Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha TASA Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron
Don Quijote by Miguel de Cervantes Saavedra
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El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

TASA

Yo, Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de
los que residen en su Consejo, certifico y doy fe que, habiendo visto por
los señores dél un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la Mancha,
compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, tasaron cada pliego del dicho
libro a tres maravedís y medio; el cual tiene ochenta y tres pliegos, que
al dicho precio monta el dicho libro docientos y noventa maravedís y medio,
en que se ha de vender en papel; y dieron licencia para que a este precio
se pueda vender, y mandaron que esta tasa se ponga al principio del dicho
libro, y no se pueda vender sin ella. Y, para que dello conste, di la
presente en Valladolid, a veinte días del mes de deciembre de mil y
seiscientos y cuatro años.

Juan Gallo de Andrada.

TESTIMONIO DE LAS ERRATAS

Este libro no tiene cosa digna que no corresponda a su original; en
testimonio de lo haber correcto, di esta fee. En el Colegio de la Madre de
Dios de los Teólogos de la Universidad de Alcalá, en primero de diciembre
de 1604 años.

El licenciado Francisco Murcia de la Llana.

EL REY

Por cuanto por parte de vos, Miguel de Cervantes, nos fue fecha relación
que habíades compuesto un libro intitulado El ingenioso hidalgo de la
Mancha, el cual os había costado mucho trabajo y era muy útil y provechoso,
nos pedistes y suplicastes os mandásemos dar licencia y facultad para le
poder imprimir, y previlegio por el tiempo que fuésemos servidos, o como la
nuestra merced fuese; lo cual visto por los del nuestro Consejo, por cuanto
en el dicho libro se hicieron las diligencias que la premática últimamente
por nos fecha sobre la impresión de los libros dispone, fue acordado que
debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos, en la dicha razón; y nos
tuvímoslo por bien. Por la cual, por os hacer bien y merced, os damos
licencia y facultad para que vos, o la persona que vuestro poder hubiere, y
no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitulado El ingenioso
hidalgo de la Mancha, que desuso se hace mención, en todos estos nuestros
reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se
cuenten desde el dicho día de la data desta nuestra cédula; so pena que la
persona o personas que, sin tener vuestro poder, lo imprimiere o vendiere,
o hiciere imprimir o vender, por el mesmo caso pierda la impresión que
hiciere, con los moldes y aparejos della; y más, incurra en pena de
cincuenta mil maravedís cada vez que lo contrario hiciere. La cual dicha
pena sea la tercia parte para la persona que lo acusare, y la otra tercia
parte para nuestra Cámara, y la otra tercia parte para el juez que lo
sentenciare. Con tanto que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir
el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al
nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fue visto, que va
rubricado cada plana y firmado al fin dél de Juan Gallo de Andrada, nuestro
Escribano de Cámara, de los que en él residen, para saber si la dicha
impresión está conforme el original; o traigáis fe en pública forma de cómo
por corretor nombrado por nuestro mandado, se vio y corrigió la dicha
impresión por el original, y se imprimió conforme a él, y quedan impresas
las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que así fueren
impresos, para que se tase el precio que por cada volume hubiéredes de
haber. Y mandamos al impresor que así imprimiere el dicho libro, no imprima
el principio ni el primer pliego dél, ni entregue más de un solo libro con
el original al autor, o persona a cuya costa lo imprimiere, ni otro alguno,
para efeto de la dicha correción y tasa, hasta que antes y primero el dicho
libro esté corregido y tasado por los del nuestro Consejo; y, estando
hecho, y no de otra manera, pueda imprimir el dicho principio y primer
pliego, y sucesivamente ponga esta nuestra cédula y la aprobación, tasa y
erratas, so pena de caer e incurrir en las penas contenidas en las leyes y
premáticas destos nuestros reinos. Y mandamos a los del nuestro Consejo, y
a otras cualesquier justicias dellos, guarden y cumplan esta nuestra cédula
y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, a veinte y seis días del mes
de setiembre de mil y seiscientos y cuatro años.

YO, EL REY.

Por mandado del Rey nuestro señor:

Juan de Amezqueta.

AL DUQUE DE BÉJAR,

marqués de Gibraleón, conde de Benalcázar y Bañares, vizconde de La Puebla de
Alcocer, señor de las villas de Capilla, Curiel y Burguillos

En fe del buen acogimiento y honra que hace Vuestra Excelencia a toda
suerte de libros, como príncipe tan inclinado a favorecer las buenas artes,
mayormente las que por su nobleza no se abaten al servicio y granjerías del
vulgo, he determinado de sacar a luz al Ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de Vuestra Excelencia, a quien, con
el acatamiento que debo a tanta grandeza, suplico le reciba agradablemente
en su protección, para que a su sombra, aunque desnudo de aquel precioso
ornamento de elegancia y erudición de que suelen andar vestidas las obras
que se componen en las casas de los hombres que saben, ose parecer
seguramente en el juicio de algunos que, continiéndose en los límites de su
ignorancia, suelen condenar con más rigor y menos justicia los trabajos
ajenos; que, poniendo los ojos la prudencia de Vuestra Excelencia en mi
buen deseo, fío que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.

Miguel de Cervantes Saavedra.

PRÓLOGO

Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este
libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y
más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al
orden de naturaleza; que en ella cada cosa engendra su semejante. Y así,
¿qué podrá engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la
historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos
varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en
una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste
ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los
campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud
del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren
fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de
contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el
amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas,
antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por
agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de
Don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi
con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que
perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres; y ni eres su
pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío
como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el
rey de sus alcabalas, y sabes lo que comúnmente se dice: que debajo de mi
manto, al rey mato. Todo lo cual te esenta y hace libre de todo respecto y
obligación; y así, puedes decir de la historia todo aquello que te
pareciere, sin temor que te calunien por el mal ni te premien por el bien
que dijeres della.

Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la
inumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios
que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que,
aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer
esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille,
y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y, estando una suspenso,
con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano
en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío,
gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó
la causa; y, no encubriéndosela yo, le dije que pensaba en el prólogo que
había de hacer a la historia de don Quijote, y que me tenía de suerte que
ni quería hacerle, ni menos sacar a luz las hazañas de tan noble caballero.

-Porque, ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo
legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha
que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a
cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada
de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina; sin
acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo
que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de
sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que
admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos
y elocuentes? ¡Pues qué, cuando citan la Divina Escritura! No dirán sino
que son unos santos Tomases y otros doctores de la Iglesia; guardando en
esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado
destraído y en otro hacen un sermoncico cristiano, que es un contento y un
regalo oílle o leelle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo
qué acotar en el margen, ni qué anotar en el fin, ni menos sé qué autores
sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras
del A.B.C., comenzando en Aristóteles y acabando en Xenofonte y en Zoílo o
Zeuxis, aunque fue maldiciente el uno y pintor el otro. También ha de
carecer mi libro de sonetos al principio, a lo menos de sonetos cuyos
autores sean duques, marqueses, condes, obispos, damas o poetas
celebérrimos; aunque, si yo los pidiese a dos o tres oficiales amigos, yo
sé que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que
tienen más nombre en nuestra España. En fin, señor y amigo mío -proseguí-,
yo determino que el señor don Quijote se quede sepultado en sus archivos en
la Mancha, hasta que el cielo depare quien le adorne de tantas cosas como
le faltan; porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia
y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme
buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. De aquí nace la
suspensión y elevamiento, amigo, en que me hallastes; bastante causa para
ponerme en ella la que de mí habéis oído.

Oyendo lo cual mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en
una carga de risa, me dijo:

-Por Dios, hermano, que agora me acabo de desengañar de un engaño en que he
estado todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he
tenido por discreto y prudente en todas vuestras aciones. Pero agora veo
que estáis tan lejos de serlo como lo está el cielo de la tierra. ¿Cómo que
es posible que cosas de tan poco momento y tan fáciles de remediar puedan
tener fuerzas de suspender y absortar un ingenio tan maduro como el
vuestro, y tan hecho a romper y atropellar por otras dificultades mayores?
A la fe, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza y
penuria de discurso. ¿Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme
atento y veréis cómo, en un abrir y cerrar de ojos, confundo todas vuestras
dificultades y remedio todas las faltas que decís que os suspenden y
acobardan para dejar de sacar a la luz del mundo la historia de vuestro
famoso don Quijote, luz y espejo de toda la caballería andante.

-Decid -le repliqué yo, oyendo lo que me decía-: ¿de qué modo pensáis
llenar el vacío de mi temor y reducir a claridad el caos de mi confusión?

A lo cual él dijo:

-Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os
faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se
puede remediar en que vos mesmo toméis algún trabajo en hacerlos, y después
los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, ahijándolos al
Preste Juan de las Indias o al Emperador de Trapisonda, de quien yo sé que
hay noticia que fueron famosos poetas; y cuando no lo hayan sido y hubiere
algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren desta
verdad, no se os dé dos maravedís; porque, ya que os averigüen la mentira,
no os han de cortar la mano con que lo escribistes.

»En lo de citar en las márgenes los libros y autores de donde sacáredes las
sentencias y dichos que pusiéredes en vuestra historia, no hay más sino
hacer, de manera que venga a pelo, algunas sentencias o latines que vos
sepáis de memoria, o, a lo menos, que os cuesten poco trabajo el buscalle;
como será poner, tratando de libertad y cautiverio:

Non bene pro toto libertas venditur auro.

Y luego, en el margen, citar a Horacio, o a quien lo dijo. Si tratáredes
del poder de la muerte, acudir luego con:

Pallida mors aequo pulsat pede pauperum tabernas,
Regumque turres.

Si de la amistad y amor que Dios manda que se tenga al enemigo, entraros
luego al punto por la Escritura Divina, que lo podéis hacer con tantico de
curiosidad, y decir las palabras, por lo menos, del mismo Dios: Ego autem
dico vobis: diligite inimicos vestros. Si tratáredes de malos pensamientos,
acudid con el Evangelio: De corde exeunt cogitationes malae. Si de la
instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico:

Donec eris felix, multos numerabis amicos,
tempora si fuerint nubila, solus eris.

Y con estos latinicos y otros tales os tendrán siquiera por gramático, que
el serlo no es de poca honra y provecho el día de hoy.

»En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo
podéis hacer desta manera: si nombráis algún gigante en vuestro libro,
hacelde que sea el gigante Golías, y con sólo esto, que os costará casi
nada, tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El gigante Golías, o
Goliat, fue un filisteo a quien el pastor David mató de una gran pedrada en
el valle de Terebinto, según se cuenta en el Libro de los Reyes, en el
capítulo que vos halláredes que se escribe. Tras esto, para mostraros
hombre erudito en letras humanas y cosmógrafo, haced de modo como en
vuestra historia se nombre el río Tajo, y veréisos luego con otra famosa
anotación, poniendo: El río Tajo fue así dicho por un rey de las Españas;
tiene su nacimiento en tal lugar y muere en el mar océano, besando los
muros de la famosa ciudad de Lisboa; y es opinión que tiene las arenas de
oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os diré la historia de Caco, que la
sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os
prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de
crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras,
Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el
mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os
dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de
la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y
si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a
Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más
ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino
que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la
vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las
anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y
de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.

»Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen,
que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque
no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde
la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en
vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca
necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá
alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la
simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo
menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad
al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o
no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en
la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de
aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra
los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo
nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus
fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones
de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la
confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para
qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género
de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo
tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que,
cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y,
pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y
cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no
hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la
Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de
santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas
y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo;
pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención,
dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos.
Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a
risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se
admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de
alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal
fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de
muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.

Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal
manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las
aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual
verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en
hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar
tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la
Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del
campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente
caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo
no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble
y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que
tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te
doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros
vanos de caballerías están esparcidas.

Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.

AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Urganda la desconocida
Si de llegarte a los bue-,
libro, fueres con letu-,
no te dirá el boquirru-
que no pones bien los de-.
Mas si el pan no se te cue-
por ir a manos de idio-,
verás de manos a bo-,
aun no dar una en el cla-,
si bien se comen las ma-
por mostrar que son curio-.
Y, pues la expiriencia ense-
que el que a buen árbol se arri-
buena sombra le cobi-,
en Béjar tu buena estre-
un árbol real te ofre-
que da príncipes por fru-,
en el cual floreció un du-
que es nuevo Alejandro Ma-:
llega a su sombra, que a osa-
favorece la fortu-.
De un noble hidalgo manche-
contarás las aventu-,
a quien ociosas letu-,
trastornaron la cabe-:
damas, armas, caballe-,
le provocaron de mo-,
que, cual Orlando furio-,
templado a lo enamora-,
alcanzó a fuerza de bra-
a Dulcinea del Tobo-.
No indiscretos hieroglí-
estampes en el escu-,
que, cuando es todo figu-,
con ruines puntos se envi-.
Si en la dirección te humi-,

no dirá, mofante, algu-:
”¡Qué don Álvaro de Lu-,
qué Anibal el de Carta-,
qué rey Francisco en Espa-
se queja de la Fortu-!”
Pues al cielo no le plu-
que salieses tan ladi-
como el negro Juan Lati-,
hablar latines rehú-.
No me despuntes de agu-,
ni me alegues con filó-,
porque, torciendo la bo-,
dirá el que entiende la le-,
no un palmo de las ore-:
”¿Para qué conmigo flo-?”
No te metas en dibu-,
ni en saber vidas aje-,
que, en lo que no va ni vie-,

pasar de largo es cordu-.
Que suelen en caperu-
darles a los que grace-;
mas tú quémate las ce-
sólo en cobrar buena fa-;
que el que imprime neceda-
dalas a censo perpe-.
Advierte que es desati-,
siendo de vidrio el teja-,
tomar piedras en las ma-
para tirar al veci-.
Deja que el hombre de jui-,
en las obras que compo-,
se vaya con pies de plo-;
que el que saca a luz pape-
para entretener donce-
escribe a tontas y a lo-.

AMADÍS DE GAULA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

Tú, que imitaste la llorosa vida
que tuve, ausente y desdeñado sobre
el gran ribazo de la Peña Pobre,
de alegre a penitencia reducida;
tú, a quien los ojos dieron la bebida
de abundante licor, aunque salobre,
y alzándote la plata, estaño y cobre,
te dio la tierra en tierra la comida,
vive seguro de que eternamente,
en tanto, al menos, que en la cuarta esfera,
sus caballos aguije el rubio Apolo,
tendrás claro renombre de valiente;
tu patria será en todas la primera;
tu sabio autor, al mundo único y solo.

DON BELIANÍS DE GRECIA A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

Rompí, corté, abollé, y dije y hice
más que en el orbe caballero andante;
fui diestro, fui valiente, fui arrogante;
mil agravios vengué, cien mil deshice.
Hazañas di a la Fama que eternice;
fui comedido y regalado amante;
fue enano para mí todo gigante,
y al duelo en cualquier punto satisfice.
Tuve a mis pies postrada la Fortuna,
y trajo del copete mi cordura
a la calva Ocasión al estricote.
Más, aunque sobre el cuerno de la luna
siempre se vio encumbrada mi ventura,
tus proezas envidio, ¡oh gran Quijote!

LA SEÑORA ORIANA A DULCINEA DEL TOBOSO

Soneto

¡Oh, quién tuviera, hermosa Dulcinea,
por más comodidad y más reposo,
a Miraflores puesto en el Toboso,
y trocara sus Londres con tu aldea!
¡Oh, quién de tus deseos y librea
alma y cuerpo adornara, y del famoso
caballero que hiciste venturoso
mirara alguna desigual pelea!
¡Oh, quién tan castamente se escapara
del señor Amadís como tú hiciste
del comedido hidalgo don Quijote!
Que así envidiada fuera, y no envidiara,
y fuera alegre el tiempo que fue triste,
y gozara los gustos sin escote.

GANDALÍN, ESCUDERO DE AMADÍS DE GAULA, A SANCHO PANZA, ESCUDERO DE DON QUIJOTE

Soneto

Salve, varón famoso, a quien Fortuna,
cuando en el trato escuderil te puso,
tan blanda y cuerdamente lo dispuso,
que lo pasaste sin desgracia alguna.
Ya la azada o la hoz poco repugna
al andante ejercicio; ya está en uso
la llaneza escudera, con que acuso
al soberbio que intenta hollar la luna.
Envidio a tu jumento y a tu nombre,
y a tus alforjas igualmente invidio,
que mostraron tu cuerda providencia.
Salve otra vez, ¡oh Sancho!, tan buen hombre,
que a solo tú nuestro español Ovidio
con buzcorona te hace reverencia.

DEL DONOSO, POETA ENTREVERADO, A SANCHO PANZA Y ROCINANTE

Soy Sancho Panza, escude-
del manchego don Quijo-.
Puse pies en polvoro-,
por vivir a lo discre-;
que el tácito Villadie-
toda su razón de esta-
cifró en una retira-,
según siente Celesti-,
libro, en mi opinión, divi-
si encubriera más lo huma-.
A Rocinante
Soy Rocinante, el famo-
bisnieto del gran Babie-.
Por pecados de flaque-,
fui a poder de un don Quijo-.
Parejas corrí a lo flo-;
mas, por uña de caba-,
no se me escapó ceba-;
que esto saqué a Lazari-
cuando, para hurtar el vi-
al ciego, le di la pa-.

ORLANDO FURIOSO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

Si no eres par, tampoco le has tenido:
que par pudieras ser entre mil pares;
ni puede haberle donde tú te hallares,
invito vencedor, jamás vencido.
Orlando soy, Quijote, que, perdido
por Angélica, vi remotos mares,
ofreciendo a la Fama en sus altares
aquel valor que respetó el olvido.
No puedo ser tu igual; que este decoro
se debe a tus proezas y a tu fama,
puesto que, como yo, perdiste el seso.
Mas serlo has mío, si al soberbio moro
y cita fiero domas, que hoy nos llama
iguales en amor con mal suceso.

EL CABALLERO DEL FEBO A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

A vuestra espada no igualó la mía,
Febo español, curioso cortesano,
ni a la alta gloria de valor mi mano,
que rayo fue do nace y muere el día.
Imperios desprecié; la monarquía
que me ofreció el Oriente rojo en vano
dejé, por ver el rostro soberano
de Claridiana, aurora hermosa mía.
Améla por milagro único y raro,
y, ausente en su desgracia, el propio infierno
temió mi brazo, que domó su rabia.
Mas vos, godo Quijote, ilustre y claro,
por Dulcinea sois al mundo eterno,
y ella, por vos, famosa, honesta y sabia.

DE SOLISDÁN A DON QUIJOTE DE LA MANCHA

Soneto

Maguer, señor Quijote, que sandeces
vos tengan el cerbelo derrumbado,
nunca seréis de alguno reprochado
por home de obras viles y soeces.
Serán vuesas fazañas los joeces,
pues tuertos desfaciendo habéis andado,
siendo vegadas mil apaleado
por follones cautivos y raheces.
Y si la vuesa linda Dulcinea
desaguisado contra vos comete,
ni a vuesas cuitas muestra buen talante,
en tal desmán, vueso conorte sea
que Sancho Panza fue mal alcagüete,
necio él, dura ella, y vos no amante.

DIÁLOGO ENTRE BABIECA Y ROCINANTE

Soneto

B. ¿Cómo estáis, Rocinante, tan delgado?
R. Porque nunca se come, y se trabaja.
B. Pues, ¿qué es de la cebada y de la paja?
R. No me deja mi amo ni un bocado.
B. Andá, señor, que estáis muy mal criado,
pues vuestra lengua de asno al amo ultraja.
R. Asno se es de la cuna a la mortaja.
¿Queréislo ver? Miraldo enamorado.
B. ¿Es necedad amar? R. No es gran prudencia.
B. Metafísico estáis. R. Es que no como.
B. Quejaos del escudero. R. No es bastante.
¿Cómo me he de quejar en mi dolencia,
si el amo y escudero o mayordomo
son tan rocines como Rocinante?

Primera parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha

Capítulo primero. Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo
don Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho
tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua,
rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero,
salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los
viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres
partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de
velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de
entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una
ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte,
y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la
podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años; era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo
de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada, o Quesada,
que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben;
aunque, por conjeturas verosímiles, se deja entender que se llamaba
Quejana. Pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración
dél no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba
ocioso, que eran los más del año, se daba a leer libros de caballerías, con
tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la
caza, y aun la administración de su hacienda. Y llegó a tanto su curiosidad
y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura para
comprar libros de caballerías en que leer, y así, llevó a su casa todos
cuantos pudo haber dellos; y de todos, ningunos le parecían tan bien como
los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su
prosa y aquellas entricadas razones suyas le parecían de perlas, y más
cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafíos, donde en
muchas partes hallaba escrito: La razón de la sinrazón que a mi razón se
hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la
vuestra fermosura. Y también cuando leía: …los altos cielos que de
vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican, y os hacen
merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.

Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por
entenderlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara ni las
entendiera el mesmo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba
muy bien con las heridas que don Belianís daba y recebía, porque se
imaginaba que, por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de
tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales. Pero, con
todo, alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella
inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma y dalle
fin al pie de la letra, como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera,
y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo
estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar -que era
hombre docto, graduado en Sigüenza-, sobre cuál había sido mejor caballero:
Palmerín de Ingalaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del
mesmo pueblo, decía que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si
alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula,
porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero
melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le
iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su letura, que se le pasaban las
noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio; y así,
del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro, de manera que vino
a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los
libros, así de encantamentos como de pendencias, batallas, desafíos,
heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y
asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella
máquina de aquellas sonadas soñadas invenciones que leía, que para él no
había otra historia más cierta en el mundo. Decía él que el Cid Ruy Díaz
había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el Caballero
de la Ardiente Espada, que de sólo un revés había partido por medio dos
fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpio,
porque en Roncesvalles había muerto a Roldán el encantado, valiéndose de la
industria de Hércules, cuando ahogó a Anteo, el hijo de la Tierra, entre
los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque, con ser de
aquella generación gigantea, que todos son soberbios y descomedidos, él
solo era afable y bien criado. Pero, sobre todos, estaba bien con Reinaldos
de Montalbán, y más cuando le veía salir de su castillo y robar cuantos
topaba, y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma que era todo de oro,
según dice su historia. Diera él, por dar una mano de coces al traidor de
Galalón, al ama que tenía, y aun a su sobrina de añadidura.

En efeto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más estraño pensamiento
que jamás dio loco en el mundo; y fue que le pareció convenible y
necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su
república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus
armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que
él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo
género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,
cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor
de su brazo, por lo menos, del imperio de Trapisonda; y así, con estos tan
agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se
dio priesa a poner en efeto lo que deseaba.

Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus
bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos siglos había que
estaban puestas y olvidadas en un rincón. Limpiólas y aderezólas lo mejor
que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de
encaje, sino morrión simple; mas a esto suplió su industria, porque de
cartones hizo un modo de media celada, que, encajada con el morrión, hacían
una apariencia de celada entera. Es verdad que para probar si era fuerte y
podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos
golpes, y con el primero y en un punto deshizo lo que había hecho en una
semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho
pedazos, y, por asegurarse deste peligro, la tornó a hacer de nuevo,
poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera que él quedó
satisfecho de su fortaleza; y, sin querer hacer nueva experiencia della, la
diputó y tuvo por celada finísima de encaje.

Fue luego a ver su rocín, y, aunque tenía más cuartos que un real y más
tachas que el caballo de Gonela, que tantum pellis et ossa fuit, le pareció
que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban.
Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque, según
se decía él a sí mesmo, no era razón que caballo de caballero tan famoso, y
tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y ansí, procuraba
acomodársele de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de
caballero andante, y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón
que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase
famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio
que ya profesaba. Y así, después de muchos nombres que formó, borró y
quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin
le vino a llamar Rocinante: nombre, a su parecer, alto, sonoro y
significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora
era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo,
y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don
Quijote; de donde -como queda dicho- tomaron ocasión los autores desta tan
verdadera historia que, sin duda, se debía de llamar Quijada, y no Quesada,
como otros quisieron decir. Pero, acordándose que el valeroso Amadís no
sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el
nombre de su reino y patria, por Hepila famosa, y se llamó Amadís de Gaula,
así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y
llamarse don Quijote de la Mancha, con que, a su parecer, declaraba muy al
vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su
rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra
cosa sino buscar una dama de quien enamorarse; porque el caballero andante
sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él
a sí:

-Si yo, por malos de mis pecados, o por mi buena suerte, me encuentro por
ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros
andantes, y le derribo de un encuentro, o le parto por mitad del cuerpo, o,
finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle
presentado y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga
con voz humilde y rendido: ”Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro,
señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el
jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me
mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza
disponga de mí a su talante”?

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso,
y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree,
que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen
parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende,
ella jamás lo supo, ni le dio cata dello. Llamábase Aldonza Lorenzo, y a
ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y,
buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase y se
encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del
Toboso, porque era natural del Toboso; nombre, a su parecer, músico y
peregrino y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas
había puesto.

Capítulo II. Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el
ingenioso don Quijote

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en
efeto su pensamiento, apretándole a ello la falta que él pensaba que hacía
en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer,
tuertos que enderezar, sinrazones que emendar, y abusos que mejorar y
deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su
intención, y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno
de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre
Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su
lanza, y, por la puerta falsa de un corral, salió al campo con grandísimo
contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su
buen deseo. Mas, apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento
terrible, y tal, que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa; y fue
que le vino a la memoria que no era armado caballero, y que, conforme a ley
de caballería, ni podía ni debía tomar armas con ningún caballero; y,
puesto que lo fuera, había de llevar armas blancas, como novel caballero,
sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos
pensamientos le hicieron titubear en su propósito; mas, pudiendo más su
locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del
primero que topase, a imitación de otros muchos que así lo hicieron, según
él había leído en los libros que tal le tenían. En lo de las armas blancas,
pensaba limpiarlas de manera, en teniendo lugar, que lo fuesen más que un
armiño; y con esto se quietó y prosiguió su camino, sin llevar otro que
aquel que su caballo quería, creyendo que en aquello consistía la fuerza de
las aventuras.

Yendo, pues, caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo
mesmo y diciendo:

-¿Quién duda sino que en los venideros tiempos, cuando salga a luz la
verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere
no ponga, cuando llegue a contar esta mi primera salidad tan de mañana,
desta manera?: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la
ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y
apenas los pequeños y pintados pajarillos con sus arpadas lenguas habían
saludado con dulce y meliflua armonía la venida de la rosada aurora, que,
dejando la blanda cama del celoso marido, por las puertas y balcones del
manchego horizonte a los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero
don Quijote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso
caballo Rocinante, y comenzó a caminar por el antiguo y conocido campo de
Montiel».

Y era la verdad que por él caminaba. Y añadió diciendo:

-Dichosa edad, y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas
hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y
pintarse en tablas para memoria en lo futuro. ¡Oh tú, sabio encantador,
quienquiera que seas, a quien ha de tocar el ser coronista desta peregrina
historia, ruégote que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno
mío en todos mis caminos y carreras!

Luego volvía diciendo, como si verdaderamente fuera enamorado:

-¡Oh princesa Dulcinea, señora deste cautivo corazón!, mucho agravio me
habedes fecho en despedirme y reprocharme con el riguroso afincamiento de
mandarme no parecer ante la vuestra fermosura. Plégaos, señora, de
membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor
padece.

Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus
libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje. Con esto,
caminaba tan despacio, y el sol entraba tan apriesa y con tanto ardor, que
fuera bastante a derretirle los sesos, si algunos tuviera.

Casi todo aquel día caminó sin acontecerle cosa que de contar fuese, de lo
cual se desesperaba, porque quisiera topar luego luego con quien hacer
experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen que la
primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice; otros dicen que la
de los molinos de viento; pero, lo que yo he podido averiguar en este caso,
y lo que he hallado escrito en los Anales de la Mancha, es que él anduvo
todo aquel día, y, al anochecer, su rocín y él se hallaron cansados y
muertos de hambre; y que, mirando a todas partes por ver si descubriría
algún castillo o alguna majada de pastores donde recogerse y adonde pudiese
remediar su mucha hambre y necesidad, vio, no lejos del camino por donde
iba, una venta, que fue como si viera una estrella que, no a los portales,
sino a los alcázares de su redención le encaminaba. Diose priesa a caminar,
y llegó a ella a tiempo que anochecía.

Estaban acaso a la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del partido,
las cuales iban a Sevilla con unos arrieros que en la venta aquella noche
acertaron a hacer jornada; y, como a nuestro aventurero todo cuanto
pensaba, veía o imaginaba le parecía ser hecho y pasar al modo de lo que
había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo
con sus cuatro torres y chapiteles de luciente plata, sin faltarle su
puente levadiza y honda cava, con todos aquellos adherentes que semejantes
castillos se pintan. Fuese llegando a la venta, que a él le parecía
castillo, y a poco trecho della detuvo las riendas a Rocinante, esperando
que algún enano se pusiese entre las almenas a dar señal con alguna
trompeta de que llegaba caballero al castillo. Pero, como vio que se
tardaban y que Rocinante se daba priesa por llegar a la caballeriza, se
llegó a la puerta de la venta, y vio a las dos destraídas mozas que allí
estaban, que a él le parecieron dos hermosas doncellas o dos graciosas
damas que delante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto,
sucedió acaso que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una
manada de puercos -que, sin perdón, así se llaman- tocó un cuerno, a cuya
señal ellos se recogen, y al instante se le representó a don Quijote lo que
deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida; y así, con
estraño contento, llegó a la venta y a las damas, las cuales, como vieron
venir un hombre de aquella suerte, armado y con lanza y adarga, llenas de
miedo, se iban a entrar en la venta; pero don Quijote, coligiendo por su
huida su miedo, alzándose la visera de papelón y descubriendo su seco y
polvoroso rostro, con gentil talante y voz reposada, les dijo:

-No fuyan las vuestras mercedes ni teman desaguisado alguno; ca a la orden
de caballería que profeso non toca ni atañe facerle a ninguno, cuanto más a
tan altas doncellas como vuestras presencias demuestran.

Mirábanle las mozas, y andaban con los ojos buscándole el rostro, que la
mala visera le encubría; mas, como se oyeron llamar doncellas, cosa tan
fuera de su profesión, no pudieron tener la risa, y fue de manera que don
Quijote vino a correrse y a decirles:

-Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez además la risa
que de leve causa procede; pero no vos lo digo porque os acuitedes ni
mostredes mal talante; que el mío non es de ál que de serviros.

El lenguaje, no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro
caballero acrecentaba en ellas la risa y en él el enojo; y pasara muy
adelante si a aquel punto no saliera el ventero, hombre que, por ser muy
gordo, era muy pacífico, el cual, viendo aquella figura contrahecha, armada
de armas tan desiguales como eran la brida, lanza, adarga y coselete, no
estuvo en nada en acompañar a las doncellas en las muestras de su contento.
Mas, en efeto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de
hablarle comedidamente; y así, le dijo:

-Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque
en esta venta no hay ninguno), todo lo demás se hallará en ella en mucha
abundancia.

Viendo don Quijote la humildad del alcaide de la fortaleza, que tal le
pareció a él el ventero y la venta, respondió:

-Para mí, señor castellano, cualquiera cosa basta, porque
mis arreos son las armas,
mi descanso el pelear, etc.

Pensó el huésped que el haberle llamado castellano había sido por haberle
parecido de los sanos de Castilla, aunque él era andaluz, y de los de la
playa de Sanlúcar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que
estudiantado paje; y así, le respondió:

-Según eso, las camas de vuestra merced serán duras peñas, y su dormir,
siempre velar; y siendo así, bien se puede apear, con seguridad de hallar
en esta choza ocasión y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más
en una noche.

Y, diciendo esto, fue a tener el estribo a don Quijote, el cual se apeó con
mucha dificultad y trabajo, como aquel que en todo aquel día no se había
desayunado.

Dijo luego al huésped que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque
era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le
pareció tan bueno como don Quijote decía, ni aun la mitad; y, acomodándole
en la caballeriza, volvió a ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban
desarmando las doncellas, que ya se habían reconciliado con él; las cuales,
aunque le habían quitado el peto y el espaldar, jamás supieron ni pudieron
desencajarle la gola, ni quitalle la contrahecha celada, que traía atada
con unas cintas verdes, y era menester cortarlas, por no poderse quitar los
ñudos; mas él no lo quiso consentir en ninguna manera, y así, se quedó toda
aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa y estraña
figura que se pudiera pensar; y, al desarmarle, como él se imaginaba que
aquellas traídas y llevadas que le desarmaban eran algunas principales
señoras y damas de aquel castillo, les dijo con mucho donaire:

-Nunca fuera caballero
de damas tan bien servido
como fuera don Quijote
cuando de su aldea vino:
doncellas curaban dél;
princesas, del su rocino,

o Rocinante, que éste es el nombre, señoras mías, de mi caballo, y don
Quijote de la Mancha el mío; que, puesto que no quisiera descubrirme fasta
que las fazañas fechas en vuestro servicio y pro me descubrieran, la fuerza
de acomodar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote ha sido
causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón; pero, tiempo vendrá en que
las vuestras señorías me manden y yo obedezca, y el valor de mi brazo
descubra el deseo que tengo de serviros.

Las mozas, que no estaban hechas a oír semejantes retóricas, no respondían
palabra; sólo le preguntaron si quería comer alguna cosa.

-Cualquiera yantaría yo -respondió don Quijote-, porque, a lo que entiendo,
me haría mucho al caso.

A dicha, acertó a ser viernes aquel día, y no había en toda la venta sino
unas raciones de un pescado que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía
bacallao, y en otras partes curadillo, y en otras truchuela. Preguntáronle
si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que
dalle a comer.

-Como haya muchas truchuelas -respondió don Quijote-, podrán servir de una
trucha, porque eso se me da que me den ocho reales en sencillos que en una
pieza de a ocho. Cuanto más, que podría ser que fuesen estas truchuelas
como la ternera, que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón.
Pero, sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo y peso de las armas no
se puede llevar sin el gobierno de las tripas.

Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trújole el
huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacallao, y un pan tan
negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle
comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera, no podía
poner nada en la boca con sus manos si otro no se lo daba y ponía; y ansí,
una de aquellas señoras servía deste menester. Mas, al darle de beber, no
fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara una caña, y puesto el un
cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recebía
en paciencia, a trueco de no romper las cintas de la celada.

Estando en esto, llegó acaso a la venta un castrador de puercos; y, así
como llegó, sonó su silbato de cañas cuatro o cinco veces, con lo cual
acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que
le servían con música, y que el abadejo eran truchas; el pan, candeal; y
las rameras, damas; y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba
por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era
el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner
legítimamente en aventura alguna sin recebir la orden de caballería.

Capítulo III. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quijote en
armarse caballero

Y así, fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la
cual acabada, llamó al ventero, y, encerrándose con él en la caballeriza,
se hincó de rodillas ante él, diciéndole:

-No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la
vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en
alabanza vuestra y en pro del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones,
estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con
él que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le
otorgaba el don que le pedía.

-No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío
-respondió don Quijote-; y así, os digo que el don que os he pedido, y de
vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es que mañana en aquel día me
habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla deste vuestro
castillo velaré las armas; y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que
tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del
mundo buscando las aventuras, en pro de los menesterosos, como está a cargo
de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a
semejantes fazañas es inclinado.

El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos
barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando
acabó de oírle semejantes razones, y, por tener qué reír aquella noche,
determinó de seguirle el humor; y así, le dijo que andaba muy acertado en
lo que deseaba y pedía, y que tal prosupuesto era propio y natural de los
caballeros tan principales como él parecía y como su gallarda presencia
mostraba; y que él, ansimesmo, en los años de su mocedad, se había dado a
aquel honroso ejercicio, andando por diversas partes del mundo buscando sus
aventuras, sin que hubiese dejado los Percheles de Málaga, Islas de Riarán,
Compás de Sevilla, Azoguejo de Segovia, la Olivera de Valencia, Rondilla de
Granada, Playa de Sanlúcar, Potro de Córdoba y las Ventillas de Toledo y
otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,
sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viudas,
deshaciendo algunas doncellas y engañando a algunos pupilos, y, finalmente,
dándose a conocer por cuantas audiencias y tribunales hay casi en toda
España; y que, a lo último, se había venido a recoger a aquel su castillo,
donde vivía con su hacienda y con las ajenas, recogiendo en él a todos los
caballeros andantes, de cualquiera calidad y condición que fuesen, sólo por
la mucha afición que les tenía y porque partiesen con él de sus haberes, en
pago de su buen deseo.

Díjole también que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder
velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo; pero que,
en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que
aquella noche las podría velar en un patio del castillo; que a la mañana,
siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él
quedase armado caballero, y tan caballero que no pudiese ser más en el
mundo.

Preguntóle si traía dineros; respondió don Quijote que no traía blanca,
porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes que
ninguno los hubiese traído. A esto dijo el ventero que se engañaba; que,
puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido a
los autores dellas que no era menester escrebir una cosa tan clara y tan
necesaria de traerse como eran dineros y camisas limpias, no por eso se
había de creer que no los trujeron; y así, tuviese por cierto y averiguado
que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos y
atestados, llevaban bien herradas las bolsas, por lo que pudiese
sucederles; y que asimismo llevaban camisas y una arqueta pequeña llena de
ungüentos para curar las heridas que recebían, porque no todas veces en los
campos y desiertos donde se combatían y salían heridos había quien los
curase, si ya no era que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego
los socorría, trayendo por el aire, en alguna nube, alguna doncella o enano
con alguna redoma de agua de tal virtud que, en gustando alguna gota della,
luego al punto quedaban sanos de sus llagas y heridas, como si mal alguno
hubiesen tenido. Mas que, en tanto que esto no hubiese, tuvieron los
pasados caballeros por cosa acertada que sus escuderos fuesen proveídos de
dineros y de otras cosas necesarias, como eran hilas y ungüentos para
curarse; y, cuando sucedía que los tales caballeros no tenían escuderos,
que eran pocas y raras veces, ellos mesmos lo llevaban todo en unas
alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, a las ancas del caballo,
como que era otra cosa de más importancia; porque, no siendo por ocasión
semejante, esto de llevar alforjas no fue muy admitido entre los caballeros
andantes; y por esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como
a su ahijado, que tan presto lo había de ser, que no caminase de allí
adelante sin dineros y sin las prevenciones referidas, y que vería cuán
bien se hallaba con ellas cuando menos se pensase.

Prometióle don Quijote de hacer lo que se le aconsejaba con toda
puntualidad; y así, se dio luego orden como velase las armas en un corral
grande que a un lado de la venta estaba; y, recogiéndolas don Quijote
todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba, y, embrazando su
adarga, asió de su lanza y con gentil continente se comenzó a pasear
delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.

Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su
huésped, la vela de las armas y la armazón de caballería que esperaba.
Admiráronse de tan estraño género de locura y fuéronselo a mirar desde
lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras,
arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen
espacio dellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la
luna, que podía competir con el que se la prestaba, de manera que cuanto el
novel caballero hacía era bien visto de todos. Antojósele en esto a uno de
los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue
menester quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el
cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:

-¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las
armas del más valeroso andante que jamás se ciñó espada!, mira lo que haces
y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No se curó el arriero destas razones (y fuera mejor que se curara, porque
fuera curarse en salud); antes, trabando de las correas, las arrojó gran
trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo, y,
puesto el pensamiento -a lo que pareció- en su señora Dulcinea, dijo:

-Acorredme, señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro
avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca en este primero trance
vuestro favor y amparo.

Y, diciendo estas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la
lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza,
que le derribó en el suelo, tan maltrecho que, si segundara con otro, no
tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y
tornó a pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí a poco, sin
saberse lo que había pasado (porque aún estaba aturdido el arriero), llegó
otro con la mesma intención de dar agua a sus mulos; y, llegando a quitar
las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin
pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza, y,
sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque
se la abrió por cuatro. Al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre
ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga, y, puesta
mano a su espada, dijo:

-¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío!
Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo
caballero, que tamaña aventura está atendiendo.

Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los
arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los
heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras
sobre don Quijote, el cual, lo mejor que podía, se reparaba con su adarga,
y no se osaba apartar de la pila por no desamparar las armas. El ventero
daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que
por loco se libraría, aunque los matase a todos. También don Quijote las
daba, mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del
castillo era un follón y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía
que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recebido la
orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:

-Pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno: tirad, llegad,
venid y ofendedme en cuanto pudiéredes, que vosotros veréis el pago que
lleváis de vuestra sandez y demasía.

Decía esto con tanto brío y denuedo, que infundió un terrible temor en los
que le acometían; y, así por esto como por las persuasiones del ventero, le
dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus
armas con la misma quietud y sosiego que primero.

No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó
abreviar y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra
desgracia sucediese. Y así, llegándose a él, se desculpó de la insolencia
que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna;
pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le
había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba
de hacer tampoco era necesaria; que todo el toque de quedar armado
caballero consistía en la pescozada y en el espaldarazo, según él tenía
noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se
podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las
armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había
estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba
allí pronto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que
pudiese; porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no
pensaba dejar persona viva en el castillo, eceto aquellas que él le
mandase, a quien por su respeto dejaría.

Advertido y medroso desto el castellano, trujo luego un libro donde
asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela
que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas, se vino adonde
don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su
manual, como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó
la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su mesma
espada, un gentil espaldazaro, siempre murmurando entre dientes, como que
rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada,
la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester
poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las
proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.
Al ceñirle la espada, dijo la buena señora:

-Dios haga a vuestra merced muy venturoso caballero y le dé ventura en
lides.

Don Quijote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí adelante
a quién quedaba obligado por la merced recebida; porque pensaba darle
alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella
respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un
remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y
que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don
Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante
se pusiese don y se llamase doña Tolosa. Ella se lo prometió, y la otra le
calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo coloquio que con la de
la espada: preguntóle su nombre, y dijo que se llamaba la Molinera, y que
era hija de un honrado molinero de Antequera; a la cual también rogó don
Quijote que se pusiese don y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos
servicios y mercedes.

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no
vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras;
y, ensillando luego a Rocinante, subió en él, y, abrazando a su huésped, le
dijo cosas tan estrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado
caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya
fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras,
respondió a las suyas, y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir a
la buen hora.

Capítulo IV. De lo que le sucedió a nuestro caballero cuando salió de la
venta

La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta, tan contento, tan
gallardo, tan alborozado por verse ya armado caballero, que el gozo le
reventaba por las cinchas del caballo. Mas, viniéndole a la memoria los
consejos de su huésped cerca de las prevenciones tan necesarias que había
de llevar consigo, especial la de los dineros y camisas, determinó volver a
su casa y acomodarse de todo, y de un escudero, haciendo cuenta de recebir
a un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy a propósito
para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió a
Rocinante hacia su aldea, el cual, casi conociendo la querencia, con tanta
gana comenzó a caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo.

No había andado mucho, cuando le pareció que a su diestra mano, de la
espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de
persona que se quejaba; y apenas las hubo oído, cuando dijo:

-Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan presto me pone
ocasiones delante donde yo pueda cumplir con lo que debo a mi profesión, y
donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda, son
de algún menesteroso o menesterosa, que ha menester mi favor y ayuda.

Y, volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que
las voces salían. Y, a pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una
yegua a una encina, y atado en otra a un muchacho, desnudo de medio cuerpo
arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba; y no
sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador
de buen talle, y cada azote le acompañaba con una reprehensión y consejo.
Porque decía:

-La lengua queda y los ojos listos.

Y el muchacho respondía:

-No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra
vez; y yo prometo de tener de aquí adelante más cuidado con el hato.

Y, viendo don Quijote lo que pasaba, con voz airada dijo:

-Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede;
subid sobre vuestro caballo y tomad vuestra lanza -que también tenía una
lanza arrimada a la encima adonde estaba arrendada la yegua-, que yo os
haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo.

El labrador, que vio sobre sí aquella figura llena de armas blandiendo la
lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió:

-Señor caballero, este muchacho que estoy castigando es un mi criado, que
me sirve de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos, el
cual es tan descuidado, que cada día me falta una; y, porque castigo su
descuido, o bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagalle la
soldada que le debo, y en Dios y en mi ánima que miente.

-¿”Miente”, delante de mí, ruin villano? -dijo don Quijote-. Por el sol que
nos alumbra, que estoy por pasaros de parte a parte con esta lanza. Pagadle
luego sin más réplica; si no, por el Dios que nos rige, que os concluya y
aniquile en este punto. Desatadlo luego.

El labrador bajó la cabeza y, sin responder palabra, desató a su criado, al
cual preguntó don Quijote que cuánto le debía su amo. Él dijo que nueve
meses, a siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quijote y halló que
montaban setenta y tres reales, y díjole al labrador que al momento los
desembolsase, si no quería morir por ello. Respondió el medroso villano que
para el paso en que estaba y juramento que había hecho -y aún no había
jurado nada-, que no eran tantos, porque se le habían de descontar y
recebir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado y un real de dos
sangrías que le habían hecho estando enfermo.

-Bien está todo eso -replicó don Quijote-, pero quédense los zapatos y las
sangrías por los azotes que sin culpa le habéis dado; que si él rompió el
cuero de los zapatos que vos pagastes, vos le habéis rompido el de su
cuerpo; y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se
la habéis sacado; ansí que, por esta parte, no os debe nada.

-El daño está, señor caballero, en que no tengo aquí dineros: véngase
Andrés conmigo a mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro.

-¿Irme yo con él? -dijo el muchacho-. Mas, ¡mal año! No, señor, ni por
pienso; porque, en viéndose solo, me desuelle como a un San Bartolomé.

-No hará tal -replicó don Quijote-: basta que yo se lo mande para que me
tenga respeto; y con que él me lo jure por la ley de caballería que ha
recebido, le dejaré ir libre y aseguraré la paga.

-Mire vuestra merced, señor, lo que dice -dijo el muchacho-, que este mi
amo no es caballero ni ha recebido orden de caballería alguna; que es Juan
Haldudo el rico, el vecino del Quintanar.

-Importa eso poco -respondió don Quijote-, que Haldudos puede haber
caballeros; cuanto más, que cada uno es hijo de sus obras.

-Así es verdad -dijo Andrés-; pero este mi amo, ¿de qué obras es hijo, pues
me niega mi soldada y mi sudor y trabajo?

-No niego, hermano Andrés -respondió el labrador-; y hacedme placer de
veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay
en el mundo de pagaros, como tengo dicho, un real sobre otro, y aun
sahumados.

-Del sahumerio os hago gracia -dijo don Quijote-; dádselos en reales, que
con eso me contento; y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado; si no,
por el mismo juramento os juro de volver a buscaros y a castigaros, y que
os tengo de hallar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis
saber quién os manda esto, para quedar con más veras obligado a cumplirlo,
sabed que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, el desfacedor de
agravios y sinrazones; y a Dios quedad, y no se os parta de las mientes lo
prometido y jurado, so pena de la pena pronunciada.

Y, en diciendo esto, picó a su Rocinante, y en breve espacio se apartó
dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y, cuando vio que había
traspuesto del bosque y que ya no parecía, volvióse a su criado Andrés y
díjole:

-Venid acá, hijo mío, que os quiero pagar lo que os debo, como aquel
deshacedor de agravios me dejó mandado.

-Eso juro yo -dijo Andrés-; y ¡cómo que andará vuestra merced acertado en
cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva; que,
según es de valeroso y de buen juez, vive Roque, que si no me paga, que
vuelva y ejecute lo que dijo!

-También lo juro yo -dijo el labrador-; pero, por lo mucho que os quiero,
quiero acrecentar la deuda por acrecentar la paga.

Y, asiéndole del brazo, le tornó a atar a la encina, donde le dio tantos
azotes, que le dejó por muerto.

-Llamad, señor Andrés, ahora -decía el labrador- al desfacedor de agravios,
veréis cómo no desface aquéste; aunque creo que no está acabado de hacer,
porque me viene gana de desollaros vivo, como vos temíades.

Pero, al fin, le desató y le dio licencia que fuese a buscar su juez, para
que ejecutase la pronunciada sentencia. Andrés se partió algo mohíno,
jurando de ir a buscar al valeroso don Quijote de la Mancha y contalle
punto por punto lo que había pasado, y que se lo había de pagar con las
setenas. Pero, con todo esto, él se partió llorando y su amo se quedó
riendo.

Y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quijote; el cual,
contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo y alto
principio a sus caballerías, con gran satisfación de sí mismo iba caminando
hacia su aldea, diciendo a media voz:

-Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ¡oh
sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso!, pues te cupo en suerte tener
sujeto y rendido a toda tu voluntad e talante a un tan valiente y tan
nombrado caballero como lo es y será don Quijote de la Mancha, el cual,
como todo el mundo sabe, ayer rescibió la orden de caballería, y hoy ha
desfecho el mayor tuerto y agravio que formó la sinrazón y cometió la
crueldad: hoy quitó el látigo de la mano a aquel despiadado enemigo que tan
sin ocasión vapulaba a aquel delicado infante.

En esto, llegó a un camino que en cuatro se dividía, y luego se le vino a
la imaginación las encrucejadas donde los caballeros andantes se ponían a
pensar cuál camino de aquéllos tomarían, y, por imitarlos, estuvo un rato
quedo; y, al cabo de haberlo muy bien pensado, soltó la rienda a Rocinante,
dejando a la voluntad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento,
que fue el irse camino de su caballeriza.

Y, habiendo andado como dos millas, descubrió don Quijote un grande tropel
de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes toledanos que
iban a comprar seda a Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con
otros cuatro criados a caballo y tres mozos de mulas a pie. Apenas los
divisó don Quijote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura; y, por
imitar en todo cuanto a él le parecía posible los pasos que había leído en
sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y así,
con gentil continente y denuedo, se afirmó bien en los estribos, apretó la
lanza, llegó la adarga al pecho, y, puesto en la mitad del camino, estuvo
esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales
los tenía y juzgaba; y, cuando llegaron a trecho que se pudieron ver y oír,
levantó don Quijote la voz, y con ademán arrogante dijo:

-Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa que no hay en el
mundo todo doncella más hermosa que la emperatriz de la Mancha, la sin par
Dulcinea del Toboso.

Paráronse los mercaderes al son destas razones, y a ver la estraña figura
del que las decía; y, por la figura y por las razones, luego echaron de ver
la locura de su dueño; mas quisieron ver despacio en qué paraba aquella
confesión que se les pedía, y uno dellos, que era un poco burlón y muy
mucho discreto, le dijo:

-Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que
decís; mostrádnosla: que si ella fuere de tanta hermosura como significáis,
de buena gana y sin apremio alguno confesaremos la verdad que por parte
vuestra nos es pedida.

-Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en
confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo
habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo
sois en batalla, gente descomunal y soberbia. Que, ahora vengáis uno a uno,
como pide la orden de caballería, ora todos juntos, como es costumbre y
mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo y espero, confiado en
la razón que de mi parte tengo.

-Señor caballero -replicó el mercader-, suplico a vuestra merced, en nombre
de todos estos príncipes que aquí estamos, que, porque no encarguemos
nuestras conciencias confesando una cosa por nosotros jamás vista ni oída,
y más siendo tan en perjuicio de las emperatrices y reinas del Alcarria y
Estremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de
esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo; que por el hilo se
sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos y seguros, y vuestra
merced quedará contento y pagado; y aun creo que estamos ya tan de su parte
que, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro
le mana bermellón y piedra azufre, con todo eso, por complacer a vuestra
merced, diremos en su favor todo lo que quisiere.

-No le mana, canalla infame -respondió don Quijote, encendido en cólera-;
no le mana, digo, eso que decís, sino ámbar y algalia entre algodones; y no
es tuerta ni corcovada, sino más derecha que un huso de Guadarrama. Pero
vosotros pagaréis la grande blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad
como es la de mi señora.

Y, en diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el que lo había
dicho, con tanta furia y enojo que, si la buena suerte no hiciera que en la
mitad del camino tropezara y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido
mercader. Cayó Rocinante, y fue rodando su amo una buena pieza por el
campo; y, queriéndose levantar, jamás pudo: tal embarazo le causaban la
lanza, adarga, espuelas y celada, con el peso de las antiguas armas. Y,
entretanto que pugnaba por levantarse y no podía, estaba diciendo:

-¡Non fuyáis, gente cobarde; gente cautiva, atended!; que no por culpa mía,
sino de mi caballo, estoy aquí tendido.

Un mozo de mulas de los que allí venían, que no debía de ser muy bien
intencionado, oyendo decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo
sufrir sin darle la respuesta en las costillas. Y, llegándose a él, tomó la
lanza, y, después de haberla hecho pedazos, con uno dellos comenzó a dar a
nuestro don Quijote tantos palos que, a despecho y pesar de sus armas, le
molió como cibera. Dábanle voces sus amos que no le diese tanto y que le
dejase, pero estaba ya el mozo picado y no quiso dejar el juego hasta
envidar todo el resto de su cólera; y, acudiendo por los demás trozos de la
lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que, con toda
aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando
al cielo y a la tierra, y a los malandrines, que tal le parecían.

Cansóse el mozo, y los mercaderes siguieron su camino, llevando qué contar
en todo él del pobre apaleado. El cual, después que se vio solo, tornó a
probar si podía levantarse; pero si no lo pudo hacer cuando sano y bueno,
¿cómo lo haría molido y casi deshecho? Y aún se tenía por dichoso,
pareciéndole que aquélla era propia desgracia de caballeros andantes, y
toda la atribuía a la falta de su caballo, y no era posible levantarse,
según tenía brumado todo el cuerpo.

Capítulo V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro
caballero

Viendo, pues, que, en efeto, no podía menearse, acordó de acogerse a su
ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros; y trújole su
locura a la memoria aquel de Valdovinos y del marqués de Mantua, cuando
Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no
ignorada de los mozos, celebrada y aun creída de los viejos; y, con todo
esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Ésta, pues, le pareció a
él que le venía de molde para el paso en que se hallaba; y así, con
muestras de grande sentimiento, se comenzó a volcar por la tierra y a decir
con debilitado aliento lo mesmo que dicen decía el herido caballero del
bosque:

-¿Donde estás, señora mía,
que no te duele mi mal?
O no lo sabes, señora,
o eres falsa y desleal.

Y, desta manera, fue prosiguiendo el romance hasta aquellos versos que
dicen:

-¡Oh noble marqués de Mantua,
mi tío y señor carnal!

Y quiso la suerte que, cuando llegó a este verso, acertó a pasar por allí
un labrador de su mesmo lugar y vecino suyo, que venía de llevar una carga
de trigo al molino; el cual, viendo aquel hombre allí tendido, se llegó a
él y le preguntó que quién era y qué mal sentía que tan tristemente se
quejaba. Don Quijote creyó, sin duda, que aquél era el marqués de Mantua,
su tío; y así, no le respondió otra cosa si no fue proseguir en su romance,
donde le daba cuenta de su desgracia y de los amores del hijo del Emperante
con su esposa, todo de la mesma manera que el romance lo canta.

El labrador estaba admirado oyendo aquellos disparates; y, quitándole la
visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que
le tenía cubierto de polvo; y apenas le hubo limpiado, cuando le conoció y
le dijo:

-Señor Quijana -que así se debía de llamar cuando él tenía juicio y no
había pasado de hidalgo sosegado a caballero andante-, ¿quién ha puesto a
vuestra merced desta suerte?

Pero él seguía con su romance a cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen
hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto y espaldar, para ver si tenía
alguna herida; pero no vio sangre ni señal alguna. Procuró levantarle del
suelo, y no con poco trabajo le subió sobre su jumento, por parecer
caballería más sosegada. Recogió las armas, hasta las astillas de la lanza,
y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al
asno, y se encaminó hacia su pueblo, bien pensativo de oír los disparates
que don Quijote decía; y no menos iba don Quijote, que, de puro molido y
quebrantado, no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba
unos suspiros que los ponía en el cielo; de modo que de nuevo obligó a que
el labrador le preguntase le dijese qué mal sentía; y no parece sino que el
diablo le traía a la memoria los cuentos acomodados a sus sucesos, porque,
en aquel punto, olvidándose de Valdovinos, se acordó del moro Abindarráez,
cuando el alcaide de Antequera, Rodrigo de Narváez, le prendió y llevó
cautivo a su alcaidía. De suerte que, cuando el labrador le volvió a
preguntar que cómo estaba y qué sentía, le respondió las mesmas palabras y
razones que el cautivo Abencerraje respondía a Rodrigo de Narváez, del
mesmo modo que él había leído la historia en La Diana, de Jorge de
Montemayor, donde se escribe; aprovechándose della tan a propósito, que el
labrador se iba dando al diablo de oír tanta máquina de necedades; por
donde conoció que su vecino estaba loco, y dábale priesa a llegar al
pueblo, por escusar el enfado que don Quijote le causaba con su larga
arenga. Al cabo de lo cual, dijo:

-Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narváez, que esta hermosa Jarifa
que he dicho es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho,
hago y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean ni
verán en el mundo.

A esto respondió el labrador:

-Mire vuestra merced, señor, pecador de mí, que yo no soy don Rodrigo de
Narváez, ni el marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra
merced es Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo del señor
Quijana.

-Yo sé quién soy -respondió don Quijote-; y sé que puedo ser no sólo los
que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve
de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por
sí hicieron, se aventajarán las mías.

En estas pláticas y en otras semejantes, llegaron al lugar a la hora que
anochecía, pero el labrador aguardó a que fuese algo más noche, porque no
viesen al molido hidalgo tan mal caballero. Llegada, pues, la hora que le
pareció, entró en el pueblo, y en la casa de don Quijote, la cual halló
toda alborotada; y estaban en ella el cura y el barbero del lugar, que eran
grandes amigos de don Quijote, que estaba diciéndoles su ama a voces:

-¿Qué le parece a vuestra merced, señor licenciado Pero Pérez -que así se
llamaba el cura-, de la desgracia de mi señor? Tres días ha que no parecen
él, ni el rocín, ni la adarga, ni la lanza ni las armas. ¡Desventurada de
mí!, que me doy a entender, y así es ello la verdad como nací para morir,
que estos malditos libros de caballerías que él tiene y suele leer tan de
ordinario le han vuelto el juicio; que ahora me acuerdo haberle oído decir
muchas veces, hablando entre sí, que quería hacerse caballero andante e
irse a buscar las aventuras por esos mundos. Encomendados sean a Satanás y
a Barrabás tales libros, que así han echado a perder el más delicado
entendimiento que había en toda la Mancha.

La sobrina decía lo mesmo, y aun decía más:

-Sepa, señor maese Nicolás -que éste era el nombre del barbero-, que muchas
veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados
libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales,
arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a
cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había
muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del
cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la
batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y
sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le
había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. Mas yo me
tengo la culpa de todo, que no avisé a vuestras mercedes de los disparates
de mi señor tío, para que lo remediaran antes de llegar a lo que ha
llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que
bien merecen ser abrasados, como si fuesen de herejes.

-Esto digo yo también -dijo el cura-, y a fee que no se pase el día de
mañana sin que dellos no se haga acto público y sean condenados al fuego,
porque no den ocasión a quien los leyere de hacer lo que mi buen amigo debe
de haber hecho.

Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote, con que acabó de
entender el labrador la enfermedad de su vecino; y así, comenzó a decir a
voces:

-Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor marqués de Mantua,
que viene malferido, y al señor moro Abindarráez, que trae cautivo el
valeroso Rodrigo de Narváez, alcaide de Antequera.

A estas voces salieron todos, y, como conocieron los unos a su amigo, las
otras a su amo y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no
podía, corrieron a abrazarle. Él dijo:

-Ténganse todos, que vengo malferido por la culpa de mi caballo. Llévenme a
mi lecho y llámese, si fuere posible, a la sabia Urganda, que cure y cate
de mis feridas.

-¡Mirá, en hora maza -dijo a este punto el ama-, si me decía a mí bien mi
corazón del pie que cojeaba mi señor! Suba vuestra merced en buen hora,
que, sin que venga esa Hurgada, le sabremos aquí curar. ¡Malditos, digo,
sean otra vez y otras ciento estos libros de caballerías, que tal han
parado a vuestra merced!

Lleváronle luego a la cama, y, catándole las feridas, no le hallaron
ninguna; y él dijo que todo era molimiento, por haber dado una gran caída
con Rocinante, su caballo, combatiéndose con diez jayanes, los más
desaforados y atrevidos que se pudieran fallar en gran parte de la tierra.

-¡Ta, ta! -dijo el cura-. ¿Jayanes hay en la danza? Para mi santiguada, que
yo los queme mañana antes que llegue la noche.

Hiciéronle a don Quijote mil preguntas, y a ninguna quiso responder otra
cosa sino que le diesen de comer y le dejasen dormir, que era lo que más le
importaba. Hízose así, y el cura se informó muy a la larga del labrador del
modo que había hallado a don Quijote. Él se lo contó todo, con los
disparates que al hallarle y al traerle había dicho; que fue poner más
deseo en el licenciado de hacer lo que otro día hizo, que fue llamar a su
amigo el barbero maese Nicolás, con el cual se vino a casa de don Quijote,

Capítulo VI. Del donoso y grande escrutinio que el cura y el barbero
hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo

el cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento
donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena
gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien
cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y, así
como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con gran priesa, y tornó
luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:

-Tome vuestra merced, señor licenciado: rocíe este aposento, no esté aquí
algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en
pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.

Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le
fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues
podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.

-No -dijo la sobrina-, no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han
sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y
hacer un rimero dellos y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y
allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.

Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de
aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera
los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los
cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:

-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro fue
el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han
tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador
de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.

-No, señor -dijo el barbero-, que también he oído decir que es el mejor de
todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único
en su arte, se debe perdonar.

-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por
ahora. Veamos esotro que está junto a él.

-Es -dijo el barbero- las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de
Gaula.

-Pues, en verdad -dijo el cura- que no le ha de valer al hijo la bondad del
padre. Tomad, señora ama: abrid esa ventana y echadle al corral, y dé
principio al montón de la hoguera que se ha de hacer.

Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fue volando
al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba.

-Adelante -dijo el cura.

-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de Grecia; y aun todos los
deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.

-Pues vayan todos al corral -dijo el cura-; que, a trueco de quemar a la
reina Pintiquiniestra, y al pastor Darinel, y a sus églogas, y a las
endiabladas y revueltas razones de su autor, quemaré con ellos al padre que
me engendró, si anduviera en figura de caballero andante.

-De ese parecer soy yo -dijo el barbero.

-Y aun yo -añadió la sobrina.

-Pues así es -dijo el ama-, vengan, y al corral con ellos.

Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera y dio con ellos por
la ventana abajo.

-¿Quién es ese tonel? -dijo el cura.

-Éste es -respondió el barbero- Don Olivante de Laura.

-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a Jardín de
flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos libros es más
verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé decir que éste irá
al corral por disparatado y arrogante.

-Éste que se sigue es Florimorte de Hircania -dijo el barbero.

-¿Ahí está el señor Florimorte? -replicó el cura-. Pues a fe que ha de
parar presto en el corral, a pesar de su estraño nacimiento y sonadas
aventuras; que no da lugar a otra cosa la dureza y sequedad de su estilo.
Al corral con él y con esotro, señora ama.

-Que me place, señor mío -respondía ella; y con mucha alegría ejecutaba lo
que le era mandado.

-Éste es El Caballero Platir -dijo el barbero.

-Antiguo libro es éste -dijo el cura-, y no hallo en él cosa que merezca
venia. Acompañe a los demás sin réplica.

Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El
Caballero de la Cruz.

-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su
ignorancia; mas también se suele decir: “tras la cruz está el diablo”; vaya
al fuego.

Tomando el barbero otro libro, dijo:

-Éste es Espejo de caballerías.

-Ya conozco a su merced -dijo el cura-. Ahí anda el señor Reinaldos de
Montalbán con sus amigos y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce
Pares, con el verdadero historiador Turpín; y en verdad que estoy por
condenarlos no más que a destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte
de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el
cristiano poeta Ludovico Ariosto; al cual, si aquí le hallo, y que habla en
otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno; pero si habla en su
idioma, le pondré sobre mi cabeza.

-Pues yo le tengo en italiano -dijo el barbero-, mas no le entiendo.

-Ni aun fuera bien que vos le entendiérades -respondió el cura-, y aquí le
perdonáramos al señor capitán que no le hubiera traído a España y hecho
castellano; que le quitó mucho de su natural valor, y lo mesmo harán todos
aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por
mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto
que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo, en efeto, que este libro, y
todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen y
depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea lo que se ha de
hacer dellos, ecetuando a un Bernardo del Carpio que anda por ahí y a otro
llamado Roncesvalles; que éstos, en llegando a mis manos, han de estar en
las del ama, y dellas en las del fuego, sin remisión alguna.

Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien y por cosa muy acertada,
por entender que era el cura tan buen cristiano y tan amigo de la verdad,
que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y, abriendo otro libro, vio
que era Palmerín de Oliva, y junto a él estaba otro que se llamaba Palmerín
de Ingalaterra; lo cual visto por el licenciado, dijo:

-Esa oliva se haga luego rajas y se queme, que aun no queden della las
cenizas; y esa palma de Ingalaterra se guarde y se conserve como a cosa
única, y se haga para ello otra caja como la que halló Alejandro en los
despojos de Dario, que la diputó para guardar en ella las obras del poeta
Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una,
porque él por sí es muy bueno, y la otra, porque es fama que le compuso un
discreto rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda
son bonísimas y de grande artificio; las razones, cortesanas y claras, que
guardan y miran el decoro del que habla con mucha propriedad y
entendimiento. Digo, pues, salvo vuestro buen parecer, señor maese Nicolás,
que éste y Amadís de Gaula queden libres del fuego, y todos los demás, sin
hacer más cala y cata, perezcan.

-No, señor compadre -replicó el barbero-; que éste que aquí tengo es el
afamado Don Belianís.

-Pues ése -replicó el cura-, con la segunda, tercera y cuarta parte, tienen
necesidad de un poco de ruibarbo para purgar la demasiada cólera suya, y es
menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama y otras
impertinencias de más importancia, para lo cual se les da término
ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de misericordia o
de justicia; y en tanto, tenedlos vos, compadre, en vuestra casa, mas no
los dejéis leer a ninguno.

-Que me place -respondió el barbero.

Y, sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que
tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No se dijo a tonta
ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemallos que de echar una tela,
por grande y delgada que fuera; y, asiendo casi ocho de una vez, los arrojó
por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno a los pies del
barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vio que decía: Historia
del famoso caballero Tirante el Blanco.

-¡Válame Dios! -dijo el cura, dando una gran voz-. ¡Que aquí esté Tirante
el Blanco! Dádmele acá, compadre; que hago cuenta que he hallado en él un
tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de
Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el
caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con el
alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y
embustes de la viuda Reposada, y la señora Emperatriz, enamorada de
Hipólito, su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que, por su estilo,
es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y
mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con estas cosas
de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso, os digo
que merecía el que le compuso, pues no hizo tantas necedades de industria,
que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y
leedle, y veréis que es verdad cuanto dél os he dicho.

-Así será -respondió el barbero-; pero, ¿qué haremos destos pequeños libros
que quedan?

-Éstos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía.

Y abriendo uno, vio que era La Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo,
creyendo que todos los demás eran del mesmo género:

-Éstos no merecen ser quemados, como los demás, porque no hacen ni harán el
daño que los de caballerías han hecho; que son libros de entendimiento, sin
perjuicio de tercero.

-¡Ay señor! -dijo la sobrina-, bien los puede vuestra merced mandar quemar,
como a los demás, porque no sería mucho que, habiendo sanado mi señor tío
de la enfermedad caballeresca, leyendo éstos, se le antojase de hacerse
pastor y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo; y, lo que
sería peor, hacerse poeta; que, según dicen, es enfermedad incurable y
pegadiza.

-Verdad dice esta doncella -dijo el cura-, y será bien quitarle a nuestro
amigo este tropiezo y ocasión delante. Y, pues comenzamos por La Diana de
Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo
aquello que trata de la sabia Felicia y de la agua encantada, y casi todos
los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser
primero en semejantes libros.

-Éste que se sigue -dijo el barbero- es La Diana llamada segunda del
Salmantino; y éste, otro que tiene el mesmo nombre, cuyo autor es Gil Polo.

-Pues la del Salmantino -respondió el cura-, acompañe y acreciente el
número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde como si
fuera del mesmo Apolo; y pase adelante, señor compadre, y démonos prisa,
que se va haciendo tarde.

-Este libro es -dijo el barbero, abriendo otro- Los diez libros de Fortuna
de Amor, compuestos por Antonio de Lofraso, poeta sardo.

-Por las órdenes que recebí -dijo el cura-, que, desde que Apolo fue Apolo,
y las musas musas, y los poetas poetas, tan gracioso ni tan disparatado
libro como ése no se ha compuesto, y que, por su camino, es el mejor y el
más único de cuantos deste género han salido a la luz del mundo; y el que
no le ha leído puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto.
Dádmele acá, compadre, que precio más haberle hallado que si me dieran una
sotana de raja de Florencia.

Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió diciendo:

-Estos que se siguen son El Pastor de Iberia, Ninfas de Henares y
Desengaños de celos.

-Pues no hay más que hacer -dijo el cura-, sino entregarlos al brazo seglar
del ama; y no se me pregunte el porqué, que sería nunca acabar.

-Este que viene es El Pastor de Fílida.

-No es ése pastor -dijo el cura-, sino muy discreto cortesano; guárdese
como joya preciosa.

-Este grande que aquí viene se intitula -dijo el barbero- Tesoro de varias
poesías.

-Como ellas no fueran tantas -dijo el cura-, fueran más estimadas; menester
es que este libro se escarde y limpie de algunas bajezas que entre sus
grandezas tiene. Guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de
otras más heroicas y levantadas obras que ha escrito.

-Éste es -siguió el barbero- El Cancionero de López Maldonado.

-También el autor de ese libro -replicó el cura- es grande amigo mío, y sus
versos en su boca admiran a quien los oye; y tal es la suavidad de la voz
con que los canta, que encanta. Algo largo es en las églogas, pero nunca lo
bueno fue mucho: guárdese con los escogidos. Pero, ¿qué libro es ese que
está junto a él?

-La Galatea, de Miguel de Cervantes -dijo el barbero.

-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más
versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención;
propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que
promete; quizá con la emienda alcanzará del todo la misericordia que ahora
se le niega; y, entre tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra
posada, señor compadre.

-Que me place -respondió el barbero-. Y aquí vienen tres, todos juntos: La
Araucana, de don Alonso de Ercilla; La Austríada, de Juan Rufo, jurado de
Córdoba, y El Monserrato, de Cristóbal de Virués, poeta valenciano.

-Todos esos tres libros -dijo el cura- son los mejores que, en verso
heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más
famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene
España.

Cansóse el cura de ver más libros; y así, a carga cerrada, quiso que todos
los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba
Las lágrimas de Angélica.

-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera
mandado quemar; porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no
sólo de España, y fue felicísimo en la tradución de algunas fábulas de
Ovidio.

Capítulo VII. De la segunda salida de nuestro buen caballero don Quijote de
la Mancha

Estando en esto, comenzó a dar voces don Quijote, diciendo:

-Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí es menester mostrar la fuerza de
vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo.

Por acudir a este ruido y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio
de los demás libros que quedaban; y así, se cree que fueron al fuego, sin
ser vistos ni oídos, La Carolea y León de España, con Los Hechos del
Emperador, compuestos por don Luis de Ávila, que, sin duda, debían de estar
entre los que quedaban; y quizá, si el cura los viera, no pasaran por tan
rigurosa sentencia.

Cuando llegaron a don Quijote, ya él estaba levantado de la cama, y
proseguía en sus voces y en sus desatinos, dando cuchilladas y reveses a
todas partes, estando tan despierto como si nunca hubiera dormido.
Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho; y, después que hubo
sosegado un poco, volviéndose a hablar con el cura, le dijo:

-Por cierto, señor arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos
llamamos doce Pares dejar, tan sin más ni más, llevar la vitoria deste
torneo a los caballeros cortesanos, habiendo nosotros los aventureros
ganado el prez en los tres días antecedentes.

-Calle vuestra merced, señor compadre -dijo el cura-, que Dios será servido
que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde se gane mañana; y atienda
vuestra merced a su salud por agora, que me parece que debe de estar
demasiadamente cansado, si ya no es que está malferido.

-Ferido no -dijo don Quijote-, pero molido y quebrantado, no hay duda en
ello; porque aquel bastardo de don Roldán me ha molido a palos con el
tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve que yo solo soy el
opuesto de sus valentías. Mas no me llamaría yo Reinaldos de Montalbán si,
en levantándome deste lecho, no me lo pagare, a pesar de todos sus
encantamentos; y, por agora, tráiganme de yantar, que sé que es lo que más
me hará al caso, y quédese lo del vengarme a mi cargo.

Hiciéronlo ansí: diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos,
admirados de su locura.

Aquella noche quemó y abrasó el ama cuantos libros había en el corral y en
toda la casa, y tales debieron de arder que merecían guardarse en perpetuos
archivos; mas no lo permitió su suerte y la pereza del escrutiñador; y así,
se cumplió el refrán en ellos de que pagan a las veces justos por
pecadores.

Uno de los remedios que el cura y el barbero dieron, por entonces, para el
mal de su amigo, fue que le murasen y tapiasen el aposento de los libros,
porque cuando se levantase no los hallase -quizá quitando la causa, cesaría
el efeto-, y que dijesen que un encantador se los había llevado, y el
aposento y todo; y así fue hecho con mucha presteza. De allí a dos días se
levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a

ver sus libros; y, como no hallaba el aposento donde le había dejado,
andaba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la
puerta, y tentábala con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo,
sin decir palabra; pero, al cabo de una buena pieza, preguntó a su ama que
hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba
bien advertida de lo que había de responder, le dijo:

-¿Qué aposento, o qué nada, busca vuestra merced? Ya no hay aposento ni
libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mesmo diablo.

-No era diablo -replicó la sobrina-, sino un encantador que vino sobre una
nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y,
apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no
sé lo que se hizo dentro, que a cabo de poca pieza salió volando por el
tejado, y dejó la casa llena de humo; y, cuando acordamos a mirar lo que
dejaba hecho, no vimos libro ni aposento alguno; sólo se nos acuerda muy
bien a mí y al ama que, al tiempo del partirse aquel mal viejo, dijo en
altas voces que, por enemistad secreta que tenía al dueño de aquellos
libros y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa que después se
vería. Dijo también que se llamaba el sabio Muñatón.

-Frestón diría -dijo don Quijote.