuanto más le busco menos le hallo.

-Sin él estaría -respondió el duque-, señora condesa, el que no descubriese
por vuestra persona vuestro valor, el cual, sin más ver, es merecedor de
toda la nata de la cortesía y de toda la flor de las bien criadas
ceremonias.

Y, levantándola de la mano, la llevó a asentar en una silla junto a la
duquesa, la cual la recibió asimismo con mucho comedimiento.

Don Quijote callaba, y Sancho andaba muerto por ver el rostro de la
Trifaldi y de alguna de sus muchas dueñas, pero no fue posible hasta que
ellas de su grado y voluntad se descubrieron.

Sosegados todos y puestos en silencio, estaban esperando quién le había de
romper, y fue la dueña Dolorida con estas palabras:

-Confiada estoy, señor poderosísimo, hermosísima señora y discretísimos
circunstantes, que ha de hallar mi cuitísima en vuestros valerosísimos
pechos acogimiento no menos plácido que generoso y doloroso, porque ella es
tal, que es bastante a enternecer los mármoles, y a ablandar los diamantes,
y a molificar los aceros de los más endurecidos corazones del mundo; pero,
antes que salga a la plaza de vuestros oídos, por no decir orejas, quisiera
que me hicieran sabidora si está en este gremio, corro y compañía el
acendradísimo caballero don Quijote de la Manchísima y su escuderísimo
Panza.

-El Panza -antes que otro respondiese, dijo Sancho- aquí esta, y el don
Quijotísimo asimismo; y así, podréis, dolorosísima dueñísima, decir lo que
quisieridísimis, que todos estamos prontos y aparejadísimos a ser vuestros
servidorísimos.

En esto se levantó don Quijote, y, encaminando sus razones a la Dolorida
dueña, dijo:

-Si vuestras cuitas, angustiada señora, se pueden prometer alguna esperanza
de remedio por algún valor o fuerzas de algún andante caballero, aquí están
las mías, que, aunque flacas y breves, todas se emplearán en vuestro
servicio. Yo soy don Quijote de la Mancha, cuyo asumpto es acudir a toda
suerte de menesterosos, y, siendo esto así, como lo es, no habéis menester,
señora, captar benevolencias ni buscar preámbulos, sino, a la llana y sin
rodeos, decir vuestros males, que oídos os escuchan que sabrán, si no
remediarlos, dolerse dellos.

Oyendo lo cual, la Dolorida dueña hizo señal de querer arrojarse a los pies
de don Quijote, y aun se arrojó, y, pugnando por abrazárselos, decía:

-Ante estos pies y piernas me arrojo, ¡oh caballero invicto!, por ser los
que son basas y colunas de la andante caballería; estos pies quiero besar,
de cuyos pasos pende y cuelga todo el remedio de mi desgracia, ¡oh valeroso
andante, cuyas verdaderas fazañas dejan atrás y escurecen las fabulosas de
los Amadises, Esplandianes y Belianises!

Y, dejando a don Quijote, se volvió a Sancho Panza, y, asiéndole de las
manos, le dijo:

-¡Oh tú, el más leal escudero que jamás sirvió a caballero andante en los
presentes ni en los pasados siglos, más luengo en bondad que la barba de
Trifaldín, mi acompañador, que está presente!, bien puedes preciarte que en
servir al gran don Quijote sirves en cifra a toda la caterva de caballeros
que han tratado las armas en el mundo. Conjúrote, por lo que debes a tu
bondad fidelísima, me seas buen intercesor con tu dueño, para que luego
favorezca a esta humilísima y desdichadísima condesa.

A lo que respondió Sancho:

-De que sea mi bondad, señoría mía, tan larga y grande como la barba de
vuestro escudero, a mí me hace muy poco al caso; barbada y con bigotes
tenga yo mi alma cuando desta vida vaya, que es lo que importa, que de las
barbas de acá poco o nada me curo; pero, sin esas socaliñas ni plegarias,
yo rogaré a mi amo, que sé que me quiere bien, y más agora que me ha
menester para cierto negocio, que favorezca y ayude a vuesa merced en todo
lo que pudiere. Vuesa merced desembaúle su cuita y cuéntenosla, y deje
hacer, que todos nos entenderemos.

Reventaban de risa con estas cosas los duques, como aquellos que habían
tomado el pulso a la tal aventura, y alababan entre sí la agudeza y
disimulación de la Trifaldi, la cual, volviéndose a sentar, dijo:

-«Del famoso reino de Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del
Sur, dos leguas más allá del cabo Comorín, fue señora la reina doña
Maguncia, viuda del rey Archipiela, su señor y marido, de cuyo matrimonio
tuvieron y procrearon a la infanta Antonomasia, heredera del reino, la cual
dicha infanta Antonomasia se crió y creció debajo de mi tutela y doctrina,
por ser yo la más antigua y la más principal dueña de su madre. Sucedió,
pues, que, yendo días y viniendo días, la niña Antonomasia llegó a edad de
catorce años, con tan gran perfeción de hermosura, que no la pudo subir más
de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la discreción era mocosa!
Así era discreta como bella, y era la más bella del mundo, y lo es, si ya
los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han cortado la estambre
de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los cielos que se haga
tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo del más
hermoso veduño del suelo. De esta hermosura, y no como se debe encarecida
de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así
naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos
al cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba,
confiado en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y
gracias, y facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras
grandezas, si no lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía
hablar, y más que era poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de
pájaros, que solamente a hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en
estrema necesidad, que todas estas partes y gracias son bastantes a
derribar una montaña, no que una delicada doncella. Pero toda su gentileza
y buen donaire y todas sus gracias y habilidades fueran poca o ninguna
parte para rendir la fortaleza de mi niña, si el ladrón desuellacaras no
usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero quiso el malandrín y
desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el gusto, para que
yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que guardaba. En
resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad con no sé
qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar
conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde
una reja que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me
acuerdo, decían:

De la dulce mi enemiga
nace un mal que al alma hiere,
y, por más tormento, quiere
que se sienta y no se diga.

Parecióme la trova de perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo,
desde entonces, viendo el mal en que caí por estos y otros semejantes
versos, he considerado que de las buenas y concertadas repúblicas se habían
de desterrar los poetas, como aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos,
porque escriben unas coplas, no como las del marqués de Mantua, que
entretienen y hacen llorar los niños y a las mujeres, sino unas agudezas
que, a modo de blandas espinas, os atraviesan el alma, y como rayos os
hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez cantó:

Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el placer del morir
no me torne a dar la vida.

Y deste jaez otras coplitas y estrambotes, que cantados encantan y escritos
suspenden. Pues, ¿qué cuando se humillan a componer un género de verso que
en Candaya se usaba entonces, a quien ellos llamaban seguidillas? Allí era
el brincar de las almas, el retozar de la risa, el desasosiego de los
cuerpos y, finalmente, el azogue de todos los sentidos. Y así, digo,
señores míos, que los tales trovadores con justo título los debían
desterrar a las islas de los Lagartos. Pero no tienen ellos la culpa, sino
los simples que los alaban y las bobas que los creen; y si yo fuera la
buena dueña que debía, no me habían de mover sus trasnochados conceptos, ni
había de creer ser verdad aquel decir: “Vivo muriendo, ardo en el yelo,
tiemblo en el fuego, espero sin esperanza, pártome y quédome”, con otros
imposibles desta ralea, de que están sus escritos llenos. Pues, ¿qué cuando
prometen el fénix de Arabia, la corona de Aridiana, los caballos del Sol,
del Sur las perlas, de Tíbar el oro y de Pancaya el bálsamo? Aquí es donde
ellos alargan más la pluma, como les cuesta poco prometer lo que jamás
piensan ni pueden cumplir. Pero, ¿dónde me divierto? ¡Ay de mí, desdichada!
¿Qué locura o qué desatino me lleva a contar las ajenas faltas, teniendo
tanto que decir de las mías? ¡Ay de mí, otra vez, sin ventura!, que no me
rindieron los versos, sino mi simplicidad; no me ablandaron las músicas,
sino mi liviandad: mi mucha ignorancia y mi poco advertimiento abrieron el
camino y desembarazaron la senda a los pasos de don Clavijo, que éste es el
nombre del referido caballero; y así, siendo yo la medianera, él se halló
una y muy muchas veces en la estancia de la por mí, y no por él, engañada
Antonomasia, debajo del título de verdadero esposo; que, aunque pecadora,
no consintiera que sin ser su marido la llegara a la vira de la suela de
sus zapatillas. ¡No, no, eso no: el matrimonio ha de ir adelante en
cualquier negocio destos que por mí se tratare! Solamente hubo un daño en
este negocio, que fue el de la desigualdad, por ser don Clavijo un
caballero particular, y la infanta Antonomasia heredera, como ya he dicho,
del reino. Algunos días estuvo encubierta y solapada en la sagacidad de mi
recato esta maraña, hasta que me pareció que la iba descubriendo a más
andar no sé qué hinchazón del vientre de Antonomasia, cuyo temor nos hizo
entrar en bureo a los tres, y salió dél que, antes que se saliese a luz el
mal recado, don Clavijo pidiese ante el vicario por su mujer a Antonomasia,
en fe de una cédula que de ser su esposa la infanta le había hecho, notada
por mi ingenio, con tanta fuerza, que las de Sansón no pudieran romperla.
Hiciéronse las diligencias, vio el vicario la cédula, tomó el tal vicario
la confesión a la señora, confesó de plano, mandóla depositar en casa de un
alguacil de corte muy honrado…»

A esta sazón, dijo Sancho:

-También en Candaya hay alguaciles de corte, poetas y seguidillas, por lo
que puedo jurar que imagino que todo el mundo es uno. Pero dése vuesa
merced priesa, señora Trifaldi, que es tarde y ya me muero por saber el fin
desta tan larga historia.

-Sí haré -respondió la condesa.

Capítulo XXXIX. Donde la Trifaldi prosigue su estupenda y memorable
historia

De cualquiera palabra que Sancho decía, la duquesa gustaba tanto como se
desesperaba don Quijote; y, mandándole que callase, la Dolorida prosiguió
diciendo:

-«En fin, al cabo de muchas demandas y respuestas, como la infanta se
estaba siempre en sus trece, sin salir ni variar de la primera declaración,
el vicario sentenció en favor de don Clavijo, y se la entregó por su
legítima esposa, de lo que recibió tanto enojo la reina doña Maguncia,
madre de la infanta Antonomasia, que dentro de tres días la enterramos.»

-Debió de morir, sin duda -dijo Sancho.

-¡Claro está! -respondió Trifaldín-, que en Candaya no se entierran las
personas vivas, sino las muertas.

-Ya se ha visto, señor escudero -replicó Sancho-, enterrar un desmayado
creyendo ser muerto, y parecíame a mí que estaba la reina Maguncia obligada
a desmayarse antes que a morirse; que con la vida muchas cosas se remedian,
y no fue tan grande el disparate de la infanta que obligase a sentirle
tanto. Cuando se hubiera casado esa señora con algún paje suyo, o con otro
criado de su casa, como han hecho otras muchas, según he oído decir, fuera
el daño sin remedio; pero el haberse casado con un caballero tan
gentilhombre y tan entendido como aquí nos le han pintado, en verdad en
verdad que, aunque fue necedad, no fue tan grande como se piensa; porque,
según las reglas de mi señor, que está presente y no me dejará mentir, así
como se hacen de los hombres letrados los obispos, se pueden hacer de los
caballeros, y más si son andantes, los reyes y los emperadores.

-Razón tienes, Sancho -dijo don Quijote-, porque un caballero andante, como
tenga dos dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor
señor del mundo. Pero, pase adelante la señora Dolorida, que a mí se me
trasluce que le falta por contar lo amargo desta hasta aquí dulce historia.

-Y ¡cómo si queda lo amargo! -respondió la condesa-, y tan amargo que en su
comparación son dulces las tueras y sabrosas las adelfas. «Muerta, pues, la
reina, y no desmayada, la enterramos; y, apenas la cubrimos con la tierra
y apenas le dimos el último vale, cuando,

quis talia fando temperet a lachrymis?,

puesto sobre un caballo de madera, pareció encima de la sepultura de la
reina el gigante Malambruno, primo cormano de Maguncia, que junto con ser
cruel era encantador, el cual con sus artes, en venganza de la muerte de su
cormana, y por castigo del atrevimiento de don Clavijo, y por despecho de
la demasía de Antonomasia, los dejó encantados sobre la mesma sepultura: a
ella, convertida en una jimia de bronce, y a él, en un espantoso cocodrilo
de un metal no conocido, y entre los dos está un padrón, asimismo de metal,
y en él escritas en lengua siríaca unas letras que, habiéndose declarado en
la candayesca, y ahora en la castellana, encierran esta sentencia: “No
cobrarán su primera forma estos dos atrevidos amantes hasta que el valeroso
manchego venga conmigo a las manos en singular batalla, que para solo su
gran valor guardan los hados esta nunca vista aventura”. Hecho esto, sacó
de la vaina un ancho y desmesurado alfanje, y, asiéndome a mí por los
cabellos, hizo finta de querer segarme la gola y cortarme cercen la cabeza.
Turbéme, pegóseme la voz a la garganta, quedé mohína en todo estremo, pero,
con todo, me esforcé lo más que pude, y, con voz tembladora y doliente, le
dije tantas y tales cosas, que le hicieron suspender la ejecución de tan
riguroso castigo. Finalmente, hizo traer ante sí todas las dueñas de
palacio, que fueron estas que están presentes, y, después de haber
exagerado nuestra culpa y vituperado las condiciones de las dueñas, sus
malas mañas y peores trazas, y cargando a todas la culpa que yo sola tenía,
dijo que no quería con pena capital castigarnos, sino con otras penas
dilatadas, que nos diesen una muerte civil y continua; y, en aquel mismo
momento y punto que acabó de decir esto, sentimos todas que se nos abrían
los poros de la cara, y que por toda ella nos punzaban como con puntas de
agujas. Acudimos luego con las manos a los rostros, y hallámonos de la
manera que ahora veréis.»

Y luego la Dolorida y las demás dueñas alzaron los antifaces con que
cubiertas venían, y descubrieron los rostros, todos poblados de barbas,
cuáles rubias, cuáles negras, cuáles blancas y cuáles albarrazadas, de cuya
vista mostraron quedar admirados el duque y la duquesa, pasmados don
Quijote y Sancho, y atónitos todos los presentes.

Y la Trifaldi prosiguió:

-«Desta manera nos castigó aquel follón y malintencionado de Malambruno,
cubriendo la blandura y morbidez de nuestros rostros con la aspereza destas
cerdas, que pluguiera al cielo que antes con su desmesurado alfanje nos
hubiera derribado las testas, que no que nos asombrara la luz de nuestras
caras con esta borra que nos cubre; porque si entramos en cuenta, señores
míos (y esto que voy a decir agora lo quisiera decir hechos mis ojos
fuentes, pero la consideración de nuestra desgracia, y los mares que hasta
aquí han llovido, los tienen sin humor y secos como aristas, y así, lo diré
sin lágrimas), digo, pues, que ¿adónde podrá ir una dueña con barbas? ¿Qué
padre o qué madre se dolerá della? ¿Quién la dará ayuda? Pues, aun cuando
tiene la tez lisa y el rostro martirizado con mil suertes de menjurjes y
mudas, apenas halla quien bien la quiera, ¿qué hará cuando descubra hecho
un bosque su rostro? ¡Oh dueñas y compañeras mías, en desdichado punto
nacimos, en hora menguada nuestros padres nos engendraron!»

Y, diciendo esto, dio muestras de desmayarse.

Capítulo XL. De cosas que atañen y tocan a esta aventura y a esta
memorable historia

Real y verdaderamente, todos los que gustan de semejantes historias como
ésta deben de mostrarse agradecidos a Cide Hamete, su autor primero, por la
curiosidad que tuvo en contarnos las semínimas della, sin dejar cosa, por
menuda que fuese, que no la sacase a luz distintamente: pinta los
pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara
las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso
deseo manifiesta. ¡Oh autor celebérrimo! ¡Oh don Quijote dichoso! ¡Oh
Dulcinea famosa! ¡Oh Sancho Panza gracioso! Todos juntos y cada uno de por
sí viváis siglos infinitos, para gusto y general pasatiempo de los
vivientes.

Dice, pues, la historia que, así como Sancho vio desmayada a la Dolorida,
dijo:

-Por la fe de hombre de bien, juro, y por el siglo de todos mis pasados los
Panzas, que jamás he oído ni visto, ni mi amo me ha contado, ni en su
pensamiento ha cabido, semejante aventura como ésta. Válgate mil satanases,
por no maldecirte por encantador y gigante, Malambruno; y ¿no hallaste otro
género de castigo que dar a estas pecadoras sino el de barbarlas? ¿Cómo y
no fuera mejor, y a ellas les estuviera más a cuento, quitarles la mitad de
las narices de medio arriba, aunque hablaran gangoso, que no ponerles
barbas? Apostaré yo que no tienen hacienda para pagar a quien las rape.

-Así es la verdad, señor -respondió una de las doce-, que no tenemos
hacienda para mondarnos; y así, hemos tomado algunas de nosotras por
remedio ahorrativo de usar de unos pegotes o parches pegajosos, y
aplicándolos a los rostros, y tirando de golpe, quedamos rasas y lisas como
fondo de mortero de piedra; que, puesto que hay en Candaya mujeres que
andan de casa en casa a quitar el vello y a pulir las cejas y hacer otros
menjurjes tocantes a mujeres, nosotras las dueñas de mi señora por jamás
quisimos admitirlas, porque las más oliscan a terceras, habiendo dejado de
ser primas; y si por el señor don Quijote no somos remediadas, con barbas
nos llevarán a la sepultura.

-Yo me pelaría las mías -dijo don Quijote- en tierra de moros, si no
remediase las vuestras.

A este punto, volvió de su desmayo la Trifaldi y dijo:

-El retintín desa promesa, valeroso caballero, en medio de mi desmayo llegó
a mis oídos, y ha sido parte para que yo dél vuelva y cobre todos mis
sentidos; y así, de nuevo os suplico, andante ínclito y señor indomable,
vuestra graciosa promesa se convierta en obra.

-Por mí no quedará -respondió don Quijote-: ved, señora, qué es lo que
tengo de hacer, que el ánimo está muy pronto para serviros.

-Es el caso -respondió la Dolorida -que desde aquí al reino de Candaya, si
se va por tierra, hay cinco mil leguas, dos más a menos; pero si se va por
el aire y por la línea recta, hay tres mil y docientas y veinte y siete. Es
también de saber que Malambruno me dijo que cuando la suerte me deparase al
caballero nuestro libertador, que él le enviaría una cabalgadura harto
mejor y con menos malicias que las que son de retorno, porque ha de ser
aquel mesmo caballo de madera sobre quien llevó el valeroso Pierres robada
a la linda Magalona, el cual caballo se rige por una clavija que tiene en
la frente, que le sirve de freno, y vuela por el aire con tanta ligereza
que parece que los mesmos diablos le llevan. Este tal caballo, según es
tradición antigua, fue compuesto por aquel sabio Merlín; prestósele a
Pierres, que era su amigo, con el cual hizo grandes viajes, y robó, como se
ha dicho, a la linda Magalona, llevándola a las ancas por el aire, dejando
embobados a cuantos desde la tierra los miraban; y no le prestaba sino a
quien él quería, o mejor se lo pagaba; y desde el gran Pierres hasta
ahora no sabemos que haya subido alguno en él. De allí le ha sacado
Malambruno con sus artes, y le tiene en su poder, y se sirve dél en sus
viajes, que los hace por momentos, por diversas partes del mundo, y hoy
está aquí y mañana en Francia y otro día en Potosí; y es lo bueno que el
tal caballo ni come, ni duerme ni gasta herraduras, y lleva un portante por
los aires, sin tener alas, que el que lleva encima puede llevar una taza
llena de agua en la mano sin que se le derrame gota, según camina llano y
reposado; por lo cual la linda Magalona se holgaba mucho de andar caballera
en él.

A esto dijo Sancho:

-Para andar reposado y llano, mi rucio, puesto que no anda por los aires;
pero por la tierra, yo le cutiré con cuantos portantes hay en el mundo.

Riéronse todos, y la Dolorida prosiguió:

-Y este tal caballo, si es que Malambruno quiere dar fin a nuestra
desgracia, antes que sea media hora entrada la noche, estará en nuestra
presencia, porque él me significó que la señal que me daría por donde yo
entendiese que había hallado el caballero que buscaba, sería enviarme el
caballo, donde fuese con comodidad y presteza.

-Y ¿cuántos caben en ese caballo? -preguntó Sancho.

La Dolorida respondió:

-Dos personas: la una en la silla y la otra en las ancas; y, por la mayor
parte, estas tales dos personas son caballero y escudero, cuando falta
alguna robada doncella.

-Querría yo saber, señora Dolorida -dijo Sancho-, qué nombre tiene ese
caballo.

-El nombre -respondió la Dolorida- no es como el caballo de Belorofonte,
que se llamaba Pegaso, ni como el del Magno Alejandro, llamado Bucéfalo, ni
como el del furioso Orlando, cuyo nombre fue Brilladoro, ni menos Bayarte,
que fue el de Reinaldos de Montalbán, ni Frontino, como el de Rugero, ni
Bootes ni Peritoa, como dicen que se llaman los del Sol, ni tampoco se
llama Orelia, como el caballo en que el desdichado Rodrigo, último rey de
los godos, entró en la batalla donde perdió la vida y el reino.

-Yo apostaré -dijo Sancho- que, pues no le han dado ninguno desos famosos
nombres de caballos tan conocidos, que tampoco le habrán dado el de mi amo,
Rocinante, que en ser propio excede a todos los que se han nombrado.

-Así es -respondió la barbada condesa-, pero todavía le cuadra mucho,
porque se llama Clavileño el Alígero, cuyo nombre conviene con el ser de
leño, y con la clavija que trae en la frente, y con la ligereza con que
camina; y así, en cuanto al nombre, bien puede competir con el famoso
Rocinante.

-No me descontenta el nombre -replicó Sancho-, pero ¿con qué freno o con
qué jáquima se gobierna?

-Ya he dicho -respondió la Trifaldi- que con la clavija, que, volviéndola a
una parte o a otra, el caballero que va encima le hace caminar como quiere,
o ya por los aires, o ya rastreando y casi barriendo la tierra, o por el
medio, que es el que se busca y se ha de tener en todas las acciones bien
ordenadas.

-Ya lo querría ver -respondió Sancho-, pero pensar que tengo de subir en
él, ni en la silla ni en las ancas, es pedir peras al olmo. ¡Bueno es que
apenas puedo tenerme en mi rucio, y sobre un albarda más blanda que la
mesma seda, y querrían ahora que me tuviese en unas ancas de tabla, sin
cojín ni almohada alguna! Pardiez, yo no me pienso moler por quitar las
barbas a nadie: cada cual se rape como más le viniere a cuento, que yo no
pienso acompañar a mi señor en tan largo viaje. Cuanto más, que yo no debo
de hacer al caso para el rapamiento destas barbas como lo soy para el
desencanto de mi señora Dulcinea.

-Sí sois, amigo -respondió la Trifaldi-, y tanto, que, sin vuestra
presencia, entiendo que no haremos nada.

-¡Aquí del rey! -dijo Sancho-: ¿qué tienen que ver los escuderos con las
aventuras de sus señores? ¿Hanse de llevar ellos la fama de las que acaban,
y hemos de llevar nosotros el trabajo? ¡Cuerpo de mí! Aun si dijesen los
historiadores: “El tal caballero acabó la tal y tal aventura, pero con
ayuda de fulano, su escudero, sin el cual fuera imposible el acabarla”.
Pero, ¡que escriban a secas: “Don Paralipomenón de las Tres Estrellas acabó
la aventura de los seis vestiglos”, sin nombrar la persona de su
escudero, que se halló presente a todo, como si no fuera en el mundo!
Ahora, señores, vuelvo a decir que mi señor se puede ir solo, y buen
provecho le haga, que yo me quedaré aquí, en compañía de la duquesa mi
señora, y podría ser que cuando volviese hallase mejorada la causa de la
señora Dulcinea en tercio y quinto; porque pienso, en los ratos ociosos y
desocupados, darme una tanda de azotes que no me la cubra pelo.

-Con todo eso, le habéis de acompañar si fuere necesario, buen Sancho,
porque os lo rogarán buenos; que no han de quedar por vuestro inútil temor
tan poblados los rostros destas señoras; que, cierto, sería mal caso.

-¡Aquí del rey otra vez! -replicó Sancho-. Cuando esta caridad se hiciera
por algunas doncellas recogidas, o por algunas niñas de la doctrina,
pudiera el hombre aventurarse a cualquier trabajo, pero que lo sufra por
quitar las barbas a dueñas, ¡mal año! Mas que las viese yo a todas con
barbas, desde la mayor hasta la menor, y de la más melindrosa hasta la más
repulgada.

-Mal estáis con las dueñas, Sancho amigo -dijo la duquesa-: mucho os vais
tras la opinión del boticario toledano. Pues a fe que no tenéis razón; que
dueñas hay en mi casa que pueden ser ejemplo de dueñas, que aquí está mi
doña Rodríguez, que no me dejará decir otra cosa.

-Mas que la diga vuestra excelencia -dijo Rodríguez-, que Dios sabe la
verdad de todo, y buenas o malas, barbadas o lampiñas que seamos las
dueñas, también nos parió nuestra madre como a las otras mujeres; y, pues
Dios nos echó en el mundo, Él sabe para qué, y a su misericordia me atengo,
y no a las barbas de nadie.

-Ahora bien, señora Rodríguez -dijo don Quijote-, y señora Trifaldi y
compañía, yo espero en el cielo que mirará con buenos ojos vuestras cuitas,
que Sancho hará lo que yo le mandare, ya viniese Clavileño y ya me viese
con Malambruno; que yo sé que no habría navaja que con más facilidad rapase
a vuestras mercedes como mi espada raparía de los hombros la cabeza de
Malambruno; que Dios sufre a los malos, pero no para siempre.

-¡Ay! -dijo a esta sazón la Dolorida-, con benignos ojos miren a vuestra
grandeza, valeroso caballero, todas las estrellas de las regiones celestes,
e infundan en vuestro ánimo toda prosperidad y valentía para ser escudo y
amparo del vituperoso y abatido género dueñesco, abominado de boticarios,
murmurado de escuderos y socaliñado de pajes; que mal haya la bellaca que
en la flor de su edad no se metió primero a ser monja que a dueña.
¡Desdichadas de nosotras las dueñas, que, aunque vengamos por línea recta,
de varón en varón, del mismo Héctor el troyano, no dejaran de echaros un
vos nuestras señoras, si pensasen por ello ser reinas! ¡Oh gigante
Malambruno, que, aunque eres encantador, eres certísimo en tus promesas!,
envíanos ya al sin par Clavileño, para que nuestra desdicha se acabe, que
si entra el calor y estas nuestras barbas duran, ¡guay de nuestra ventura!

Dijo esto con tanto sentimiento la Trifaldi, que sacó las lágrimas de los
ojos de todos los circunstantes, y aun arrasó los de Sancho, y propuso en
su corazón de acompañar a su señor hasta las últimas partes del mundo, si
es que en ello consistiese quitar la lana de aquellos venerables rostros.

Capítulo XLI. De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura

Llegó en esto la noche, y con ella el punto determinado en que el famoso
caballo Clavileño viniese, cuya tardanza fatigaba ya a don Quijote,
pareciéndole que, pues Malambruno se detenía en enviarle, o que él no era
el caballero para quien estaba guardada aquella aventura, o que Malambruno
no osaba venir con él a singular batalla. Pero veis aquí cuando a deshora
entraron por el jardín cuatro salvajes, vestidos todos de verde yedra, que
sobre sus hombros traían un gran caballo de madera. Pusiéronle de pies en
el suelo, y uno de los salvajes dijo:

-Suba sobre esta máquina el que tuviere ánimo para ello.

-Aquí -dijo Sancho- yo no subo, porque ni tengo ánimo ni soy caballero.

Y el salvaje prosiguió diciendo:

-Y ocupe las ancas el escudero, si es que lo tiene, y fíese del valeroso
Malambruno, que si no fuere de su espada, de ninguna otra, ni de otra
malicia, será ofendido; y no hay más que torcer esta clavija que sobre el
cuello trae puesta, que él los llevará por los aires adonde los atiende
Malambruno; pero, porque la alteza y sublimidad del camino no les cause
váguidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo relinche, que será
señal de haber dado fin a su viaje.

Esto dicho, dejando a Clavileño, con gentil continente se volvieron por
donde habían venido. La Dolorida, así como vio al caballo, casi con
lágrimas dijo a don Quijote:

-Valeroso caballero, las promesas de Malambruno han sido ciertas: el
caballo está en casa, nuestras barbas crecen, y cada una de nosotras y con
cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y tundas, pues no está en más sino
en que subas en él con tu escudero y des felice principio a vuestro nuevo
viaje.

-Eso haré yo, señora condesa Trifaldi, de muy buen grado y de mejor
talante, sin ponerme a tomar cojín, ni calzarme espuelas, por no detenerme:
tanta es la gana que tengo de veros a vos, señora, y a todas estas dueñas
rasas y mondas.

-Eso no haré yo -dijo Sancho-, ni de malo ni de buen talante, en ninguna
manera; y si es que este rapamiento no se puede hacer sin que yo suba a las
ancas, bien puede buscar mi señor otro escudero que le acompañe, y estas
señoras otro modo de alisarse los rostros; que yo no soy brujo, para gustar
de andar por los aires. Y ¿qué dirán mis insulanos cuando sepan que su
gobernador se anda paseando por los vientos? Y otra cosa más: que habiendo
tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el caballo se cansa o el
gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media docena de años, y ya ni
habrá ínsula ni ínsulos en el mundo que me conozan; y, pues se dice
comúnmente que en la tardanza va el peligro, y que cuando te dieren la
vaquilla acudas con la soguilla, perdónenme las barbas destas señoras, que
bien se está San Pedro en Roma; quiero decir que bien me estoy en esta
casa, donde tanta merced se me hace y de cuyo dueño tan gran bien espero
como es verme gobernador.

A lo que el duque dijo:

-Sancho amigo, la ínsula que yo os he prometido no es movible ni fugitiva:
raíces tiene tan hondas, echadas en los abismos de la tierra, que no la
arrancarán ni mudarán de donde está a tres tirones; y, pues vos sabéis que
sé yo que no hay ninguno género de oficio destos de mayor cantía que no se
granjee con alguna suerte de cohecho, cuál más, cuál menos, el que yo
quiero llevar por este gobierno es que vais con vuestro señor don Quijote a
dar cima y cabo a esta memorable aventura; que ahora volváis sobre
Clavileño con la brevedad que su ligereza promete, ora la contraria fortuna
os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y de venta en
venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la dejáis, y
a vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su gobernador que
siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis duda en esta
verdad, señor Sancho, que sería hacer notorio agravio al deseo que de
serviros tengo.

-No más, señor -dijo Sancho-: yo soy un pobre escudero y no puedo llevar a
cuestas tantas cortesías; suba mi amo, tápenme estos ojos y encomiéndenme a
Dios, y avísenme si cuando vamos por esas altanerías podré encomendarme a
Nuestro Señor o invocar los ángeles que me favorezcan.

A lo que respondió Trifaldi:

-Sancho, bien podéis encomendaros a Dios o a quien quisiéredes, que
Malambruno, aunque es encantador, es cristiano, y hace sus encantamentos
con mucha sagacidad y con mucho tiento, sin meterse con nadie.

-¡Ea, pues -dijo Sancho-, Dios me ayude y la Santísima Trinidad de Gaeta!

-Desde la memorable aventura de los batanes -dijo don Quijote-, nunca he
visto a Sancho con tanto temor como ahora, y si yo fuera tan agorero como
otros, su pusilanimidad me hiciera algunas cosquillas en el ánimo. Pero
llegaos aquí, Sancho, que con licencia destos señores os quiero hablar
aparte dos palabras.

Y, apartando a Sancho entre unos árboles del jardín y asiéndole ambas las
manos, le dijo:

-Ya vees, Sancho hermano, el largo viaje que nos espera, y que sabe Dios
cuándo volveremos dél, ni la comodidad y espacio que nos darán los
negocios; así, querría que ahora te retirases en tu aposento, como que vas
a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y, en un daca las pajas,
te dieses, a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a que estás
obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendrás, que el comenzar
las cosas es tenerlas medio acabadas.

-¡Par Dios -dijo Sancho-, que vuestra merced debe de ser menguado! Esto es
como aquello que dicen: “¡en priesa me vees y doncellez me demandas!”
¿Ahora que tengo de ir sentado en una tabla rasa, quiere vuestra merced que
me lastime las posas? En verdad en verdad que no tiene vuestra merced
razón. Vamos ahora a rapar estas dueñas, que a la vuelta yo le prometo a
vuestra merced, como quien soy, de darme tanta priesa a salir de mi
obligación, que vuestra merced se contente, y no le digo más.

Y don Quijote respondió:

-Pues con esa promesa, buen Sancho, voy consolado, y creo que la cumplirás,
porque, en efecto, aunque tonto, eres hombre verídico.

-No soy verde, sino moreno -dijo Sancho-, pero aunque fuera de mezcla,
cumpliera mi palabra.

Y con esto se volvieron a subir en Clavileño, y al subir dijo don Quijote:

-Tapaos, Sancho, y subid, Sancho, que quien de tan lueñes tierras envía por
nosotros no será para engañarnos, por la poca gloria que le puede redundar
de engañar a quien dél se fía; y, puesto que todo sucediese al revés de lo
que imagino, la gloria de haber emprendido esta hazaña no la podrá
escurecer malicia alguna.

-Vamos, señor -dijo Sancho-, que las barbas y lágrimas destas señoras las
tengo clavadas en el corazón, y no comeré bocado que bien me sepa hasta
verlas en su primera lisura. Suba vuesa merced y tápese primero, que si yo
tengo de ir a las ancas, claro está que primero sube el de la silla.

-Así es la verdad -replicó don Quijote.

Y, sacando un pañuelo de la faldriquera, pidió a la Dolorida que le
cubriese muy bien los ojos, y, habiéndoselos cubierto, se volvió a
descubrir y dijo:

-Si mal no me acuerdo, yo he leído en Virgilio aquello del Paladión de
Troya, que fue un caballo de madera que los griegos presentaron a la diosa
Palas, el cual iba preñado de caballeros armados, que después fueron la
total ruina de Troya; y así, será bien ver primero lo que Clavileño trae en
su estómago.

-No hay para qué -dijo la Dolorida-, que yo le fío y sé que Malambruno no
tiene nada de malicioso ni de traidor; vuesa merced, señor don Quijote,
suba sin pavor alguno, y a mi daño si alguno le sucediere.

Parecióle a don Quijote que cualquiera cosa que replicase acerca de su
seguridad sería poner en detrimento su valentía; y así, sin más altercar,
subió sobre Clavileño y le tentó la clavija, que fácilmente se rodeaba; y,
como no tenía estribos y le colgaban las piernas, no parecía sino figura de
tapiz flamenco pintada o tejida en algún romano triunfo. De mal talante y
poco a poco llegó a subir Sancho, y, acomodándose lo mejor que pudo en las
ancas, las halló algo duras y no nada blandas, y pidió al duque que, si
fuese posible, le acomodasen de algún cojín o de alguna almohada, aunque
fuese del estrado de su señora la duquesa, o del lecho de algún paje,
porque las ancas de aquel caballo más parecían de mármol que de leño.

A esto dijo la Trifaldi que ningún jaez ni ningún género de adorno sufría
sobre sí Clavileño; que lo que podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que
así no sentiría tanto la dureza. Hízolo así Sancho, y, diciendo ”a Dios”,
se dejó vendar los ojos, y, ya después de vendados, se volvió a descubrir,
y, mirando a todos los del jardín tiernamente y con lágrimas, dijo que le
ayudasen en aquel trance con sendos paternostres y sendas avemarías, porque
Dios deparase quien por ellos los dijese cuando en semejantes trances se
viesen. A lo que dijo don Quijote:

-Ladrón, ¿estás puesto en la horca por ventura, o en el último término de
la vida, para usar de semejantes plegarias? ¿No estás, desalmada y cobarde
criatura, en el mismo lugar que ocupó la linda Magalona, del cual decendió,
no a la sepultura, sino a ser reina de Francia, si no mienten las
historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo ponerme al del valeroso
Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora oprimo? Cúbrete,
cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el temor que tienes,
a lo menos en presencia mía.

-Tápenme -respondió Sancho-; y, pues no quieren que me encomiende a Dios ni
que sea encomendado, ¿qué mucho que tema no ande por aquí alguna región de
diablos que den con nosotros en Peralvillo?

Cubriéronse, y, sintiendo don Quijote que estaba como había de estar, tentó
la clavija, y, apenas hubo puesto los dedos en ella, cuando todas las
dueñas y cuantos estaban presentes levantaron las voces, diciendo:

-¡Dios te guíe, valeroso caballero!

-¡Dios sea contigo, escudero intrépido!

-¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos con más velocidad que una saeta!

-¡Ya comenzáis a suspender y admirar a cuantos desde la tierra os están
mirando!

-¡Tente, valeroso Sancho, que te bamboleas! ¡Mira no cayas, que será peor
tu caída que la del atrevido mozo que quiso regir el carro del Sol, su
padre!

Oyó Sancho las voces, y, apretándose con su amo y ciñiéndole con los
brazos, le dijo:

-Señor, ¿cómo dicen éstos que vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y
no parecen sino que están aquí hablando junto a nosotros?

-No repares en eso, Sancho, que, como estas cosas y estas volaterías van
fuera de los cursos ordinarios, de mil leguas verás y oirás lo que
quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas; y en verdad que no sé
de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en todos los días de
mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece sino que no
nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en efecto, la
cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.

-Así es la verdad -respondió Sancho-, que por este lado me da un viento tan
recio, que parece que con mil fuelles me están soplando.

Y así era ello, que unos grandes fuelles le estaban haciendo aire: tan bien
trazada estaba la tal aventura por el duque y la duquesa y su mayordomo,
que no le faltó requisito que la dejase de hacer perfecta.

Sintiéndose, pues, soplar don Quijote, dijo:

-Sin duda alguna, Sancho, que ya debemos de llegar a la segunda región del
aire, adonde se engendra el granizo, las nieves; los truenos, los
relámpagos y los rayos se engendran en la tercera región, y si es que desta
manera vamos subiendo, presto daremos en la región del fuego, y no sé yo
cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos abrasemos.

En esto, con unas estopas ligeras de encenderse y apagarse, desde lejos,
pendientes de una caña, les calentaban los rostros. Sancho, que sintió el
calor, dijo:

-Que me maten si no estamos ya en el lugar del fuego, o bien cerca, porque
una gran parte de mi barba se me ha chamuscado, y estoy, señor, por
descubrirme y ver en qué parte estamos.

-No hagas tal -respondió don Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del
licenciado Torralba, a quien llevaron los diablos en volandas por el aire,
caballero en una caña, cerrados los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y
se apeó en Torre de Nona, que es una calle de la ciudad, y vio todo el
fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la mañana ya estaba de vuelta en
Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había visto; el cual asimismo dijo
que cuando iba por el aire le mandó el diablo que abriese los ojos, y los
abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de la luna, que la
pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no
desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que, el que
nos lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá vamos tomando puntas
y subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya,
como hace el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se
remonte; y, aunque nos parece que no ha media hora que nos partimos del
jardín, creéme que debemos de haber hecho gran camino.

-No sé lo que es -respondió Sancho Panza-, sólo sé decir que si la señora
Magallanes o Magalona se contentó destas ancas, que no debía de ser muy
tierna de carnes.

Todas estas pláticas de los dos valientes oían el duque y la duquesa y los
del jardín, de que recibían estraordinario contento; y, queriendo dar
remate a la estraña y bien fabricada aventura, por la cola de Clavileño le
pegaron fuego con unas estopas, y al punto, por estar el caballo lleno de
cohetes tronadores, voló por los aires, con estraño ruido, y dio con don
Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio chamuscados.

En este tiempo ya se habían desparecido del jardín todo el barbado
escuadrón de las dueñas y la Trifaldi y todo, y los del jardín quedaron
como desmayados, tendidos por el suelo. Don Quijote y Sancho se levantaron
maltrechos, y, mirando a todas partes, quedaron atónitos de verse en el
mesmo jardín de donde habían partido y de ver tendido por tierra tanto
número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado del jardín
vieron hincada una gran lanza en el suelo y pendiente della y de dos
cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual, con grandes
letras de oro, estaba escrito lo siguiente:

El ínclito caballero don Quijote de la Mancha feneció y acabó la aventura
de la condesa Trifaldi, por otro nombre llamada la dueña Dolorida, y
compañía, con sólo intentarla.

Malambruno se da por contento y satisfecho a toda su voluntad, y las barbas
de las dueñas ya quedan lisas y mondas, y los reyes don Clavijo y
Antonomasia en su prístino estado. Y, cuando se cumpliere el escuderil
vápulo, la blanca paloma se verá libre de los pestíferos girifaltes que la
persiguen, y en brazos de su querido arrullador; que así está ordenado por
el sabio Merlín, protoencantador de los encantadores.

Habiendo, pues, don Quijote leído las letras del pergamino, claro entendió
que del desencanto de Dulcinea hablaban; y, dando muchas gracias al cielo
de que con tan poco peligro hubiese acabado tan gran fecho, reduciendo a su
pasada tez los rostros de las venerables dueñas, que ya no parecían, se fue
adonde el duque y la duquesa aún no habían vuelto en sí, y, trabando de la
mano al duque, le dijo:

-¡Ea, buen señor, buen ánimo; buen ánimo, que todo es nada! La aventura es
ya acabada sin daño de barras, como lo muestra claro el escrito que en
aquel padrón está puesto.

El duque, poco a poco, y como quien de un pesado sueño recuerda, fue
volviendo en sí, y por el mismo tenor la duquesa y todos los que por el
jardín estaban caídos, con tales muestras de maravilla y espanto, que casi
se podían dar a entender haberles acontecido de veras lo que tan bien
sabían fingir de burlas. Leyó el duque el cartel con los ojos medio
cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don Quijote,
diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo se hubiese visto.

Sancho andaba mirando por la Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las
barbas, y si era tan hermosa sin ellas como su gallarda disposición
prometía, pero dijéronle que, así como Clavileño bajó ardiendo por los
aires y dio en el suelo, todo el escuadrón de las dueñas, con la Trifaldi,
había desaparecido, y que ya iban rapadas y sin cañones. Preguntó la
duquesa a Sancho que cómo le había ido en aquel largo viaje. A lo cual
Sancho respondió:

-Yo, señora, sentí que íbamos, según mi señor me dijo, volando por la
región del fuego, y quise descubrirme un poco los ojos, pero mi amo, a
quien pedí licencia para descubrirme, no la consintió; mas yo, que tengo no
sé qué briznas de curioso y de desear saber lo que se me estorba y impide,
bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a las narices aparté tanto
cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí miré hacia la
tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de mostaza, y
los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas; porque se
vea cuán altos debíamos de ir entonces.

A esto dijo la duquesa:

-Sancho amigo, mirad lo que decís, que, a lo que parece, vos no vistes la
tierra, sino los hombres que andaban sobre ella; y está claro que si la
tierra os pareció como un grano de mostaza, y cada hombre como una
avellana, un hombre solo había de cubrir toda la tierra.

-Así es verdad -respondió Sancho-, pero, con todo eso, la descubrí por un
ladito, y la vi toda.

-Mirad, Sancho -dijo la duquesa-, que por un ladito no se vee el todo de lo
que se mira.

-Yo no sé esas miradas -replicó Sancho-: sólo sé que será bien que vuestra
señoría entienda que, pues volábamos por encantamento, por encantamento
podía yo ver toda la tierra y todos los hombres por doquiera que los
mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá vuestra merced cómo,
descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al cielo que no había
de mí a él palmo y medio, y por lo que puedo jurar, señora mía, que es muy
grande además. Y sucedió que íbamos por parte donde están las siete
cabrillas; y en Dios y en mi ánima que, como yo en mi niñez fui en mi
tierra cabrerizo, que así como las vi, ¡me dio una gana de entretenerme con
ellas un rato…! Y si no le cumpliera me parece que reventara. Vengo,
pues, y tomo, y ¿qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco,
bonita y pasitamente me apeé de Clavileño, y me entretuve con las
cabrillas, que son como unos alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos