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cuando comienzas a ensartar refranes y cuentos, no te puede esperar sino el
mesmo Judas, que te lleve. Dime, animal, ¿qué sabes tú de clavos, ni de
rodajas, ni de otra cosa ninguna?

-¡Oh! Pues si no me entienden -respondió Sancho-, no es maravilla que mis
sentencias sean tenidas por disparates. Pero no importa: yo me entiendo, y
sé que no he dicho muchas necedades en lo que he dicho; sino que vuesa
merced, señor mío, siempre es friscal de mis dichos, y aun de mis hechos.

-Fiscal has de decir -dijo don Quijote-, que no friscal, prevaricador del
buen lenguaje, que Dios te confunda.

-No se apunte vuestra merced conmigo -respondió Sancho-, pues sabe que no
me he criado en la Corte, ni he estudiado en Salamanca, para saber si añado
o quito alguna letra a mis vocablos. Sí, que, ¡válgame Dios!, no hay para
qué obligar al sayagués a que hable como el toledano, y toledanos puede
haber que no las corten en el aire en esto del hablar polido.

-Así es -dijo el licenciado-, porque no pueden hablar tan bien los que se
crían en las Tenerías y en Zocodover como los que se pasean casi todo el
día por el claustro de la Iglesia Mayor, y todos son toledanos. El lenguaje
puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos,
aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no
lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña
con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en
Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras,
llanas y significantes.

-Si no os picáredes más de saber más menear las negras que lleváis que la
lengua -dijo el otro estudiante-, vos llevárades el primero en licencias,
como llevastes cola.

-Mirad, bachiller -respondió el licenciado-: vos estáis en la más errada
opinión del mundo acerca de la destreza de la espada, teniéndola por vana.

-Para mí no es opinión, sino verdad asentada -replicó Corchuelo-; y si
queréis que os lo muestre con la experiencia, espadas traéis, comodidad
hay, yo pulsos y fuerzas tengo, que acompañadas de mi ánimo, que no es
poco, os harán confesar que yo no me engaño. Apeaos, y usad de vuestro
compás de pies, de vuestros círculos y vuestros ángulos y ciencia; que yo
espero de haceros ver estrellas a mediodía con mi destreza moderna y zafia,
en quien espero, después de Dios, que está por nacer hombre que me haga
volver las espaldas, y que no le hay en el mundo a quien yo no le haga
perder tierra.

-En eso de volver, o no, las espaldas no me meto -replico el diestro-;
aunque podría ser que en la parte donde la vez primera clavásedes el pie,
allí os abriesen la sepultura: quiero decir que allí quedásedes muerto por
la despreciada destreza.

-Ahora se verá -respondió Corchuelo.

Y, apeándose con gran presteza de su jumento, tiró con furia de una de las
espadas que llevaba el licenciado en el suyo.

-No ha de ser así -dijo a este instante don Quijote-, que yo quiero ser el
maestro desta esgrima, y el juez desta muchas veces no averiguada cuestión.

Y, apeándose de Rocinante y asiendo de su lanza, se puso en la mitad del
camino, a tiempo que ya el licenciado, con gentil donaire de cuerpo y
compás de pies, se iba contra Corchuelo, que contra él se vino, lanzando,
como decirse suele, fuego por los ojos. Los otros dos labradores del
acompañamiento, sin apearse de sus pollinas, sirvieron de aspetatores en la
mortal tragedia. Las cuchilladas, estocadas, altibajos, reveses y mandobles
que tiraba Corchuelo eran sin número, más espesas que hígado y más menudas
que granizo. Arremetía como un león irritado, pero salíale al encuentro un
tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su
furia le detenía, y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con
tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse.

Finalmente, el licenciado le contó a estocadas todos los botones de una
media sotanilla que traía vestida, haciéndole tiras los faldamentos, como
colas de pulpo; derribóle el sombrero dos veces, y cansóle de manera que de
despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y arrojóla por
el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era
escribano, que fue por ella, dio después por testimonio que la alongó de sí
casi tres cuartos de legua; el cual testimonio sirve y ha servido para que
se conozca y vea con toda verdad cómo la fuerza es vencida del arte.

Sentóse cansado Corchuelo, y llegándose a él Sancho, le dijo:

-Mía fe, señor bachiller, si vuesa merced toma mi consejo, de aquí adelante
no ha de desafiar a nadie a esgrimir, sino a luchar o a tirar la barra,
pues tiene edad y fuerzas para ello; que destos a quien llaman diestros he
oído decir que meten una punta de una espada por el ojo de una aguja.

-Yo me contento -respondió Corchuelo- de haber caído de mi burra, y de que
me haya mostrado la experiencia la verdad, de quien tan lejos estaba.

Y, levantándose, abrazó al licenciado, y quedaron más amigos que de antes,
y no queriendo esperar al escribano, que había ido por la espada, por
parecerle que tardaría mucho; y así, determinaron seguir, por llegar
temprano a la aldea de Quiteria, de donde todos eran.

En lo que faltaba del camino, les fue contando el licenciado las
excelencias de la espada, con tantas razones demostrativas y con tantas
figuras y demostraciones matemáticas, que todos quedaron enterados de la
bondad de la ciencia, y Corchuelo reducido de su pertinacia.

Era anochecido, pero antes que llegasen les pareció a todos que estaba
delante del pueblo un cielo lleno de inumerables y resplandecientes
estrellas. Oyeron, asimismo, confusos y suaves sonidos de diversos
instrumentos, como de flautas, tamborinos, salterios, albogues, panderos y
sonajas; y cuando llegaron cerca vieron que los árboles de una enramada,
que a mano habían puesto a la entrada del pueblo, estaban todos llenos de
luminarias, a quien no ofendía el viento, que entonces no soplaba sino tan
manso que no tenía fuerza para mover las hojas de los árboles. Los músicos
eran los regocijadores de la boda, que en diversas cuadrillas por aquel
agradable sitio andaban, unos bailando, y otros cantando, y otros tocando
la diversidad de los referidos instrumentos. En efecto, no parecía sino que
por todo aquel prado andaba corriendo la alegría y saltando el contento.

Otros muchos andaban ocupados en levantar andamios, de donde con comodidad
pudiesen ver otro día las representaciones y danzas que se habían de hacer
en aquel lugar dedicado para solenizar las bodas del rico Camacho y las
exequias de Basilio. No quiso entrar en el lugar don Quijote, aunque se lo
pidieron así el labrador como el bachiller; pero él dio por disculpa,
bastantísima a su parecer, ser costumbre de los caballeros andantes dormir
por los campos y florestas antes que en los poblados, aunque fuese debajo
de dorados techos; y con esto, se desvió un poco del camino, bien contra la
voluntad de Sancho, viniéndosele a la memoria el buen alojamiento que había
tenido en el castillo o casa de don Diego.

Capítulo XX. Donde se cuentan las bodas de Camacho el rico, con el suceso
de Basilio el pobre

Apenas la blanca aurora había dado lugar a que el luciente Febo, con el
ardor de sus calientes rayos, las líquidas perlas de sus cabellos de oro
enjugase, cuando don Quijote, sacudiendo la pereza de sus miembros, se puso
en pie y llamó a su escudero Sancho, que aún todavía roncaba; lo cual visto
por don Quijote, antes que le despertase, le dijo:

-¡Oh tú, bienaventurado sobre cuantos viven sobre la haz de la tierra, pues
sin tener invidia ni ser invidiado, duermes con sosegado espíritu, ni te
persiguen encantadores, ni sobresaltan encantamentos! Duerme, digo otra
vez, y lo diré otras ciento, sin que te tengan en contina vigilia celos de
tu dama, ni te desvelen pensamientos de pagar deudas que debas, ni de lo
que has de hacer para comer otro día tú y tu pequeña y angustiada familia.
Ni la ambición te inquieta, ni la pompa vana del mundo te fatiga, pues los
límites de tus deseos no se estienden a más que a pensar tu jumento; que el
de tu persona sobre mis hombros le tienes puesto: contrapeso y carga que
puso la naturaleza y la costumbre a los señores. Duerme el criado, y está
velando el señor, pensando cómo le ha de sustentar, mejorar y hacer
mercedes. La congoja de ver que el cielo se hace de bronce sin acudir a la
tierra con el conveniente rocío no aflige al criado, sino al señor, que ha
de sustentar en la esterilidad y hambre al que le sirvió en la fertilidad y
abundancia.

A todo esto no respondió Sancho, porque dormía, ni despertara tan presto si
don Quijote con el cuento de la lanza no le hiciere volver en sí. Despertó,
en fin, soñoliento y perezoso, y, volviendo el rostro a todas partes, dijo:

-De la parte desta enramada, si no me engaño, sale un tufo y olor harto más
de torreznos asados que de juncos y tomillos: bodas que por tales olores
comienzan, para mi santiguada que deben de ser abundantes y generosas.

-Acaba, glotón -dijo don Quijote-; ven, iremos a ver estos desposorios, por
ver lo que hace el desdeñado Basilio.

-Mas que haga lo que quisiere -respondió Sancho-: no fuera él pobre y
casárase con Quiteria. ¿No hay más sino tener un cuarto y querer alzarse
por las nubes? A la fe, señor, yo soy de parecer que el pobre debe de
contentarse con lo que hallare, y no pedir cotufas en el golfo. Yo apostaré
un brazo que puede Camacho envolver en reales a Basilio; y si esto es así,
como debe de ser, bien boba fuera Quiteria en desechar las galas y las
joyas que le debe de haber dado, y le puede dar Camacho, por escoger el
tirar de la barra y el jugar de la negra de Basilio. Sobre un buen tiro de
barra o sobre una gentil treta de espada no dan un cuartillo de vino en la
taberna. Habilidades y gracias que no son vendibles, mas que las tenga el
conde Dirlos; pero, cuando las tales gracias caen sobre quien tiene buen
dinero, tal sea mi vida como ellas parecen. Sobre un buen cimiento se puede
levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el
dinero.

-Por quien Dios es, Sancho -dijo a esta sazón don Quijote-, que concluyas
con tu arenga; que tengo para mí que si te dejasen seguir en las que a cada
paso comienzas, no te quedaría tiempo para comer ni para dormir, que todo
le gastarías en hablar.

-Si vuestra merced tuviera buena memoria -replicó Sancho-, debiérase
acordar de los capítulos de nuestro concierto antes que esta última vez
saliésemos de casa: uno dellos fue que me había de dejar hablar todo
aquello que quisiese, con que no fuese contra el prójimo ni contra la
autoridad de vuesa merced; y hasta agora me parece que no he contravenido
contra el tal capítulo.

-Yo no me acuerdo, Sancho -respondió don Quijote-, del tal capítulo; y,
puesto que sea así, quiero que calles y vengas, que ya los instrumentos que
anoche oímos vuelven a alegrar los valles, y sin duda los desposorios se
celebrarán en el frescor de la mañana, y no en el calor de la tarde.

Hizo Sancho lo que su señor le mandaba, y, poniendo la silla a Rocinante y
la albarda al rucio, subieron los dos, y paso ante paso se fueron entrando
por la enramada.

Lo primero que se le ofreció a la vista de Sancho fue, espetado en un
asador de un olmo entero, un entero novillo; y en el fuego donde se había
de asar ardía un mediano monte de leña, y seis ollas que alrededor de la
hoguera estaban no se habían hecho en la común turquesa de las demás ollas,
porque eran seis medias tinajas, que cada una cabía un rastro de carne: así
embebían y encerraban en sí carneros enteros, sin echarse de ver, como si
fueran palominos; las liebres ya sin pellejo y las gallinas sin pluma que
estaban colgadas por los árboles para sepultarlas en las ollas no tenían
número; los pájaros y caza de diversos géneros eran infinitos, colgados de
los árboles para que el aire los enfriase.

Contó Sancho más de sesenta zaques de más de a dos arrobas cada uno, y
todos llenos, según después pareció, de generosos vinos; así había rimeros
de pan blanquísimo, como los suele haber de montones de trigo en las eras;
los quesos, puestos como ladrillos enrejados, formaban una muralla, y dos
calderas de aceite, mayores que las de un tinte, servían de freír cosas de
masa, que con dos valientes palas las sacaban fritas y las zabullían en
otra caldera de preparada miel que allí junto estaba.

Los cocineros y cocineras pasaban de cincuenta: todos limpios, todos
diligentes y todos contentos. En el dilatado vientre del novillo estaban
doce tiernos y pequeños lechones, que, cosidos por encima, servían de darle
sabor y enternecerle. Las especias de diversas suertes no parecía haberlas
comprado por libras, sino por arrobas, y todas estaban de manifiesto en una
grande arca. Finalmente, el aparato de la boda era rústico, pero tan
abundante que podía sustentar a un ejército.

Todo lo miraba Sancho Panza, y todo lo contemplaba, y de todo se
aficionaba: primero le cautivaron y rindieron el deseo las ollas, de quién
él tomara de bonísima gana un mediano puchero; luego le aficionaron la
voluntad los zaques; y, últimamente, las frutas de sartén, si es que se
podían llamar sartenes las tan orondas calderas; y así, sin poderlo sufrir
ni ser en su mano hacer otra cosa, se llegó a uno de los solícitos
cocineros, y, con corteses y hambrientas razones, le rogó le dejase mojar
un mendrugo de pan en una de aquellas ollas. A lo que el cocinero
respondió:

-Hermano, este día no es de aquellos sobre quien tiene juridición la
hambre, merced al rico Camacho. Apeaos y mirad si hay por ahí un cucharón,
y espumad una gallina o dos, y buen provecho os hagan.

-No veo ninguno -respondió Sancho.

-Esperad -dijo el cocinero-. ¡Pecador de mí, y qué melindroso y para poco
debéis de ser!

Y, diciendo esto, asió de un caldero, y, encajándole en una de las medias
tinajas, sacó en él tres gallinas y dos gansos, y dijo a Sancho:

-Comed, amigo, y desayunaos con esta espuma, en tanto que se llega la hora
del yantar.

-No tengo en qué echarla -respondió Sancho.

-Pues llevaos -dijo el cocinero- la cuchara y todo, que la riqueza y el
contento de Camacho todo lo suple.

En tanto, pues, que esto pasaba Sancho, estaba don Quijote mirando cómo,
por una parte de la enramada, entraban hasta doce labradores sobre doce
hermosísimas yeguas, con ricos y vistosos jaeces de campo y con muchos
cascabeles en los petrales, y todos vestidos de regocijo y fiestas; los
cuales, en concertado tropel, corrieron no una, sino muchas carreras por el
prado, con regocijada algazara y grita, diciendo:

-¡Vivan Camacho y Quiteria: él tan rico como ella hermosa, y ella la más
hermosa del mundo!

Oyendo lo cual don Quijote, dijo entre sí:

-Bien parece que éstos no han visto a mi Dulcinea del Toboso, que si la
hubieran visto, ellos se fueran a la mano en las alabanzas desta su
Quiteria.

De allí a poco comenzaron a entrar por diversas partes de la enramada
muchas y diferentes danzas, entre las cuales venía una de espadas, de hasta
veinte y cuatro zagales de gallardo parecer y brío, todos vestidos de
delgado y blanquísimo lienzo, con sus paños de tocar, labrados de varias
colores de fina seda; y al que los guiaba, que era un ligero mancebo,
preguntó uno de los de las yeguas si se había herido alguno de los
danzantes.

-Por ahora, bendito sea Dios, no se ha herido nadie: todos vamos sanos.

Y luego comenzó a enredarse con los demás compañeros, con tantas vueltas y
con tanta destreza que, aunque don Quijote estaba hecho a ver semejantes
danzas, ninguna le había parecido tan bien como aquélla.

También le pareció bien otra que entró de doncellas hermosísimas, tan mozas
que, al parecer, ninguna bajaba de catorce ni llegaba a diez y ocho años,
vestidas todas de palmilla verde, los cabellos parte tranzados y parte
sueltos, pero todos tan rubios, que con los del sol podían tener
competencia, sobre los cuales traían guirnaldas de jazmines, rosas,
amaranto y madreselva compuestas. Guiábalas un venerable viejo y una
anciana matrona, pero más ligeros y sueltos que sus años prometían.
Hacíales el son una gaita zamorana, y ellas, llevando en los rostros y en
los ojos a la honestidad y en los pies a la ligereza, se mostraban las
mejores bailadoras del mundo.

Tras ésta entró otra danza de artificio y de las que llaman habladas. Era
de ocho ninfas, repartidas en dos hileras: de la una hilera era guía el
dios Cupido, y de la otra, el Interés; aquél, adornado de alas, arco,
aljaba y saetas; éste, vestido de ricas y diversas colores de oro y seda.
Las ninfas que al Amor seguían traían a las espaldas, en pargamino blanco y
letras grandes, escritos sus nombres: poesía era el título de la primera,
el de la segunda discreción, el de la tercera buen linaje, el de la cuarta
valentía; del modo mesmo venían señaladas las que al Interés seguían: decía
liberalidad el título de la primera, dádiva el de la segunda, tesoro el de
la tercera y el de la cuarta posesión pacífica. Delante de todos venía un
castillo de madera, a quien tiraban cuatro salvajes, todos vestidos de
yedra y de cáñamo teñido de verde, tan al natural, que por poco espantaran
a Sancho. En la frontera del castillo y en todas cuatro partes de sus
cuadros traía escrito: castillo del buen recato. Hacíanles el son cuatro
diestros tañedores de tamboril y flauta.

Comenzaba la danza Cupido, y, habiendo hecho dos mudanzas, alzaba los ojos
y flechaba el arco contra una doncella que se ponía entre las almenas del
castillo, a la cual desta suerte dijo:

-Yo soy el dios poderoso
en el aire y en la tierra
y en el ancho mar undoso,
y en cuanto el abismo encierra
en su báratro espantoso.
Nunca conocí qué es miedo;
todo cuanto quiero puedo,
aunque quiera lo imposible,
y en todo lo que es posible
mando, quito, pongo y vedo.

Acabó la copla, disparó una flecha por lo alto del castillo y retiróse a
su puesto. Salió luego el Interés, y hizo otras dos mudanzas; callaron los
tamborinos, y él dijo:

-Soy quien puede más que Amor,
y es Amor el que me guía;
soy de la estirpe mejor
que el cielo en la tierra cría,
más conocida y mayor.
Soy el Interés, en quien
pocos suelen obrar bien,
y obrar sin mí es gran milagro;
y cual soy te me consagro,
por siempre jamás, amén.

Retiróse el Interés, y hízose adelante la Poesía; la cual, después de haber
hecho sus mudanzas como los demás, puestos los ojos en la doncella del
castillo, dijo:

-En dulcísimos conceptos,
la dulcísima Poesía,
altos, graves y discretos,
señora, el alma te envía
envuelta entre mil sonetos.
Si acaso no te importuna
mi porfía, tu fortuna,
de otras muchas invidiada,
será por mí levantada
sobre el cerco de la luna.

Desvióse la Poesía, y de la parte del Interés salió la Liberalidad, y,
después de hechas sus mudanzas, dijo:

-Llaman Liberalidad
al dar que el estremo huye
de la prodigalidad,
y del contrario, que arguye
tibia y floja voluntad.
Mas yo, por te engrandecer,
de hoy más, pródiga he de ser;
que, aunque es vicio, es vicio honrado
y de pecho enamorado,
que en el dar se echa de ver.

Deste modo salieron y se retiraron todas las dos figuras de las dos
escuadras, y cada uno hizo sus mudanzas y dijo sus versos, algunos
elegantes y algunos ridículos, y sólo tomó de memoria don Quijote -que la
tenía grande- los ya referidos; y luego se mezclaron todos, haciendo y
deshaciendo lazos con gentil donaire y desenvoltura; y cuando pasaba el
Amor por delante del castillo, disparaba por alto sus flechas, pero el
Interés quebraba en él alcancías doradas.

Finalmente, después de haber bailado un buen espacio, el Interés sacó un
bolsón, que le formaba el pellejo de un gran gato romano, que parecía estar
lleno de dineros, y, arrojándole al castillo, con el golpe se desencajaron
las tablas y se cayeron, dejando a la doncella descubierta y sin defensa
alguna. Llegó el Interés con las figuras de su valía, y, echándola una gran
cadena de oro al cuello, mostraron prenderla, rendirla y cautivarla; lo
cual visto por el Amor y sus valedores, hicieron ademán de quitársela; y
todas las demostraciones que hacían eran al son de los tamborinos, bailando
y danzando concertadamente. Pusiéronlos en paz los salvajes, los cuales con
mucha presteza volvieron a armar y a encajar las tablas del castillo, y la
doncella se encerró en él como de nuevo, y con esto se acabó la danza con
gran contento de los que la miraban.

Preguntó don Quijote a una de las ninfas que quién la había compuesto y
ordenado. Respondióle que un beneficiado de aquel pueblo, que tenía gentil
caletre para semejantes invenciones.

-Yo apostaré -dijo don Quijote- que debe de ser más amigo de Camacho que de
Basilio el tal bachiller o beneficiado, y que debe de tener más de satírico
que de vísperas: ¡bien ha encajado en la danza las habilidades de Basilio y
las riquezas de Camacho!

Sancho Panza, que lo escuchaba todo, dijo:

-El rey es mi gallo: a Camacho me atengo.

-En fin -dijo don Quijote-, bien se parece, Sancho, que eres villano y de
aquéllos que dicen: “¡Viva quien vence!”

-No sé de los que soy -respondió Sancho-, pero bien sé que nunca de ollas
de Basilio sacaré yo tan elegante espuma como es esta que he sacado de las
de Camacho.

Y enseñóle el caldero lleno de gansos y de gallinas, y, asiendo de una,
comenzó a comer con mucho donaire y gana, y dijo:

-¡A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes,
y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía
una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al del tener se
atenía; y el día de hoy, mi señor don Quijote, antes se toma el pulso al
haber que al saber: un asno cubierto de oro parece mejor que un caballo
enalbardado. Así que vuelvo a decir que a Camacho me atengo, de cuyas ollas
son abundantes espumas gansos y gallinas, liebres y conejos; y de las de
Basilio serán, si viene a mano, y aunque no venga sino al pie, aguachirle.

-¿Has acabado tu arenga, Sancho? -dijo don Quijote.

-Habréla acabado -respondió Sancho-, porque veo que vuestra merced recibe
pesadumbre con ella; que si esto no se pusiera de por medio, obra había
cortada para tres días.

-Plega a Dios, Sancho -replicó don Quijote-, que yo te vea mudo antes que
me muera.

-Al paso que llevamos -respondió Sancho-, antes que vuestra merced se muera
estaré yo mascando barro, y entonces podrá ser que esté tan mudo que no
hable palabra hasta la fin del mundo, o, por lo menos, hasta el día del
Juicio.

-Aunque eso así suceda, ¡oh Sancho! -respondió don Quijote-, nunca llegará
tu silencio a do ha llegado lo que has hablado, hablas y tienes de hablar
en tu vida; y más, que está muy puesto en razón natural que primero llegue
el día de mi muerte que el de la tuya; y así, jamás pienso verte mudo, ni
aun cuando estés bebiendo o durmiendo, que es lo que puedo encarecer.

-A buena fe, señor -respondió Sancho-, que no hay que fiar en la
descarnada, digo, en la muerte, la cual también come cordero como carnero;
y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de
los reyes como las humildes chozas de los pobres. Tiene esta señora más de
poder que de melindre: no es nada asquerosa, de todo come y a todo hace, y
de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es
segador que duerme las siestas, que a todas horas siega, y corta así la
seca como la verde yerba; y no parece que masca, sino que engulle y traga
cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina, que nunca se harta;
y, aunque no tiene barriga, da a entender que está hidrópica y sedienta de
beber solas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua
fría.

-No más, Sancho -dijo a este punto don Quijote-. Tente en buenas, y no te
dejes caer; que en verdad que lo que has dicho de la muerte por tus
rústicos términos es lo que pudiera decir un buen predicador. Dígote,
Sancho que si como tienes buen natural y discreción, pudieras tomar un
púlpito en la mano y irte por ese mundo predicando lindezas…

-Bien predica quien bien vive -respondió Sancho-, y yo no sé otras
tologías.

-Ni las has menester -dijo don Quijote-; pero yo no acabo de entender ni
alcanzar cómo, siendo el principio de la sabiduría el temor de Dios, tú,
que temes más a un lagarto que a Él, sabes tanto.

-Juzgue vuesa merced, señor, de sus caballerías -respondió Sancho-, y no se
meta en juzgar de los temores o valentías ajenas, que tan gentil temeroso
soy yo de Dios como cada hijo de vecino; y déjeme vuestra merced despabilar
esta espuma, que lo demás todas son palabras ociosas, de que nos han de
pedir cuenta en la otra vida.

Y, diciendo esto, comenzó de nuevo a dar asalto a su caldero, con tan
buenos alientos que despertó los de don Quijote, y sin duda le ayudara, si
no lo impidiera lo que es fuerza se diga adelante.

Capítulo XXI. Donde se prosiguen las bodas de Camacho, con otros gustosos
sucesos

Cuando estaban don Quijote y Sancho en las razones referidas en el capítulo
antecedente, se oyeron grandes voces y gran ruido, y dábanlas y causábanle
los de las yeguas, que con larga carrera y grita iban a recebir a los
novios, que, rodeados de mil géneros de instrumentos y de invenciones,
venían acompañados del cura, y de la parentela de entrambos, y de toda la
gente más lucida de los lugares circunvecinos, todos vestidos de fiesta. Y
como Sancho vio a la novia, dijo:

-A buena fe que no viene vestida de labradora, sino de garrida palaciega.
¡Pardiez, que según diviso, que las patenas que había de traer son ricos
corales, y la palmilla verde de Cuenca es terciopelo de treinta pelos! ¡Y
montas que la guarnición es de tiras de lienzo, blanca!, ¡voto a mí que es
de raso!; pues, ¡tomadme las manos, adornadas con sortijas de azabache!: no
medre yo si no son anillos de oro, y muy de oro, y empedrados con pelras
blancas como una cuajada, que cada una debe de valer un ojo de la cara. ¡Oh
hideputa, y qué cabellos; que, si no son postizos, no los he visto mas
luengos ni más rubios en toda mi vida! ¡No, sino ponedla tacha en el brío y
en el talle, y no la comparéis a una palma que se mueve cargada de racimos
de dátiles, que lo mesmo parecen los dijes que trae pendientes de los
cabellos y de la garganta! Juro en mi ánima que ella es una chapada moza, y
que puede pasar por los bancos de Flandes.

Rióse don Quijote de las rústicas alabanzas de Sancho Panza; parecióle que,
fuera de su señora Dulcinea del Toboso, no había visto mujer más hermosa
jamás. Venía la hermosa Quiteria algo descolorida, y debía de ser de la
mala noche que siempre pasan las novias en componerse para el día venidero
de sus bodas. Íbanse acercando a un teatro que a un lado del prado estaba,
adornado de alfombras y ramos, adonde se habían de hacer los desposorios, y
de donde habían de mirar las danzas y las invenciones; y, a la sazón que
llegaban al puesto, oyeron a sus espaldas grandes voces, y una que decía:

-Esperaos un poco, gente tan inconsiderada como presurosa.

A cuyas voces y palabras todos volvieron la cabeza, y vieron que las daba
un hombre vestido, al parecer, de un sayo negro, jironado de carmesí a
llamas. Venía coronado -como se vio luego- con una corona de funesto
ciprés; en las manos traía un bastón grande. En llegando más cerca, fue
conocido de todos por el gallardo Basilio, y todos estuvieron suspensos,
esperando en qué habían de parar sus voces y sus palabras, temiendo algún
mal suceso de su venida en sazón semejante.

Llegó, en fin, cansado y sin aliento, y, puesto delante de los desposados,
hincando el bastón en el suelo, que tenía el cuento de una punta de acero,
mudada la color, puestos los ojos en Quiteria, con voz tremente y ronca,
estas razones dijo:

-Bien sabes, desconocida Quiteria, que conforme a la santa ley que
profesamos, que viviendo yo, tú no puedes tomar esposo; y juntamente no
ignoras que, por esperar yo que el tiempo y mi diligencia mejorasen los
bienes de mi fortuna, no he querido dejar de guardar el decoro que a tu
honra convenía; pero tú, echando a las espaldas todas las obligaciones que
debes a mi buen deseo, quieres hacer señor de lo que es mío a otro, cuyas
riquezas le sirven no sólo de buena fortuna, sino de bonísima ventura. Y
para que la tenga colmada, y no como yo pienso que la merece, sino como se
la quieren dar los cielos, yo, por mis manos, desharé el imposible o el
inconveniente que puede estorbársela, quitándome a mí de por medio. ¡Viva,
viva el rico Camacho con la ingrata Quiteria largos y felices siglos, y
muera, muera el pobre Basilio, cuya pobreza cortó las alas de su dicha y le
puso en la sepultura!

Y, diciendo esto, asió del bastón que tenía hincado en el suelo, y,
quedándose la mitad dél en la tierra, mostró que servía de vaina a un
mediano estoque que en él se ocultaba; y, puesta la que se podía llamar
empuñadura en el suelo, con ligero desenfado y determinado propósito se
arrojó sobre él, y en un punto mostró la punta sangrienta a las espaldas,
con la mitad del acerada cuchilla, quedando el triste bañado en su sangre y
tendido en el suelo, de sus mismas armas traspasado.

Acudieron luego sus amigos a favorecerle, condolidos de su miseria y
lastimosa desgracia; y, dejando don Quijote a Rocinante, acudió a
favorecerle y le tomó en sus brazos, y halló que aún no había espirado.
Quisiéronle sacar el estoque, pero el cura, que estaba presente, fue de
parecer que no se le sacasen antes de confesarle, porque el sacársele y el
espirar sería todo a un tiempo. Pero, volviendo un poco en sí Basilio, con
voz doliente y desmayada dijo:

-Si quisieses, cruel Quiteria, darme en este último y forzoso trance la
mano de esposa, aún pensaría que mi temeridad tendría desculpa, pues en
ella alcancé el bien de ser tuyo.

El cura, oyendo lo cual, le dijo que atendiese a la salud del alma antes
que a los gustos del cuerpo, y que pidiese muy de veras a Dios perdón de
sus pecados y de su desesperada determinación. A lo cual replicó Basilio
que en ninguna manera se confesaría si primero Quiteria no le daba la mano
de ser su esposa: que aquel contento le adobaría la voluntad y le daría
aliento para confesarse.

En oyendo don Quijote la petición del herido, en altas voces dijo que
Basilio pedía una cosa muy justa y puesta en razón, y además, muy hacedera,
y que el señor Camacho quedaría tan honrado recibiendo a la señora Quiteria
viuda del valeroso Basilio como si la recibiera del lado de su padre:

-Aquí no ha de haber más de un sí, que no tenga otro efecto que el
pronunciarle, pues el tálamo de estas bodas ha de ser la sepultura.

Todo lo oía Camacho, y todo le tenía suspenso y confuso, sin saber qué
hacer ni qué decir; pero las voces de los amigos de Basilio fueron tantas,
pidiéndole que consintiese que Quiteria le diese la mano de esposa, porque
su alma no se perdiese, partiendo desesperado desta vida, que le movieron,
y aun forzaron, a decir que si Quiteria quería dársela, que él se
contentaba, pues todo era dilatar por un momento el cumplimiento de sus
deseos.

Luego acudieron todos a Quiteria, y unos con ruegos, y otros con lágrimas,
y otros con eficaces razones, la persuadían que diese la mano al pobre
Basilio; y ella, más dura que un mármol y más sesga que una estatua,
mostraba que ni sabía ni podía, ni quería responder palabra; ni la
respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que
había de hacer, porque tenía Basilio ya el alma en los dientes, y no daba
lugar a esperar inresolutas determinaciones.

Entonces la hermosa Quiteria, sin responder palabra alguna, turbada, al
parecer triste y pesarosa, llegó donde Basilio estaba, ya los ojos vueltos,
el aliento corto y apresurado, murmurando entre los dientes el nombre de
Quiteria, dando muestras de morir como gentil, y no como cristiano. Llegó,
en fin, Quiteria, y, puesta de rodillas, le pidió la mano por señas, y no
por palabras. Desencajó los ojos Basilio, y, mirándola atentamente, le
dijo:

-¡Oh Quiteria, que has venido a ser piadosa a tiempo cuando tu piedad ha de
servir de cuchillo que me acabe de quitar la vida, pues ya no tengo fuerzas
para llevar la gloria que me das en escogerme por tuyo, ni para suspender
el dolor que tan apriesa me va cubriendo los ojos con la espantosa sombra
de la muerte! Lo que te suplico es, ¡oh fatal estrella mía!, que la mano
que me pides y quieres darme no sea por cumplimiento, ni para engañarme de
nuevo, sino que confieses y digas que, sin hacer fuerza a tu voluntad, me
la entregas y me la das como a tu legítimo esposo; pues no es razón que en
un trance como éste me engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas
verdades ha tratado contigo.

Entre estas razones, se desmayaba, de modo que todos los presentes pensaban
que cada desmayo se había de llevar el alma consigo. Quiteria, toda honesta
y toda vergonzosa, asiendo con su derecha mano la de Basilio, le dijo:

-Ninguna fuerza fuera bastante a torcer mi voluntad; y así, con la más
libre que tengo te doy la mano de legítima esposa, y recibo la tuya, si es
que me la das de tu libre albedrío, sin que la turbe ni contraste la
calamidad en que tu discurso acelerado te ha puesto.

-Sí doy -respondió Basilio-, no turbado ni confuso, sino con el claro
entendimiento que el cielo quiso darme; y así, me doy y me entrego por tu
esposo.

-Y yo por tu esposa -respondió Quiteria-, ahora vivas largos años, ahora te
lleven de mis brazos a la sepultura.

-Para estar tan herido este mancebo -dijo a este punto Sancho Panza-, mucho
habla; háganle que se deje de requiebros y que atienda a su alma, que, a mi
parecer, más la tiene en la lengua que en los dientes.

Estando, pues, asidos de las manos Basilio y Quiteria, el cura, tierno y
lloroso, los echó la bendición y pidió al cielo diese buen poso al alma del
nuevo desposado; el cual, así como recibió la bendición, con presta
ligereza se levantó en pie, y con no vista desenvoltura se sacó el estoque,
a quien servía de vaina su cuerpo.

Quedaron todos los circunstantes admirados, y algunos dellos, más simples
que curiosos, en altas voces, comenzaron a decir:

-¡Milagro, milagro!

Pero Basilio replicó:

-¡No “milagro, milagro”, sino industria, industria!

El cura, desatentado y atónito, acudió con ambas manos a tentar la herida,
y halló que la cuchilla había pasado, no por la carne y costillas de
Basilio, sino por un cañón hueco de hierro que, lleno de sangre, en aquel
lugar bien acomodado tenía; preparada la sangre, según después se supo, de
modo que no se helase.

Finalmente, el cura y Camacho, con todos los más circunstantes, se tuvieron
por burlados y escarnidos. La esposa no dio muestras de pesarle de la
burla; antes, oyendo decir que aquel casamiento, por haber sido engañoso,
no había de ser valedero, dijo que ella le confirmaba de nuevo; de lo cual
coligieron todos que de consentimiento y sabiduría de los dos se había
trazado aquel caso, de lo que quedó Camacho y sus valedores tan corridos
que remitieron su venganza a las manos, y, desenvainando muchas espadas,
arremetieron a Basilio, en cuyo favor en un instante se desenvainaron casi
otras tantas. Y, tomando la delantera a caballo don Quijote, con la lanza
sobre el brazo y bien cubierto de su escudo, se hacía dar lugar de todos.
Sancho, a quien jamás pluguieron ni solazaron semejantes fechurías, se
acogió a las tinajas, donde había sacado su agradable espuma, pareciéndole
aquel lugar como sagrado, que había de ser tenido en respeto. Don Quijote,
a grandes voces, decía:

-Teneos, señores, teneos, que no es razón toméis venganza de los agravios
que el amor nos hace; y advertid que el amor y la guerra son una misma
cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides
y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias
amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para
conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la
cosa amada. Quiteria era de Basilio, y Basilio de Quiteria, por justa y
favorable disposición de los cielos. Camacho es rico, y podrá comprar su
gusto cuando, donde y como quisiere. Basilio no tiene más desta oveja, y no
se la ha de quitar alguno, por poderoso que sea; que a los dos que Dios
junta no podrá separar el hombre; y el que lo intentare, primero ha de
pasar por la punta desta lanza.

Y, en esto, la blandió tan fuerte y tan diestramente, que puso pavor en
todos los que no le conocían, y tan intensamente se fijó en la imaginación
de Camacho el desdén de Quiteria, que se la borró de la memoria en un
instante; y así, tuvieron lugar con él las persuasiones del cura, que era
varón prudente y bien intencionado, con las cuales quedó Camacho y los de
su parcialidad pacíficos y sosegados; en señal de lo cual volvieron las
espadas a sus lugares, culpando más a la facilidad de Quiteria que a la
industria de Basilio; haciendo discurso Camacho que si Quiteria quería bien
a Basilio doncella, también le quisiera casada, y que debía de dar gracias
al cielo, más por habérsela quitado que por habérsela dado.

Consolado, pues, y pacífico Camacho y los de su mesnada, todos los de la de
Basilio se sosegaron, y el rico Camacho, por mostrar que no sentía la
burla, ni la estimaba en nada, quiso que las fiestas pasasen adelante como
si realmente se desposara; pero no quisieron asistir a ellas Basilio ni su
esposa ni secuaces; y así, se fueron a la aldea de Basilio, que también los
pobres virtuosos y discretos tienen quien los siga, honre y ampare, como
los ricos tienen quien los lisonjee y acompañe.

Llevarónse consigo a don Quijote, estimándole por hombre de valor y de pelo
en pecho. A sólo Sancho se le escureció el alma, por verse imposibilitado
de aguardar la espléndida comida y fiestas de Camacho, que duraron hasta la
noche; y así, asenderado y triste, siguió a su señor, que con la cuadrilla
de Basilio iba, y así se dejó atrás las ollas de Egipto, aunque las llevaba
en el alma, cuya ya casi consumida y acabada espuma, que en el caldero
llevaba, le representaba la gloria y la abundancia del bien que perdía; y
así, congojado y pensativo, aunque sin hambre, sin apearse del rucio,
siguió las huellas de Rocinante.

Capítulo XXII. Donde se da cuenta de la grande aventura de la cueva de
Montesinos, que está en el corazón de la Mancha, a quien dio felice cima el
valeroso don Quijote de la Mancha

Grandes fueron y muchos los regalos que los desposados hicieron a don
Quijote, obligados de las muestras que había dado defendiendo su causa, y
al par de la valentía le graduaron la discreción, teniéndole por un Cid en
las armas y por un Cicerón en la elocuencia. El buen Sancho se refociló
tres días a costa de los novios, de los cuales se supo que no fue traza
comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria
de Basilio, esperando della el mesmo suceso que se había visto; bien es
verdad que confesó que había dado parte de su pensamiento a algunos de sus
amigos, para que al tiempo necesario favoreciesen su intención y abonasen
su engaño.

-No se pueden ni deben llamar engaños -dijo don Quijote- los que ponen la
mira en virtuosos fines.

Y que el de casarse los enamorados era el fin de más excelencia,
advirtiendo que el mayor contrario que el amor tiene es la hambre y la
continua necesidad, porque el amor es todo alegría, regocijo y contento, y
más cuando el amante está en posesión de la cosa amada, contra quien son
enemigos opuestos y declarados la necesidad y la pobreza; y que todo esto
decía con intención de que se dejase el señor Basilio de ejercitar las
habilidades que sabe, que, aunque le daban fama, no le daban dineros, y que
atendiese a granjear hacienda por medios lícitos e industriosos, que nunca
faltan a los prudentes y aplicados.

-El pobre honrado, si es que puede ser honrado el pobre, tiene prenda en
tener mujer hermosa, que, cuando se la quitan, le quitan la honra y se la
matan. La mujer hermosa y honrada, cuyo marido es pobre, merece ser
coronada con laureles y palmas de vencimiento y triunfo. La hermosura, por
sí sola, atrae las voluntades de cuantos la miran y conocen, y como a
señuelo gustoso se le abaten las águilas reales y los pájaros altaneros;
pero si a la tal hermosura se le junta la necesidad y la estrecheza,
también la embisten los cuervos, los milanos y las otras aves de rapiña; y
la que está a tantos encuentros firme bien merece llamarse corona de su
marido. Mirad, discreto Basilio -añadió don Quijote-: opinión fue de no sé
qué sabio que no había en todo el mundo sino una sola mujer buena, y daba
por consejo que cada uno pensase y creyese que aquella sola buena era la
suya, y así viviría contento. Yo no soy casado, ni hasta agora me ha venido
en pensamiento serlo; y, con todo esto, me atrevería a dar consejo al que
me lo pidiese del modo que había de buscar la mujer con quien se quisiese
casar. Lo primero, le aconsejaría que mirase más a la fama que a la
hacienda, porque la buena mujer no alcanza la buena fama solamente con ser
buena, sino con parecerlo; que mucho más dañan a las honras de las mujeres
las desenvolturas y libertades públicas que las maldades secretas. Si traes
buena mujer a tu casa, fácil cosa sería conservarla, y aun mejorarla, en
aquella bondad; pero si la traes mala, en trabajo te pondrá el enmendarla:
que no es muy hacedero pasar de un estremo a otro. Yo no digo que sea
imposible, pero téngolo por dificultoso.

Oía todo esto Sancho, y dijo entre sí:

-Este mi amo, cuando yo hablo cosas de meollo y de sustancia suele decir
que podría yo tomar un púlpito en las manos y irme por ese mundo adelante
predicando lindezas; y yo digo dél que cuando comienza a enhilar sentencias
y a dar consejos, no sólo puede tomar púlpito en las manos, sino dos en
cada dedo, y andarse por esas plazas a ¿qué quieres boca? ¡Válate el diablo
por caballero andante, que tantas cosas sabes! Yo pensaba en mi ánima que
sólo podía saber aquello que tocaba a sus caballerías, pero no hay cosa
donde no pique y deje de meter su cucharada.

Murmuraba esto algo Sancho, y entreoyóle su señor, y preguntóle:

-¿Qué murmuras, Sancho?

-No digo nada, ni murmuro de nada -respondió Sancho-; sólo estaba diciendo
entre mí que quisiera haber oído lo que vuesa merced aquí ha dicho antes
que me casara, que quizá dijera yo agora: “El buey suelto bien se lame”.

-¿Tan mala es tu Teresa, Sancho? -dijo don Quijote.

-No es muy mala -respondió Sancho-, pero no es muy buena; a lo menos, no es
tan buena como yo quisiera.

-Mal haces, Sancho -dijo don Quijote-, en decir mal de tu mujer, que, en
efecto, es madre de tus hijos.

-No nos debemos nada -respondió Sancho-, que también ella dice mal de mí
cuando se le antoja, especialmente cuando está celosa, que entonces súfrala
el mesmo Satanás.

Finalmente, tres días estuvieron con los novios, donde fueron regalados y
servidos como cuerpos de rey. Pidió don Quijote al diestro licenciado le
diese una guía que le encaminase a la cueva de Montesinos, porque tenía
gran deseo de entrar en ella y ver a ojos vistas si eran verdaderas las
maravillas que de ella se decían por todos aquellos contornos. El
licenciado le dijo que le daría a un primo suyo, famoso estudiante y muy
aficionado a leer libros de caballerías, el cual con mucha voluntad le
pondría a la boca de la mesma cueva, y le enseñaría las lagunas de Ruidera,
famosas ansimismo en toda la Mancha, y aun en toda España; y díjole que
llevaría con él gustoso entretenimiento, a causa que era mozo que sabía
hacer libros para imprimir y para dirigirlos a príncipes. Finalmente, el
primo vino con una pollina preñada, cuya albarda cubría un gayado tapete o
arpillera. Ensilló Sancho a Rocinante y aderezó al rucio, proveyó sus
alforjas, a las cuales acompañaron las del primo, asimismo bien proveídas,
y, encomendándose a Dios y despediéndose de todos, se pusieron en camino,
tomando la derrota de la famosa cueva de Montesinos.

En el camino preguntó don Quijote al primo de qué género y calidad eran sus
ejercicios, su profesión y estudios; a lo que él respondió que su
profesión era ser humanista; sus ejercicios y estudios, componer libros
para dar a la estampa, todos de gran provecho y no menos entretenimiento
para la república; que el uno se intitulaba el de las libreas, donde pinta
setecientas y tres libreas, con sus colores, motes y cifras, de donde
podían sacar y tomar las que quisiesen en tiempo de fiestas y regocijos los
caballeros cortesanos, sin andarlas mendigando de nadie, ni lambicando,
como dicen, el cerbelo, por sacarlas conformes a sus deseos e intenciones.

-Porque doy al celoso, al desdeñado, al olvidado y al ausente las que les
convienen, que les vendrán más justas que pecadoras. Otro libro tengo
también, a quien he de llamar Metamorfóseos, o Ovidio español, de invención
nueva y rara; porque en él, imitando a Ovidio a lo burlesco, pinto quién
fue la Giralda de Sevilla y el Ángel de la Madalena, quién el Caño de
Vecinguerra, de Córdoba, quiénes los Toros de Guisando, la Sierra Morena,
las fuentes de Leganitos y Lavapiés, en Madrid, no olvidándome de la del
Piojo, de la del Caño Dorado y de la Priora; y esto, con sus alegorías,
metáforas y translaciones, de modo que alegran, suspenden y enseñan a un
mismo punto. Otro libro tengo, que le llamo Suplemento a Virgilio Polidoro,
que trata de la invención de las cosas, que es de grande erudición y
estudio, a causa que las cosas que se dejó de decir Polidoro de gran
sustancia, las averiguo yo, y las declaro por gentil estilo. Olvidósele a
Virgilio de declararnos quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo,
y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo
declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco
autores: porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil
el tal libro a todo el mundo.

Sancho, que había estado muy atento a la narración del primo, le dijo:

-Dígame, señor, así Dios le dé buena manderecha en la impresión de sus
libros: ¿sabríame decir, que sí sabrá, pues todo lo sabe, quién fue el
primero que se rascó en la cabeza, que yo para mí tengo que debió de ser
nuestro padre Adán?

-Sí sería -respondió el primo-, porque Adán no hay duda sino que tuvo
cabeza y cabellos; y, siendo esto así, y siendo el primer hombre del mundo,
alguna vez se rascaría.

-Así lo creo yo -respondió Sancho-; pero dígame ahora: ¿quién fue el primer
volteador del mundo?

-En verdad, hermano -respondió el primo-, que no me sabré determinar por
ahora, hasta que lo estudie. Yo lo estudiaré, en volviendo adonde tengo mis
libros, y yo os satisfaré cuando otra vez nos veamos, que no ha de ser ésta
la postrera.

-Pues mire, señor -replicó Sancho-, no tome trabajo en esto, que ahora he
caído en la cuenta de lo que le he preguntado. Sepa que el primer volteador
del mundo fue Lucifer, cuando le echaron o arrojaron del cielo, que vino
volteando hasta los abismos.

-Tienes razón, amigo -dijo el primo.

Y dijo don Quijote:

-Esa pregunta y respuesta no es tuya, Sancho: a alguno las has oído decir.

-Calle, señor -replicó Sancho-, que a buena fe que si me doy a preguntar y
a responder, que no acabe de aquí a mañana. Sí, que para preguntar
necedades y responder disparates no he menester yo andar buscando ayuda de
vecinos.

-Más has dicho, Sancho, de lo que sabes -dijo don Quijote-; que hay algunos
que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y
averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria.

En estas y otras gustosas pláticas se les pasó aquel día, y a la noche se
albergaron en una pequeña aldea, adonde el primo dijo a don Quijote que
desde allí a la cueva de Montesinos no había más de dos leguas, y que si
llevaba determinado de entrar en ella, era menester proverse de sogas, para
atarse y descolgarse en su profundidad.

Don Quijote dijo que, aunque llegase al abismo, había de ver dónde paraba;
y así, compraron casi cien brazas de soga, y otro día, a las dos de la
tarde, llegaron a la cueva, cuya boca es espaciosa y ancha, pero llena de
cambroneras y cabrahígos, de zarzas y malezas, tan espesas y intricadas,
que de todo en todo la ciegan y encubren. En viéndola, se apearon el primo,
Sancho y don Quijote, al cual los dos le ataron luego fortísimamente con
las sogas; y, en tanto que le fajaban y ceñían, le dijo Sancho:

-Mire vuestra merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en
vida, ni se ponga adonde parezca frasco que le ponen a enfriar en algún
pozo. Sí, que a vuestra merced no le toca ni atañe ser el escudriñador
desta que debe de ser peor que mazmorra.

-Ata y calla -respondió don Quijote-, que tal empresa como aquésta, Sancho
amigo, para mí estaba guardada.

Y entonces dijo la guía:

-Suplico a vuesa merced, señor don Quijote, que mire bien y especule con
cien ojos lo que hay allá dentro: quizá habrá cosas que las ponga yo en el
libro de mis Transformaciones.

-En manos está el pandero que le sabrá bien tañer -respondió Sancho Panza.

Dicho esto y acabada la ligadura de don Quijote -que no fue sobre el arnés,
sino sobre el jubón de armar-, dijo don Quijote:

-Inadvertidos hemos andado en no habernos proveído de algún esquilón
pequeño, que fuera atado junto a mí en esta mesma soga, con cuyo sonido se
entendiera que todavía bajaba y estaba vivo; pero, pues ya no es posible, a
la mano de Dios, que me guíe.

Y luego se hincó de rodillas y hizo una oración en voz baja al cielo,
pidiendo a Dios le ayudase y le diese buen suceso en aquella, al parecer,
peligrosa y nueva aventura, y en voz alta dijo luego:

-¡Oh señora de mis acciones y movimientos, clarísima y sin par Dulcinea del
Toboso! Si es posible que lleguen a tus oídos las plegarias y rogaciones
deste tu venturoso amante, por tu inaudita belleza te ruego las escuches,
que no son otras que rogarte no me niegues tu favor y amparo, ahora que
tanto le he menester. Yo voy a despeñarme, a empozarme y a hundirme en el
abismo que aquí se me representa, sólo porque conozca el mundo que si tú me
favoreces, no habrá imposible a quien yo no acometa y acabe.

Y, en diciendo esto, se acercó a la sima; vio no ser posible descolgarse,
ni hacer lugar a la entrada, si no era a fuerza de brazos, o a cuchilladas,
y así, poniendo mano a la espada, comenzó a derribar y a cortar de aquellas
malezas que a la boca de la cueva estaban, por cuyo ruido y estruendo
salieron por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, tan
espesos y con tanta priesa, que dieron con don Quijote en el suelo; y si él
fuera tan agorero como católico cristiano, lo tuviera a mala señal y
escusara de encerrarse en lugar semejante.

Finalmente se levantó, y, viendo que no salían más cuervos ni otras aves
noturnas, como fueron murciélagos, que asimismo entre los cuervos salieron,
dándole soga el primo y Sancho, se dejó calar al fondo de la caverna
espantosa; y, al entrar, echándole Sancho su bendición y haciendo sobre él
mil cruces, dijo:

-¡Dios te guíe y la Peña de Francia, junto con la Trinidad de Gaeta, flor,
nata y espuma de los caballeros andantes! ¡Allá vas, valentón del mundo,
corazón de acero, brazos de bronce! ¡Dios te guíe, otra vez, y te vuelva
libre, sano y sin cautela a la luz desta vida, que dejas por enterrarte en
esta escuridad que buscas!

Casi las mismas plegarias y deprecaciones hizo el primo.

Iba don Quijote dando voces que le diesen soga y más soga, y ellos se la
daban poco a poco; y cuando las voces, que acanaladas por la cueva salían,
dejaron de oírse, ya ellos tenían descolgadas las cien brazas de soga, y
fueron de parecer de volver a subir a don Quijote, pues no le podían dar
más cuerda. Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual
espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno,
señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y,
creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por
desengañarse, pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta
brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron. Finalmente, a las
diez vieron distintamente a don Quijote, a quien dio voces Sancho,
diciéndole:

-Sea vuestra merced muy bien vuelto, señor mío, que ya pensábamos que se
quedaba allá para casta.

Pero no respondía palabra don Quijote; y, sacándole del todo, vieron que
traía cerrados los ojos, con muestras de estar dormido. Tendiéronle en el
suelo y desliáronle, y con todo esto no despertaba; pero tanto le volvieron
y revolvieron, sacudieron y menearon, que al cabo de un buen espacio volvió
en sí, desperezándose, bien como si de algún grave y profundo sueño
despertara; y, mirando a una y otra parte, como espantado, dijo:

-Dios os lo perdone, amigos; que me habéis quitado de la más sabrosa y
agradable vida y vista que ningún humano ha visto ni pasado. En efecto,
ahora acabo de conocer que todos los contentos desta vida pasan como sombra
y sueño, o se marchitan como la flor del campo. ¡Oh desdichado Montesinos!
¡Oh mal ferido Durandarte! ¡Oh sin ventura Belerma! ¡Oh lloroso Guadiana, y
vosotras sin dicha ijas de Ruidera, que mostráis en vuestras aguas las que
lloraron vuestros hermosos ojos!

Escuchaban el primo y Sancho las palabras de don Quijote, que las decía
como si con dolor inmenso las sacara de las entrañas. Suplicáronle les
diese a entender lo que decía, y les dijese lo que en aquel infierno había
visto.

-¿Infierno le llamáis? -dijo don Quijote-; pues no le llaméis ansí, porque
no lo merece, como luego veréis.

Pidió que le diesen algo de comer, que traía grandísima hambre. Tendieron
la arpillera del primo sobre la verde yerba, acudieron a la despensa de sus
alforjas, y, sentados todos tres en buen amor y compaña, merendaron y
cenaron, todo junto. Levantada la arpillera, dijo don Quijote de la Mancha:

-No se levante nadie, y estadme, hijos, todos atentos.

Capítulo XXIII. De las admirables cosas que el estremado don Quijote contó
que había visto en la profunda cueva de Montesinos, cuya imposibilidad y
grandeza hace que se tenga esta aventura por apócrifa

Las cuatro de la tarde serían cuando el sol, entre nubes cubierto, con luz
escasa y templados rayos, dio lugar a don Quijote para que, sin calor y
pesadumbre, contase a sus dos clarísimos oyentes lo que en la cueva de
Montesinos había visto. Y comenzó en el modo siguiente:

-A obra de doce o catorce estados de la profundidad desta mazmorra, a la
derecha mano, se hace una concavidad y espacio capaz de poder caber en ella
un gran carro con sus mulas. Éntrale una pequeña luz por unos resquicios o
agujeros, que lejos le responden, abiertos en la superficie de la tierra.
Esta concavidad y espacio vi yo a tiempo cuando ya iba cansado y mohíno de
verme, pendiente y colgado de la soga, caminar por aquella escura región
abajo, sin llevar cierto ni determinado camino; y así, determiné entrarme
en ella y descansar un poco. Di voces, pidiéndoos que no descolgásedes más
soga hasta que yo os lo dijese, pero no debistes de oírme. Fui recogiendo
la soga que enviábades, y, haciendo della una rosca o rimero, me senté
sobre él, pensativo además, considerando lo que hacer debía para calar al
fondo, no teniendo quién me sustentase; y, estando en este pensamiento y
confusión, de repente y sin procurarlo, me salteó un sueño profundísimo; y,
cuando menos lo pensaba, sin saber cómo ni cómo no, desperté dél y me hallé
en la mitad del más bello, ameno y deleitoso prado que puede criar la
naturaleza ni imaginar la más discreta imaginación humana. Despabilé los
ojos, limpiémelos, y vi que no dormía, sino que realmente estaba despierto;
con todo esto, me tenté la cabeza y los pechos, por certificarme si era yo
mismo el que allí estaba, o alguna fantasma vana y contrahecha; pero el
tacto, el sentimiento, los discursos concertados que entre mí hacía, me
certificaron que yo era allí entonces el que soy aquí ahora. Ofrecióseme
luego a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y
paredes parecían de transparente y claro cristal fabricados; del cual
abriéndose dos grandes puertas, vi que por ellas salía y hacía mí se venía
un venerable anciano, vestido con un capuz de bayeta morada, que por el
suelo le arrastraba: ceñíale los hombros y los pechos una beca de colegial,
de raso verde; cubríale la cabeza una gorra milanesa negra, y la barba,
canísima, le pasaba de la cintura; no traía arma ninguna, sino un rosario
de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo
como huevos medianos de avestruz; el continente, el paso, la gravedad y la
anchísima presencia, cada cosa de por sí y todas juntas, me suspendieron y
admiraron. Llegóse a mí, y lo primero que hizo fue abrazarme estrechamente,
y luego decirme: ”Luengos tiempos ha, valeroso caballero don Quijote de la
Mancha, que los que estamos en estas soledades encantados esperamos verte,
para que des noticia al mundo de lo que encierra y cubre la profunda cueva
por donde has entrado, llamada la cueva de Montesinos: hazaña sólo guardada
para ser acometida de tu invencible corazón y de tu ánimo stupendo. Ven
conmigo, señor clarísimo, que te quiero mostrar las maravillas que este
transparente alcázar solapa, de quien yo soy alcaide y guarda mayor
perpetua, porque soy el mismo Montesinos, de quien la cueva toma nombre”.
Apenas me dijo que era Montesinos, cuando le pregunté si fue verdad lo que
en el mundo de acá arriba se contaba: que él había sacado de la mitad del
pecho, con una pequeña daga, el corazón de su grande amigo Durandarte y
llevádole a la Señora Belerma, como él se lo mandó al punto de su muerte.
Respondióme que en todo decían verdad, sino en la daga, porque no fue daga,
ni pequeña, sino un puñal buido, más agudo que una lezna.

-Debía de ser -dijo a este punto Sancho- el tal puñal de Ramón de Hoces, el
sevillano.

-No sé -prosiguió don Quijote-, pero no sería dese puñalero, porque Ramón
de Hoces fue ayer, y lo de Roncesvalles, donde aconteció esta desgracia, ha
muchos años; y esta averiguación no es de importancia, ni turba ni altera
la verdad y contesto de la historia.

-Así es -respondió el primo-; prosiga vuestra merced, señor don Quijote,
que le escucho con el mayor gusto del mundo.

-No con menor lo cuento yo -respondió don Quijote-; y así, digo que el
venerable Montesinos me metió en el cristalino palacio, donde en una sala
baja, fresquísima sobremodo y toda de alabastro, estaba un sepulcro de
mármol, con gran maestría fabricado, sobre el cual vi a un caballero
tendido de largo a largo, no de bronce, ni de mármol, ni de jaspe hecho,
como los suele haber en otros sepulcros, sino de pura carne y de puros
huesos. Tenía la mano derecha (que, a mi parecer, es algo peluda y nervosa,
señal de tener muchas fuerzas su dueño) puesta sobre el lado del corazón,
y, antes que preguntase nada a Montesinos, viéndome suspenso mirando al del
sepulcro, me dijo: Ӄste es mi amigo Durandarte, flor y espejo de los
caballeros enamorados y valientes de su tiempo; tiénele aquí encantado,
como me tiene a mí y a otros muchos y muchas, Merlín, aquel francés
encantador que dicen que fue hijo del diablo; y lo que yo creo es que no
fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo.
El cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe, y ello dirá andando los
tiempos, que no están muy lejos, según imagino. Lo que a mí me admira es
que sé, tan cierto como ahora es de día, que Durandarte acabó los de su
vida en mis brazos, y que después de muerto le saqué el corazón con mis
propias manos; y en verdad que debía de pesar dos libras, porque, según los
naturales, el que tiene mayor corazón es dotado de mayor valentía del que
le tiene pequeño. Pues siendo esto así, y que realmente murió este
caballero, ¿cómo ahora se queja y sospira de cuando en cuando, como si
estuviese vivo?” Esto dicho, el mísero Durandarte, dando una gran voz,
dijo:

”¡Oh, mi primo Montesinos!
Lo postrero que os rogaba,
que cuando yo fuere muerto,
y mi ánima arrancada,
que llevéis mi corazón
adonde Belerma estaba,
sacándomele del pecho,
ya con puñal, ya con daga.”

Oyendo lo cual el venerable Montesinos, se puso de rodillas ante el
lastimado caballero, y, con lágrimas en los ojos, le dijo: ”Ya, señor
Durandarte, carísimo primo mío, ya hice lo que me mandastes en el aciago
día de nuestra pérdida: yo os saqué el corazón lo mejor que pude, sin que
os dejase una mínima parte en el pecho; yo le limpié con un pañizuelo de
puntas; yo partí con él de carrera para Francia, habiéndoos primero puesto
en el seno de la tierra, con tantas lágrimas, que fueron bastantes a
lavarme las manos y limpiarme con ellas la sangre que tenían, de haberos
andado en las entrañas; y, por más señas, primo de mi alma, en el primero
lugar que topé, saliendo de Roncesvalles, eché un poco de sal en vuestro
corazón, porque no oliese mal, y fuese, si no fresco, a lo menos amojamado,
a la presencia de la señora Belerma; la cual, con vos, y conmigo, y con
Guadiana, vuestro escudero, y con la dueña Ruidera y sus siete hijas y dos
sobrinas, y con otros muchos de vuestros conocidos y amigos, nos tiene aquí
encantados el sabio Merlín ha muchos años; y, aunque pasan de quinientos,
no se ha muerto ninguno de nosotros: solamente faltan Ruidera y sus hijas y
sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín
dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de
los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de
Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los
caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana,
vuestro escudero, plañendo asimesmo vuestra desgracia, fue convertido en un
río llamado de su mesmo nombre; el cual, cuando llegó a la superficie de la
tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver
que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no
es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale
y se muestra donde el sol y las gentes le vean. Vanle administrando de sus
aguas las referidas lagunas, con las cuales y con otras muchas que se
llegan, entra pomposo y grande en Portugal. Pero, con todo esto, por
dondequiera que va muestra su tristeza y melancolía, y no se precia de
criar en sus aguas peces regalados y de estima, sino burdos y desabridos,
bien diferentes de los del Tajo dorado; y esto que agora os digo, ¡oh primo
mío!, os lo he dicho muchas veces; y, como no me respondéis, imagino que no
me dais crédito, o no me oís, de lo que yo recibo tanta pena cual Dios lo
sabe. Unas nuevas os quiero dar ahora, las cuales, ya que no sirvan de
alivio a vuestro dolor, no os le aumentarán en ninguna manera. Sabed que
tenéis aquí en vuestra presencia, y abrid los ojos y veréislo, aquel gran
caballero de quien tantas cosas tiene profetizadas el sabio Merlín, aquel
don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en
los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante
caballería, por cuyo medio y favor podría ser que nosotros fuésemos
desencantados; que las grandes hazañas para los grandes hombres están
guardadas”. ”Y cuando así no sea -respondió el lastimado Durandarte con
voz desmayada y baja-, cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y
barajar”. Y, volviéndose de lado, tornó a su acostumbrado silencio, sin
hablar más palabra. Oyéronse en esto grandes alaridos y llantos,
acompañados de profundos gemidos y angustiados sollozos; volví la cabeza, y
vi por las paredes de cristal que por otra sala pasaba una procesión de dos
hileras de hermosísimas doncellas, todas vestidas de luto, con turbantes
blancos sobre las cabezas, al modo turquesco. Al cabo y fin de las hileras
venía una señora, que en la gravedad lo parecía, asimismo vestida de negro,
con tocas blancas tan tendidas y largas, que besaban la tierra. Su turbante
era mayor dos veces que el mayor de alguna de las otras; era cejijunta y la
nariz algo chata; la boca grande, pero colorados los labios; los dientes,
que tal vez los descubría, mostraban ser ralos y no bien puestos, aunque
eran blancos como unas peladas almendras; traía en las manos un lienzo
delgado, y entre él, a lo que pude divisar, un corazón de carne momia,
según venía seco y amojamado. Díjome Montesinos como toda aquella gente de
la procesión eran sirvientes de Durandarte y de Belerma, que allí con sus
dos señores estaban encantados, y que la última, que traía el corazón entre
el lienzo y en las manos, era la señora Belerma, la cual con sus doncellas
cuatro días en la semana hacían aquella procesión y cantaban, o, por mejor
decir, lloraban endechas sobre el cuerpo y sobre el lastimado corazón de su
primo; y que si me había parecido algo fea, o no tan hermosa como tenía la
fama, era la causa las malas noches y peores días que en aquel encantamento
pasaba, como lo podía ver en sus grandes ojeras y en su color quebradiza.
”Y no toma ocasión su amarillez y sus ojeras de estar con el mal mensil,
ordinario en las mujeres, porque ha muchos meses, y aun años, que no le
tiene ni asoma por sus puertas, sino del dolor que siente su corazón por el
que de contino tiene en las manos, que le renueva y trae a la memoria la
desgracia de su mal logrado amante; que si esto no fuera, apenas la
igualara en hermosura, donaire y brío la gran Dulcinea del Toboso, tan
celebrada en todos estos contornos, y aun en todo el mundo”. ”¡Cepos
quedos! -dije yo entonces-, señor don Montesinos: cuente vuesa merced su
historia como debe, que ya sabe que toda comparación es odiosa, y así, no
hay para qué comparar a nadie con nadie. La sin par Dulcinea del Toboso es
quien es, y la señora doña Belerma es quien es, y quien ha sido, y quédese
aquí”. A lo que él me respondió: ”Señor don Quijote, perdóneme vuesa
merced, que yo confieso que anduve mal, y no dije bien en decir que apenas
igualara la señora Dulcinea a la señora Belerma, pues me bastaba a mí haber
entendido, por no sé qué barruntos, que vuesa merced es su caballero, para
que me mordiera la lengua antes de compararla sino con el mismo cielo”.
Con esta satisfación que me dio el gran Montesinos se quietó mi corazón del
sobresalto que recebí en oír que a mi señora la comparaban con Belerma.

-Y aun me maravillo yo -dijo Sancho- de cómo vuestra merced no se subió
sobre el vejote, y le molió a coces todos los huesos, y le peló las barbas,
sin dejarle pelo en ellas.

-No, Sancho amigo -respondió don Quijote-, no me estaba a mí bien hacer
eso, porque estamos todos obligados a tener respeto a los ancianos, aunque
no sean caballeros, y principalmente a los que lo son y están encantados;
yo sé bien que no nos quedamos a deber nada en otras muchas demandas y
respuestas que entre los dos pasamos.

A esta sazón dijo el primo:

-Yo no sé, señor don Quijote, cómo vuestra merced en tan poco espacio de
tiempo como ha que está allá bajo, haya visto tantas cosas y hablado y
respondido tanto.

-¿Cuánto ha que bajé? -preguntó don Quijote.

-Poco más de una hora -respondió Sancho.

-Eso no puede ser -replicó don Quijote-, porque allá me anocheció y
amaneció, y tornó a anochecer y amanecer tres veces; de modo que, a mi
cuenta, tres días he estado en aquellas partes remotas y escondidas a la
vista nuestra.

-Verdad debe de decir mi señor -dijo Sancho-, que, como todas las cosas que
le han sucedido son por encantamento, quizá lo que a nosotros nos parece un
hora, debe de parecer allá tres días con sus noches.

-Así será -respondió don Quijote.

-Y ¿ha comido vuestra merced en todo este tiempo, señor mío? -preguntó el
primo.

-No me he desayunado de bocado -respondió don Quijote-, ni aun he tenido
hambre, ni por pensamiento.

-Y los encantados, ¿comen? -dijo el primo.

-No comen -respondió don Quijote-, ni tienen escrementos mayores; aunque es
opinión que les crecen las uñas, las barbas y los cabellos.

-¿Y duermen, por ventura, los encantados, señor? -preguntó Sancho.

-No, por cierto -respondió don Quijote-; a lo menos, en estos tres días que
yo he estado con ellos, ninguno ha pegado el ojo, ni yo tampoco.

-Aquí encaja bien el refrán -dijo Sancho- de dime con quién andas, decirte
he quién eres: ándase vuestra merced con encantados ayunos y vigilantes,
mirad si es mucho que ni coma ni duerma mientras con ellos anduviere. Pero
perdóneme vuestra merced, señor mío, si le digo que de todo cuanto aquí ha
dicho, lléveme Dios, que iba a decir el diablo, si le creo cosa alguna.

-¿Cómo no? -dijo el primo-, pues ¿había de mentir el señor don Quijote,
que, aunque quisiera, no ha tenido lugar para componer e imaginar tanto
millón de mentiras?

-Yo no creo que mi señor miente -respondió Sancho.

-Si no, ¿qué crees? -le preguntó don Quijote.

-Creo -respondió Sancho- que aquel Merlín, o aquellos encantadores que
encantaron a toda la chusma que vuestra merced dice que ha visto y
comunicado allá bajo, le encajaron en el magín o la memoria toda esa
máquina que nos ha contado, y todo aquello que por contar le queda.

-Todo eso pudiera ser, Sancho -replicó don Quijote-, pero no es así, porque
lo que he contado lo vi por mis propios ojos y lo toqué con mis mismas
manos. Pero, ¿qué dirás cuando te diga yo ahora cómo, entre otras infinitas
cosas y maravillas que me mostró Montesinos, las cuales despacio y a sus
tiempos te las iré contando en el discurso de nuestro viaje, por no ser
todas deste lugar, me mostró tres labradoras que por aquellos amenísimos
campos iban saltando y brincando como cabras; y, apenas las hube visto,
cuando conocí ser la una la sin par Dulcinea del Toboso, y las otras dos
aquellas mismas labradoras que venían con ella, que hablamos a la salida
del Toboso? Pregunté a Montesinos si las conocía, respondióme que no, pero
que él imaginaba que debían de ser algunas señoras principales encantadas,
que pocos días había que en aquellos prados habían parecido; y que no me
maravillase desto, porque allí estaban otras muchas señoras de los pasados
y presentes siglos, encantadas en diferentes y estrañas figuras, entre las
cuales conocía él a la reina Ginebra y su dueña Quintañona, escanciando el
vino a Lanzarote,

cuando de Bretaña vino.

Cuando Sancho Panza oyó decir esto a su amo, pensó perder el juicio, o
morirse de risa; que, como él sabía la verdad del fingido encanto de
Dulcinea, de quien él había sido el encantador y el levantador de tal
testimonio, acabó de conocer indubitablemente que su señor estaba fuera de
juicio y loco de todo punto; y así, le dijo:

-En mala coyuntura y en peor sazón y en aciago día bajó vuestra merced,
caro patrón mío, al otro mundo, y en mal punto se encontró con el señor
Montesinos, que tal nos le ha vuelto. Bien se estaba vuestra merced acá
arriba con su entero juicio, tal cual Dios se le había dado, hablando
sentencias y dando consejos a cada paso, y no agora, contando los mayores
disparates que pueden imaginarse.

-Como te conozco, Sancho -respondió don Quijote-, no hago caso de tus
palabras.

-Ni yo tampoco de las de vuestra merced -replicó Sancho-, siquiera me
hiera, siquiera me mate por las que le he dicho, o por las que le pienso
decir si en las suyas no se corrige y enmienda. Pero dígame vuestra merced,
ahora que estamos en paz: ¿cómo o en qué conoció a la señora nuestra ama? Y
si la habló, ¿qué dijo, y qué le respondió?

-Conocíla -respondió don Quijote- en que trae los mesmos vestidos que traía
cuando tú me le mostraste. Habléla, pero no me respondió palabra; antes, me
volvió las espaldas, y se fue huyendo con tanta priesa, que no la alcanzara
una jara. Quise seguirla, y lo hiciera, si no me aconsejara Montesinos que
no me cansase en ello, porque sería en balde, y más porque se llegaba la
hora donde me convenía volver a salir de la sima. Díjome asimesmo que,
andando el tiempo, se me daría aviso cómo habían de ser desencantados él, y
Belerma y Durandarte, con todos los que allí estaban; pero lo que más pena
me dio, de las que allí vi y noté, fue que, estándome diciendo Montesinos
estas razones, se llegó a mí por un lado, sin que yo la viese venir, una de
las dos compañeras de la sin ventura Dulcinea, y, llenos los ojos de
lágrimas, con turbada y baja voz, me dijo: ”Mi señora Dulcinea del Toboso
besa a vuestra merced las manos, y suplica a vuestra merced se la haga de
hacerla saber cómo está; y que, por estar en una gran necesidad, asimismo
suplica a vuestra merced, cuan encarecidamente puede, sea servido de
prestarle sobre este faldellín que aquí traigo, de cotonía, nuevo, media
docena de reales, o los que vuestra merced tuviere, que ella da su palabra
de volvérselos con mucha brevedad”. Suspendióme y admiróme el tal recado,
y, volviéndome al señor Montesinos, le pregunté: ”¿Es posible, señor
Montesinos, que los encantados principales padecen necesidad?” A lo que él
me respondió: ”Créame vuestra merced, señor don Quijote de la Mancha, que
ésta que llaman necesidad adondequiera se usa, y por todo se estiende, y a
todos alcanza, y aun hasta los encantados no perdona; y, pues la señora
Dulcinea del Toboso envía a pedir esos seis reales, y la prenda es buena,
según parece, no hay sino dárselos; que, sin duda, debe de estar puesta en
algún grande aprieto”. ”Prenda, no la tomaré yo -le respondí-, ni menos
le daré lo que pide, porque no tengo sino solos cuatro reales”; los cuales
le di (que fueron los que tú, Sancho, me diste el otro día para dar limosna
a los pobres que topase por los caminos), y le dije: ”Decid, amiga mía, a
vuesa señora que a mí me pesa en el alma de sus trabajos, y que quisiera
ser un Fúcar para remediarlos; y que le hago saber que yo no puedo ni debo
tener salud careciendo de su agradable vista y discreta conversación, y que
le suplico, cuan encarecidamente puedo, sea servida su merced de dejarse
ver y tratar deste su cautivo servidor y asendereado caballero. Diréisle
también que, cuando menos se lo piense, oirá decir como yo he hecho un
juramento y voto, a modo de aquel que hizo el marqués de Mantua, de vengar
a su sobrino Baldovinos, cuando le halló para espirar en mitad de la
montiña, que fue de no comer pan a manteles, con las otras zarandajas que
allí añadió, hasta vengarle; y así le haré yo de no sosegar, y de andar las
siete partidas del mundo, con más puntualidad que las anduvo el infante don
Pedro de Portugal, hasta desencantarla”. ”Todo eso, y más, debe vuestra
merced a mi señora”, me respondió la doncella. Y, tomando los cuatro
reales, en lugar de hacerme una reverencia, hizo una cabriola, que se
levantó dos varas de medir en el aire.

-¡Oh santo Dios! -dijo a este tiempo dando una gran voz Sancho-. ¿Es
posible que tal hay en el mundo, y que tengan en él tanta fuerza los
encantadores y encantamentos, que hayan trocado el buen juicio de mi señor
en una tan disparatada locura? ¡Oh señor, señor, por quien Dios es, que
vuestra merced mire por sí y vuelva por su honra, y no dé crédito a esas
vaciedades que le tienen menguado y descabalado el sentido!

-Como me quieres bien, Sancho, hablas desa manera -dijo don Quijote-; y,
como no estás experimentado en las cosas del mundo, todas las cosas que
tienen algo de dificultad te parecen imposibles; pero andará el tiempo,
como otra vez he dicho, y yo te contaré algunas de las que allá abajo he
visto, que te harán creer las que aquí he contado, cuya verdad ni admite
réplica ni disputa.

Capítulo XXIV. Donde se cuentan mil zarandajas tan impertinentes como
necesarias al verdadero entendimiento desta grande historia

Dice el que tradujo esta grande historia del original, de la que escribió
su primer autor Cide Hamete Benengeli, que, llegando al capítulo de la
aventura de la cueva de Montesinos, en el margen dél estaban escritas, de
mano del mesmo Hamete, estas mismas razones:

”No me puedo dar a entender, ni me puedo persuadir, que al valeroso don
Quijote le pasase puntualmente todo lo que en el antecedente capítulo queda
escrito: la razón es que todas las aventuras hasta aquí sucedidas han sido
contingibles y verisímiles, pero ésta desta cueva no le hallo entrada
alguna para tenerla por verdadera, por ir tan fuera de los términos
razonables. Pues pensar yo que don Quijote mintiese, siendo el más
verdadero hidalgo y el más noble caballero de sus tiempos, no es posible;
que no dijera él una mentira si le asaetearan. Por otra parte, considero
que él la contó y la dijo con todas las circunstancias dichas, y que no
pudo fabricar en tan breve espacio tan gran máquina de disparates; y si
esta aventura parece apócrifa, yo no tengo la culpa; y así, sin afirmarla
por falsa o verdadera, la escribo. Tú, letor, pues eres prudente, juzga lo
que te pareciere, que yo no debo ni puedo más; puesto que se tiene por
cierto que al tiempo de su fin y muerte dicen que se retrató della, y dijo
que él la había inventado, por parecerle que convenía y cuadraba bien con
las aventuras que había leído en sus historias”.

Y luego prosigue, diciendo:

Espantóse el primo, así del atrevimiento de Sancho Panza como de la
paciencia de su amo, y juzgó que del contento que tenía de haber visto a su
señora Dulcinea del Toboso, aunque encantada, le nacía aquella condición
blanda que entonces mostraba; porque, si así no fuera, palabras y razones
le dijo Sancho, que merecían molerle a palos; porque realmente le pareció
que había andado atrevidillo con su señor, a quien le dijo:

-Yo, señor don Quijote de la Mancha, doy por bien empleadísima la jornada
que con vuestra merced he hecho, porque en ella he granjeado cuatro cosas.
La primera, haber conocido a vuestra merced, que lo tengo a gran felicidad.
La segunda, haber sabido lo que se encierra en esta cueva de Montesinos,
con las mutaciones de Guadiana y de las lagunas de Ruidera, que me servirán
para el Ovidio español que traigo entre manos. La tercera, entender la
antigüedad de los naipes, que, por lo menos, ya se usaban en tiempo del
emperador Carlomagno, según puede colegirse de las palabras que vuesa
merced dice que dijo Durandarte, cuando, al cabo de aquel grande espacio
que estuvo hablando con él Montesinos, él despertó diciendo: ”Paciencia y
barajar”; y esta razón y modo de hablar no la pudo aprender encantado,
sino cuando no lo estaba, en Francia y en tiempo del referido emperador
Carlomagno. Y esta averiguación me viene pintiparada para el otro libro que
voy componiendo , que es Suplemento de Virgilio Polidoro, en la invención
de las antigüedades; y creo que en el suyo no se acordó de poner la de los
naipes, como la pondré yo ahora, que será de mucha importancia, y más
alegando autor tan grave y tan verdadero como es el señor Durandarte. La
cuarta es haber sabido con certidumbre el nacimiento del río Guadiana,
hasta ahora ignorado de las gentes.

-Vuestra merced tiene razón -dijo don Quijote-, pero querría yo saber, ya
que Dios le haga merced de que se le dé licencia para imprimir esos sus
libros, que lo dudo, a quién piensa dirigirlos.

-Señores y grandes hay en España a quien puedan dirigirse -dijo el primo.

-No muchos -respondió don Quijote-; y no porque no lo merezcan, sino que no
quieren admitirlos, por no obligarse a la satisfación que parece se debe al
trabajo y cortesía de sus autores. Un príncipe conozco yo que puede suplir
la falta de los demás, con tantas ventajas que, si me atreviere a decirlas,
quizá despertara la invidia en más de cuatro generosos pechos; pero quédese
esto aquí para otro tiempo más cómodo, y vamos a buscar adonde recogernos
esta noche.

-No lejos de aquí -respondió el primo- está una ermita, donde hace su
habitación un ermitaño, que dicen ha sido soldado, y está en opinión de ser
un buen cristiano, y muy discreto y caritativo además. Junto con la ermita
tiene una pequeña casa, que él ha labrado a su costa; pero, con todo,
aunque chica, es capaz de recibir huéspedes.

-¿Tiene por ventura gallinas el tal ermitaño? -preguntó Sancho.

-Pocos ermitaños están sin ellas -respondió don Quijote-, porque no son los
que agora se usan como aquellos de los desiertos de Egipto, que se vestían
de hojas de palma y comían raíces de la tierra. Y no se entienda que por
decir bien de aquéllos no lo digo de aquéstos, sino que quiero decir que al
rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los de agora;
pero no por esto dejan de ser todos buenos; a lo menos, yo por buenos los
juzgo; y, cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se
finge bueno que el público pecador.

Estando en esto, vieron que hacia donde ellos estaban venía un hombre a
pie, caminando apriesa, y dando varazos a un macho que venía cargado de
lanzas y de alabardas. Cuando llegó a ellos, los saludó y pasó de largo.
Don Quijote le dijo:

-Buen hombre, deteneos, que parece que vais con más diligencia que ese
macho ha menester.

-No me puedo detener, señor -respondió el hombre-, porque las armas que
veis que aquí llevo han de servir mañana; y así, me es forzoso el no
detenerme, y a Dios. Pero si quisiéredes saber para qué las llevo, en la
venta que está más arriba de la ermita pienso alojar esta noche; y si es
que hacéis este mesmo camino, allí me hallaréis, donde os contaré
maravillas. Y a Dios otra vez.

Y de tal manera aguijó el macho, que no tuvo lugar don Quijote de
preguntarle qué maravillas eran las que pensaba decirles; y, como él era
algo curioso y siempre le fatigaban deseos de saber cosas nuevas, ordenó
que al momento se partiesen y fuesen a pasar la noche en la venta, sin
tocar en la ermita, donde quisiera el primo que se quedaran.

Hízose así, subieron a caballo, y siguieron todos tres el derecho camino de
la venta, a la cual llegaron un poco antes de anochecer. Dijo el primo a
don Quijote que llegasen a ella a beber un trago. Apenas oyó esto Sancho
Panza, cuando encaminó el rucio a la ermita, y lo mismo hicieron don
Quijote y el primo; pero la mala suerte de Sancho parece que ordenó que el
ermitaño no estuviese en casa; que así se lo dijo una sotaermitaño que en
la ermita hallaron. Pidiéronle de lo caro; respondió que su señor no lo
tenía, pero que si querían agua barata, que se la daría de muy buena gana.

-Si yo la tuviera de agua -respondió Sancho-, pozos hay en el camino,
donde la hubiera satisfecho. ¡Ah bodas de Camacho y abundancia de la casa
de don Diego, y cuántas veces os tengo de echar menos!

Con esto, dejaron la ermita y picaron hacia la venta; y a poco trecho
toparon un mancebito, que delante dellos iba caminando no con mucha priesa;
y así, le alcanzaron. Llevaba la espada sobre el hombro, y en ella puesto
un bulto o envoltorio, al parecer de sus vestidos; que, al parecer, debían
de ser los calzones o greguescos, y herreruelo, y alguna camisa, porque
traía puesta una ropilla de terciopelo con algunas vislumbres de raso, y la
camisa, de fuera; las medias eran de seda, y los zapatos cuadrados, a uso
de corte; la edad llegaría a diez y ocho o diez y nueve años; alegre de
rostro, y, al parecer, ágil de su persona. Iba cantando seguidillas, para
entretener el trabajo del camino. Cuando llegaron a él, acababa de cantar
una, que el primo tomó de memoria, que dicen que decía:

A la guerra me lleva
mi necesidad;
si tuviera dineros,
no fuera, en verdad.

El primero que le habló fue don Quijote, diciéndole:

-Muy a la ligera camina vuesa merced, señor galán. Y ¿adónde bueno?
Sepamos, si es que gusta decirlo.

A lo que el mozo respondió:

-El caminar tan a la ligera lo causa el calor y la pobreza, y el adónde voy
es a la guerra.

-¿Cómo la pobreza? -preguntó don Quijote-; que por el calor bien puede ser.

-Señor -replicó el mancebo-, yo llevo en este envoltorio unos greguescos de
terciopelo, compañeros desta ropilla; si los gasto en el camino, no me
podré honrar con ellos en la ciudad, y no tengo con qué comprar otros; y,
así por esto como por orearme, voy desta manera, hasta alcanzar unas
compañías de infantería que no están doce leguas de aquí, donde asentaré mi
plaza, y no faltarán bagajes en que caminar de allí adelante hasta el
embarcadero, que dicen ha de ser en Cartagena. Y más quiero tener por amo y
por señor al rey, y servirle en la guerra, que no a un pelón en la corte.

-Y ¿lleva vuesa merced alguna ventaja por ventura? -preguntó el primo.

-Si yo hubiera servido a algún grande de España, o algún principal
personaje -respondió el mozo-, a buen seguro que yo la llevara, que eso
tiene el servir a los buenos: que del tinelo suelen salir a ser alférez o
capitanes, o con algún buen entretenimiento; pero yo, desventurado, serví
siempre a catarriberas y a gente advenediza, de ración y quitación tan
mísera y atenuada, que en pagar el almidonar un cuello se consumía la mitad
della; y sería tenido a milagro que un paje aventurero alcanzase alguna
siquiera razonable ventura.

-Y dígame, por su vida, amigo -preguntó don Quijote-: ¿es posible que en
los años que sirvió no ha podido alcanzar alguna librea?

-Dos me han dado -respondió el paje-; pero, así como el que se sale de
alguna religión antes de profesar le quitan el hábito y le vuelven sus
vestidos, así me volvían a mí los míos mis amos, que, acabados los negocios
a que venían a la corte, se volvían a sus casas y recogían las libreas que
por sola ostentación habían dado.

-Notable espilorchería, como dice el italiano -dijo don Quijote-; pero, con
todo eso, tenga a felice ventura el haber salido de la corte con tan buena
intención como lleva; porque no hay otra cosa en la tierra más honrada ni
de más provecho que servir a Dios, primeramente, y luego, a su rey y señor
natural, especialmente en el ejercicio de las armas, por las cuales se
alcanzan, si no más riquezas, a lo menos, más honra que por las letras,
como yo tengo dicho muchas veces; que, puesto que han fundado más
mayorazgos las letras que las armas, todavía llevan un no sé qué los de las
armas a los de las letras, con un sí sé qué de esplendor que se halla en
ellos, que los aventaja a todos. Y esto que ahora le quiero decir llévelo
en la memoria, que le será de mucho provecho y alivio en sus trabajos; y es
que, aparte la imaginación de los sucesos adversos que le podrán venir, que
el peor de todos es la muerte, y como ésta sea buena, el mejor de todos es
el morir. Preguntáronle a Julio César, aquel valeroso emperador romano,
cuál era la mejor muerte; respondió que la impensada, la de repente y no
prevista; y, aunque respondió como gentil y ajeno del conocimiento del
verdadero Dios, con todo eso, dijo bien, para ahorrarse del sentimiento
humano; que, puesto caso que os maten en la primera facción y refriega, o
ya de un tiro de artillería, o volado de una mina, ¿qué importa? Todo es
morir, y acabóse la obra; y, según Terencio, más bien parece el soldado
muerto en la batalla que vivo y salvo en la huida; y tanto alcanza de fama
el buen soldado cuanto tiene de obediencia a sus capitanes y a los que
mandarle pueden. Y advertid, hijo, que al soldado mejor le está el oler a
pólvora que algalia, y que si la vejez os coge en este honroso ejercicio,
aunque sea lleno de heridas y estropeado o cojo, a lo menos no os podrá
coger sin honra, y tal, que no os la podrá menoscabar la pobreza; cuanto
más, que ya se va dando orden cómo se entretengan y remedien los soldados
viejos y estropeados, porque no es bien que se haga con ellos lo que suelen
hacer los que ahorran y dan libertad a sus negros cuando ya son viejos y no
pueden servir, y, echándolos de casa con título de libres, los hacen
esclavos de la hambre, de quien no piensan ahorrarse sino con la muerte. Y
por ahora no os quiero decir más, sino que subáis a las ancas deste mi
caballo hasta la venta, y allí cenaréis conmigo, y por la mañana seguiréis
el camino, que os le dé Dios tan bueno como vuestros deseos merecen.

El paje no aceptó el convite de las ancas, aunque sí el de cenar con él en
la venta; y, a esta sazón, dicen que dijo Sancho entre sí:

-¡Válate Dios por señor! Y ¿es posible que hombre que sabe decir tales,
tantas y tan buenas cosas como aquí ha dicho, diga que ha visto los
disparates imposibles que cuenta de la cueva de Montesinos? Ahora bien,
ello dirá.

Y en esto, llegaron a la venta, a tiempo que anochecía, y no sin gusto de
Sancho, por ver que su señor la juzgó por verdadera venta, y no por
castillo, como solía. No hubieron bien entrado, cuando don Quijote preguntó
al ventero por el hombre de las lanzas y alabardas; el cual le respondió
que en la caballeriza estaba acomodando el macho. Lo mismo hicieron de sus
jumentos el primo y Sancho, dando a Rocinante el mejor pesebre y el mejor
lugar de la caballeriza.

Capítulo XXV. Donde se apunta la aventura del rebuzno y la graciosa del
titerero, con las memorables adivinanzas del mono adivino

No se le cocía el pan a don Quijote, como suele decirse, hasta oír y saber
las maravillas prometidas del hombre condutor de las armas. Fuele a buscar
donde el ventero le había dicho que estaba, y hallóle, y díjole que en todo
caso le dijese luego lo que le había de decir después, acerca de lo que le
había preguntado en el camino. El hombre le respondió:

-Más despacio, y no en pie, se ha de tomar el cuento de mis maravillas:
déjeme vuestra merced, señor bueno, acabar de dar recado a mi bestia, que
yo le diré cosas que le admiren.

-No quede por eso -respondió don Quijote-, que yo os ayudaré a todo.

Y así lo hizo, ahechándole la cebada y limpiando el pesebre, humildad que
obligó al hombre a contarle con buena voluntad lo que le pedía; y,
sentándose en un poyo y don Quijote junto a él, teniendo por senado y
auditorio al primo, al paje, a Sancho Panza y al ventero, comenzó a decir
desta manera:

-«Sabrán vuesas mercedes que en un lugar que está cuatro leguas y media
desta venta sucedió que a un regidor dél, por industria y engaño de una
muchacha criada suya, y esto es largo de contar, le faltó un asno, y,
aunque el tal regidor hizo las diligencias posibles por hallarle, no fue
posible. Quince días serían pasados, según es pública voz y fama,- que el
asno faltaba, cuando, estando en la plaza el regidor perdidoso, otro
regidor del mismo pueblo le dijo: ”Dadme albricias, compadre, que vuestro
jumento ha parecido”. ”Yo os las mando y buenas, compadre -respondió el
otro-, pero sepamos dónde ha parecido”. ”En el monte -respondió el
hallador-, le vi esta mañana, sin albarda y sin aparejo alguno, y tan flaco
que era una compasión miralle. Quísele antecoger delante de mí y traérosle,
pero está ya tan montaraz y tan huraño, que, cuando llegé a él, se fue
huyendo y se entró en lo más escondido del monte. Si queréis que volvamos
los dos a buscarle, dejadme poner esta borrica en mi casa, que luego
vuelvo”. ”Mucho placer me haréis -dijo el del jumento-, e yo procuraré
pagároslo en la mesma moneda”. Con estas circunstancias todas, y de la
mesma manera que yo lo voy contando, lo cuentan todos aquellos que están
enterados en la verdad deste caso. En resolución, los dos regidores, a pie
y mano a mano, se fueron al monte, y, llegando al lugar y sitio donde
pensaron hallar el asno, no le hallaron, ni pareció por todos aquellos
contornos, aunque más le buscaron. Viendo, pues, que no parecía, dijo el
regidor que le había visto al otro: ”Mirad, compadre: una traza me ha
venido al pensamiento, con la cual sin duda alguna podremos descubrir este
animal, aunque esté metido en las entrañas de la tierra, no que del monte;
y es que yo sé rebuznar maravillosamente; y si vos sabéis algún tanto, dad
el hecho por concluido”. ”¿Algún tanto decís, compadre? -dijo el otro-;
por Dios, que no dé la ventaja a nadie, ni aun a los mesmos asnos”.
”Ahora lo veremos -respondió el regidor segundo-, porque tengo determinado
que os vais vos por una parte del monte y yo por otra, de modo que le
rodeemos y andemos todo, y de trecho en trecho rebuznaréis vos y rebuznaré
yo, y no podrá ser menos sino que el asno nos oya y nos responda, si es que
está en el monte”. A lo que respondió el dueño del jumento: ”Digo,
compadre, que la traza es excelente y digna de vuestro gran ingenio”. Y,
dividiéndose los dos según el acuerdo, sucedió que casi a un mesmo tiempo
rebuznaron, y cada uno engañado del rebuzno del otro, acudieron a buscarse,
pensando que ya el jumento había parecido; y, en viéndose, dijo el
perdidoso: ”¿Es posible, compadre, que no fue mi asno el que rebuznó?”
”No fue, sino yo”, respondió el otro. ”Ahora digo -dijo el dueño-, que
de vos a un asno, compadre, no hay alguna diferencia, en cuanto toca al
rebuznar, porque en mi vida he visto ni oído cosa más propia”. ”Esas
alabanzas y encarecimiento -respondió el de la traza-, mejor os atañen y
tocan a vos que a mí, compadre; que por el Dios que me crió que podéis dar
dos rebuznos de ventaja al mayor y más perito rebuznador del mundo; porque
el sonido que tenéis es alto; lo sostenido de la voz, a su tiempo y compás;
los dejos, muchos y apresurados, y, en resolución, yo me doy por vencido y
os rindo la palma y doy la bandera desta rara habilidad”. ”Ahora digo
-respondió el dueño-, que me tendré y estimaré en más de aquí adelante, y
pensaré que sé alguna cosa, pues tengo alguna gracia; que, puesto que
pensara que rebuznaba bien, nunca entendí que llegaba el estremo que
decís”. ”También diré yo ahora -respondió el segundo- que hay raras
habilidades perdidas en el mundo, y que son mal empleadas en aquellos que
no saben aprovecharse dellas”. ”Las nuestras -respondió el dueño-, si no
es en casos semejantes como el que traemos entre manos, no nos pueden
servir en otros, y aun en éste plega a Dios que nos sean de provecho”.
Esto dicho, se tornaron a dividir y a volver a sus rebuznos, y a cada paso
se engañaban y volvían a juntarse, hasta que se dieron por contraseño que,
para entender que eran ellos, y no el asno, rebuznasen dos veces, una tras
otra. Con esto, doblando a cada paso los rebuznos, rodearon todo el monte
sin que el perdido jumento respondiese, ni aun por señas. Mas, ¿cómo había
de responder el pobre y mal logrado, si le hallaron en lo más escondido del
bosque, comido de lobos? Y, en viéndole, dijo su dueño: ”Ya me maravillaba
yo de que él no respondía, pues a no estar muerto, él rebuznara si nos
oyera, o no fuera asno; pero, a trueco de haberos oído rebuznar con tanta
gracia, compadre, doy por bien empleado el trabajo que he tenido en
buscarle, aunque le he hallado muerto”. ”En buena mano está, compadre
-respondió el otro-, pues si bien canta el abad, no le va en zaga el
monacillo”. Con esto, desconsolados y roncos, se volvieron a su aldea,
adonde contaron a sus amigos, vecinos y conocidos cuanto les había
acontecido en la busca del asno, exagerando el uno la gracia del otro en el
rebuznar; todo lo cual se supo y se estendió por los lugares circunvecinos.
Y el diablo, que no duerme, como es amigo de sembrar y derramar rencillas y
discordia por doquiera, levantando caramillos en el viento y grandes
quimeras de nonada, ordenó e hizo que las gentes de los otros pueblos, en
viendo a alguno de nuestra aldea, rebuznase, como dándoles en rostro con el
rebuzno de nuestros regidores. Dieron en ello los muchachos, que fue dar en
manos y en bocas de todos los demonios del infierno, y fue cundiendo el
rebuzno de en uno en otro pueblo, de manera que son conocidos los naturales
del pueblo del rebuzno, como son conocidos y diferenciados los negros de
los blancos; y ha llegado a tanto la desgracia desta burla, que muchas
veces con mano armada y formado escuadrón han salido contra los burladores
los burlados a darse la batalla, sin poderlo remediar rey ni roque, ni
temor ni vergüenza. Yo creo que mañana o esotro día han de salir en campaña
los de mi pueblo, que son los del rebuzno, contra otro lugar que está a dos
leguas del nuestro, que es uno de los que más nos persiguen: y, por salir
bien apercebidos, llevo compradas estas lanzas y alabardas que habéis
visto.» Y éstas son las maravillas que dije que os había de contar, y si no
os lo han parecido, no sé otras.

Y con esto dio fin a su plática el buen hombre; y, en esto, entró por la
puerta de la venta un hombre todo vestido de camuza, medias, greguescos y
jubón, y con voz levantada dijo:

-Señor huésped, ¿hay posada? Que viene aquí el mono adivino y el retablo de
la libertad de Melisendra.

-¡Cuerpo de tal -dijo el ventero-, que aquí está el señor mase Pedro! Buena
noche se nos apareja.

Olvidábaseme de decir como el tal mase Pedro traía cubierto el ojo
izquierdo, y casi medio carrillo, con un parche de tafetán verde, señal que
todo aquel lado debía de estar enfermo; y el ventero prosiguió, diciendo:

-Sea bien venido vuestra merced, señor mase Pedro. ¿Adónde está el mono y
el retablo, que no los veo?

-Ya llegan cerca -respondió el todo camuza-, sino que yo me he adelantado,
a saber si hay posada.

-Al mismo duque de Alba se la quitara para dársela al señor mase Pedro
-respondió el ventero-; llegue el mono y el retablo, que gente hay esta
noche en la venta que pagará el verle y las habilidades del mono.

-Sea en buen hora -respondió el del parche-, que yo moderaré el precio, y
con sola la costa me daré por bien pagado; y yo vuelvo a hacer que camine
la carreta donde viene el mono y el retablo.

Y luego se volvió a salir de la venta.

Preguntó luego don Quijote al ventero qué mase Pedro era aquél, y qué
retablo y qué mono traía. A lo que respondió el ventero:

-Éste es un famoso titerero, que ha muchos días que anda por esta Mancha de
Aragón enseñando un retablo de Melisendra, libertada por el famoso don
Gaiferos, que es una de las mejores y más bien representadas historias que
de muchos años a esta parte en este reino se han visto. Trae asimismo
consigo un mono de la más rara habilidad que se vio entre monos, ni se
imaginó entre hombres, porque si le preguntan algo, está atento a lo que le
preguntan y luego salta sobre los hombros de su amo, y, llegándosele al
oído, le dice la respuesta de lo que le preguntan, y maese Pedro la declara
luego; y de las cosas pasadas dice mucho más que de las que están por
venir; y, aunque no todas veces acierta en todas, en las más no yerra, de
modo que nos hace creer que tiene el diablo en el cuerpo. Dos reales lleva
por cada pregunta, si es que el mono responde; quiero decir, si responde el
amo por él, después de haberle hablado al oído; y así, se cree que el tal
maese Pedro esta riquísimo; y es hombre galante, como dicen en Italia y bon
compaño, y dase la mejor vida del mundo; habla más que seis y bebe más que
doce, todo a costa de su lengua y de su mono y de su retablo.

En esto, volvió maese Pedro, y en una carreta venía el retablo, y el mono,
grande y sin cola, con las posaderas de fieltro, pero no de mala cara; y,
apenas le vio don Quijote, cuando le preguntó:

-Dígame vuestra merced, señor adivino: ¿qué peje pillamo? ¿Qué ha de ser de
nosotros?. Y vea aquí mis dos reales.

Y mandó a Sancho que se los diese a maese Pedro, el cual respondió por el
mono, y dijo:

-Señor, este animal no responde ni da noticia de las cosas que están por
venir; de las pasadas sabe algo, y de las presentes, algún tanto.

-¡Voto a Rus -dijo Sancho-, no dé yo un ardite porque me digan lo que por
mí ha pasado!; porque, ¿quién lo puede saber mejor que yo mesmo? Y pagar yo
porque me digan lo que sé, sería una gran necedad; pero, pues sabe las
cosas presentes, he aquí mis dos reales, y dígame el señor monísimo qué
hace ahora mi mujer Teresa Panza, y en qué se entretiene.

No quiso tomar maese Pedro el dinero, diciendo:

-No quiero recebir adelantados los premios, sin que hayan precedido los
servicios.

Y, dando con la mano derecha dos golpes sobre el hombro izquierdo, en un
brinco se le puso el mono en él, y, llegando la boca al oído, daba diente
con diente muy apriesa; y, habiendo hecho este ademán por espacio de un
credo, de otro brinco se puso en el suelo, y al punto, con grandísima
priesa, se fue maese Pedro a poner de rodillas ante don Quijote, y,
abrazándole las piernas, dijo:

-Estas piernas abrazo, bien así como si abrazara las dos colunas de
Hércules, ¡oh resucitador insigne de la ya puesta en olvido andante
caballería!; ¡oh no jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la
Mancha, ánimo de los desmayados, arrimo de los que van a caer, brazo de los
caídos, báculo y consuelo de todos los desdichados!

Quedó pasmado don Quijote, absorto Sancho, suspenso el primo, atónito el
paje, abobado el del rebuzno, confuso el ventero, y, finalmente, espantados
todos los que oyeron las razones del titerero, el cual prosiguió diciendo:

-Y tú, ¡oh buen Sancho Panza!, el mejor escudero y del mejor caballero del
mundo, alégrate, que tu buena mujer Teresa está buena, y ésta es la hora en
que ella está rastrillando una libra de lino, y, por más señas, tiene a su
lado izquierdo un jarro desbocado que cabe un buen porqué de vino, con que
se entretiene en su trabajo.

-Eso creo yo muy bien -respondió Sancho-, porque es ella una
bienaventurada, y, a no ser celosa, no la trocara yo por la giganta
Andandona, que, según mi señor, fue una mujer muy cabal y muy de pro; y es
mi Teresa de aquellas que no se dejan mal pasar, aunque sea a costa de sus
herederos.

-Ahora digo -dijo a esta sazón don Quijote-, que el que lee mucho y anda
mucho, vee mucho y sabe mucho. Digo esto porque, ¿qué persuasión fuera
bastante para persuadirme que hay monos en el mundo que adivinen, como lo
he visto ahora por mis propios ojos? Porque yo soy el mesmo don Quijote de
la Mancha que este buen animal ha dicho, puesto que se ha estendido algún
tanto en mis alabanzas; pero comoquiera que yo me sea, doy gracias al
cielo, que me dotó de un ánimo blando y compasivo, inclinado siempre a
hacer bien a todos, y mal a ninguno.

-Si yo tuviera dineros -dijo el paje-, preguntara al señor mono qué me ha
de suceder en la peregrinación que llevo.

A lo que respondió maese Pedro, que ya se había levantado de los pies de
don Quijote:

-Ya he dicho que esta bestezuela no responde a lo por venir; que si
respondiera, no importara no haber dineros; que, por servicio del señor don
Quijote, que está presente, dejara yo todos los intereses del mundo. Y
agora, porque se lo debo, y por darle gusto, quiero armar mi retablo y dar
placer a cuantos están en la venta, sin paga alguna.

Oyendo lo cual el ventero, alegre sobremanera, señaló el lugar donde se
podía poner el retablo, que en un punto fue hecho.

Don Quijote no estaba muy contento con las adivinanzas del mono, por
parecerle no ser a propósito que un mono adivinase, ni las de por venir, ni
las pasadas cosas; y así, en tanto que maese Pedro acomodaba el retablo, se
retiró don Quijote con Sancho a un rincón de la caballeriza, donde, sin ser
oídos de nadie, le dijo:

-Mira, Sancho, yo he considerado bien la estraña habilidad deste mono, y
hallo por mi cuenta que sin duda este maese Pedro, su amo, debe de tener
hecho pacto, tácito o espreso, con el demonio.

-Si el patio es espeso y del demonio -dijo Sancho-, sin duda debe de ser
muy sucio patio; pero, ¿de qué provecho le es al tal maese Pedro tener esos
patios?

-No me entiendes, Sancho: no quiero decir sino que debe de tener hecho
algún concierto con el demonio de que infunda esa habilidad en el mono, con
que gane de comer, y después que esté rico le dará su alma, que es lo que
este universal enemigo pretende. Y háceme creer esto el ver que el mono no
responde sino a las cosas pasadas o presentes, y la sabiduría del diablo no
se puede estender a más, que las por venir no las sabe si no es por
conjeturas, y no todas veces; que a solo Dios está reservado conocer los
tiempos y los momentos, y para Él no hay pasado ni porvenir, que todo es
presente. Y, siendo esto así, como lo es, está claro que este mono habla
con el estilo del diablo; y estoy maravillado cómo no le han acusado al
Santo Oficio, y examinádole y sacádole de cuajo en virtud de quién adivina;
porque cierto está que este mono no es astrólogo, ni su amo ni él alzan, ni
saben alzar, estas figuras que llaman judiciarias, que tanto ahora se usan
en España, que no hay mujercilla, ni paje, ni zapatero de viejo que no
presuma de alzar una figura, como si fuera una sota de naipes del suelo,
echando a perder con sus mentiras e ignorancias la verdad maravillosa de la
ciencia. De una señora sé yo que preguntó a uno destos figureros que si una
perrilla de falda pequeña, que tenía, si se empreñaría y pariría, y cuántos
y de qué color serían los perros que pariese. A lo que el señor judiciario,
después de haber alzado la figura, respondió que la perrica se empreñaría,
y pariría tres perricos, el uno verde, el otro encarnado y el otro de
mezcla, con tal condición que la tal perra se cubriese entre las once y
doce del día, o de la noche, y que fuese en lunes o en sábado; y lo que
sucedió fue que de allí a dos días se moría la perra de ahíta, y el señor
levantador quedó acreditado en el lugar por acertadísimo judiciario, como
lo quedan todos o los más levantadores.

-Con todo eso, querría -dijo Sancho- que vuestra merced dijese a maese
Pedro preguntase a su mono si es verdad lo que a vuestra merced le pasó en
la cueva de Montesinos; que yo para mí tengo, con perdón de vuestra merced,
que todo fue embeleco y mentira, o por lo menos, cosas soñadas.

-Todo podría ser -respondió don Quijote-, pero yo haré lo que me aconsejas,
puesto que me ha de quedar un no sé qué de escrúpulo.

Estando en esto, llegó maese Pedro a buscar a don Quijote y decirle que ya
estaba en orden el retablo; que su merced viniese a verle, porque lo
merecía. Don Quijote le comunicó su pensamiento, y le rogó preguntase luego
a su mono le dijese si ciertas cosas que había pasado en la cueva de
Montesinos habían sido soñadas o verdaderas; porque a él le parecía que
tenían de todo. A lo que maese Pedro, sin responder palabra, volvió a traer
el mono, y, puesto delante de don Quijote y de Sancho, dijo:

-Mirad, señor mono, que este caballero quiere saber si ciertas cosas que le
pasaron en una cueva llamada de Montesinos, si fueron falsas o verdaderas.

Y, haciéndole la acostumbrada señal, el mono se le subió en el hombro
izquierdo, y, hablándole, al parecer, en el oído, dijo luego maese Pedro:

-El mono dice que parte de las cosas que vuesa merced vio, o pasó, en la
dicha cueva son falsas, y parte verisímiles; y que esto es lo que sabe, y
no otra cosa, en cuanto a esta pregunta; y que si vuesa merced quisiere
saber más, que el viernes venidero responderá a todo lo que se le
preguntare, que por ahora se le ha acabado la virtud, que no le vendrá
hasta el viernes, como dicho tiene.

-¿No lo decía yo -dijo Sancho-, que no se me podía asentar que todo lo que
vuesa merced, señor mío, ha dicho de los acontecimientos de la cueva era
verdad, ni aun la mitad?

-Los sucesos lo dirán, Sancho -respondió don Quijote-; que el tiempo,
descubridor de todas las cosas, no se deja ninguna que no las saque a la
luz del sol, aunque esté escondida en los senos de la tierra. Y, por hora,
baste esto, y vámonos a ver el retablo del buen maese Pedro, que para mí
tengo que debe de tener alguna novedad.

-¿Cómo alguna? -respondió maese Pedro-: sesenta mil encierra en sí este mi
retablo; dígole a vuesa merced, mi señor don Quijote, que es una de las
cosas más de ver que hoy tiene el mundo, y operibus credite, et non verbis;
y manos a labor, que se hace tarde y tenemos mucho que hacer y que decir y
que mostrar.

Obedeciéronle don Quijote y Sancho, y vinieron donde ya estaba el retablo
puesto y descubierto, lleno por todas partes de candelillas de cera
encendidas, que le hacían vistoso y resplandeciente. En llegando, se metió
maese Pedro dentro dél, que era el que había de manejar las figuras del
artificio, y fuera se puso un muchacho, criado del maese Pedro, para servir
de intérprete y declarador de los misterios del tal retablo: tenía una
varilla en la mano, con que señalaba las figuras que salían.

Puestos, pues, todos cuantos había en la venta, y algunos en pie, frontero
del retablo, y acomodados don Quijote, Sancho, el paje y el primo en los
mejores lugares, el trujamán comenzó a decir lo que oirá y verá el que le
oyere o viere el capítulo siguiente.

Capítulo XXVI. Donde se prosigue la graciosa aventura del titerero, con
otras cosas en verdad harto buenas

Callaron todos, tirios y troyanos; quiero decir, pendientes estaban todos
los que el retablo miraban de la boca del declarador de sus maravillas,
cuando se oyeron sonar en el retablo cantidad de atabales y trompetas, y
dispararse mucha artillería, cuyo rumor pasó en tiempo breve, y luego alzó
la voz el muchacho, y dijo: